
Hemos recorrido ya algunos hitos biográficos de Pereda que demuestran su lealtad permanente al carlismo, pero nos queda dar noticia –aunque muy breve– de la presencia del carlismo en sus obras. En Pereda hay una voluntad constante de huir de la política, de no contaminar su obra, su entorno social ni su vida con ella. Esto, más todavía a la luz de su trayectoria vital, debe entenderse precisamente como repulsa por la política parlamentaria y liberal, las luchas partidistas y la ideologización creciente en la sociedad. Muchas de las expresiones de este rechazo, como cuando en algún contexto afirma que es católico y «eso es todo», han sido malinterpretadas, como si significaran un alejamiento del carlismo, cuando no eran más que su afirmación más pura. Pereda siempre definió sus convicciones de una manera sencilla y no ideológica, como lo hizo en 1877 dirigiéndose a su amigo Galdós: «yo amo la tradición en lo que tiene de grande y de patriarcal y la fe de mis abuelos en lo que tiene de divina, es decir, de paz, de caridad, de amor y de esperanza». En cuanto a su obra, es significativo que en 1898, tentado de escribir una novela crítica ambientada en Cuba, hable sobre el “gravísimo riesgo de que dominara más en el libro la política que el arte”, según dice a su amigo Alfonso Ortiz de la Torre. Esto nos indica el cuidado que tuvo siempre de poner lo literario por encima de toda intención política, incluso en algunas de sus obras más polémicas. No obstante, sus convicciones profundas, como su fe católica, su patriotismo y su regionalismo, su amor por la tradición, la familia, la vida rural y las costumbres y personajes de su tierra cántabra, impregnan toda su obra.
La presencia explícita del carlismo es por ello escasa en la obra de Pereda, pero existe. Hay alguna mención testimonial, como la de las tropas carlistas que acechan el pueblo de Cumbrales en El sabor de la tierruca. Pero más relevante es el personaje de don Robustiano en Blasones y talegas, que se muestra como abiertamente carlista. Por boca de éste se hace una crítica nada disimulada a las ideas revolucionarias y constitucionales que imperaban en España: «cundieron los francmasones; la impía, la infame filosofía del francés invadió los pueblos y cegó a los hombres; cayó el Santo Oficio; asomó la oreja la Revolución; aparecieron los herejes… para colmo de maldades, nos hicieron trizas los mayorazgos y tragar más tarde una Constitución; y como si esto junto no fuera bastante, para no dejarnos ni siquiera una mala esperanza, muere Zumalacárregui al golpe alevoso de una bala liberal». No hace falta decir que Pereda se identificaba plenamente con su personaje. Aunque de manera menos explícita, pero bastante clara, destaca como personaje carlista el señor de la Torre de Provedaño, de su gran obra Peñas arriba, que en este caso es un trasunto de don Ángel de los Ríos y Ríos. Nacido en la localidad real de Proaño, en el valle del Híjar, fue amigo íntimo del escritor y también diputado carlista por Reinosa en el mismo año de 1871 en el que Pereda fue elegido por el distrito de Cabuérniga. Fue además alcalde de Campoo de Suso y destacó por su carácter quijotesco y combativo, así como por su constante insubordinación a los poderes liberales. Esto le valió ser procesado hasta en catorce ocasiones e ingresar finalmente en prisión en 1895 por un incidente en el que disparó contra un tratante de maderas que cortaba leña en el monte de Proaño. Al maderero, de nombre Domingo González, le amparaba la legislación vigente, pero actuaba de forma ilegítima según los usos, costumbres y leyes municipales tradicionales, por lo que el indómito alcalde le dio primero el alto y luego disparó, viendo que hacía caso omiso. Una vez en prisión, fue Pereda quien tomó la iniciativa para pedir que fuera indultado, cosa que logró con la ayuda y mediación de Menéndez Pelayo ante Cánovas. El personaje de la novela expone de manera sintética todo un ideario tradicionalista en defensa de las antiguas libertades municipales frente al centralismo. Después de advertir que no es «un apasionado ciego de todo lo pasado», como corresponde al carácter renovador del carlismo, el señor de Provedaño defiende “que las leyes se acomoden al modo de ser de los pueblos, no los pueblos a leyes de otra parte”. Sentencia que ha sido comparada acertadamente con la del marqués de Mataflorida en la regencia de Urgel («los pueblos no se hicieron para la ley, sino la ley para los pueblos»). En un pasaje emblemático, el personaje perediano, dirigiéndose al poder central o al Estado, sentencia: “Tómate, en el concepto que más te plazca, lo que en buena y estricta justicia te debemos de nuestra pobreza para levantar las cargas comunes de la patria, pero déjanos lo demás para hacer de ello lo que mejor nos parezca; déjanos nuestros bienes comunales, nuestras sabias ordenanzas, nuestros tradicionales y libres concejos; en fin (y diciéndolo a la moda del día), nuestra autonomía municipal, y Cristo con todos”. El experto en la obra de Pereda e hispanista Anthony H. Clarke calificó las teorías del señor de Provedaño como una suerte de “feudalismo puesto al día”.
Como sucede con Valle-Inclán, la doctrina política que hay detrás de las obras de Pereda no sólo se refleja positivamente en personajes, historias y expresiones que la ejemplifican, sino también negativamente y por contraste. Abundan las sátiras al sistema electoral parlamentario, así como a la corrupción y el caciquismo que imperan en él, sobre todo en Los hombres de pro y Gonzalo González de la Gonzalera. Esta última es una sátira política inspirada en los acontecimientos que siguieron a la revolución de 1868, año en el que está ambientada. En ella se representa a escala rural cómo la autoridad de la vieja nobleza y el clero son sustituidos por la nueva burguesía avariciosa, caciques ignorantes e intelectuales mediocres y petulantes, formados en las filosofías racionalistas del krausismo. Todos ellos trastocan el orden y la paz del pueblo ficticio de Coteruco, embaucando a pobres labradores a los que hacen creer que sus grandes enemigos son el trono y el altar, o el «señor feudal» y el «clericalismo», encarnados en don Román y don Frutos. Todas las falacias e intrigas sirven finalmente para llevar al pueblo a la miseria y el caos. A esta obra siguieron otras marcadas por la reacción ante la revolución del 68, como De tal palo, tal astilla, como contrapartida católica y tradicional a Gloria de Galdós. Pereda no tuvo reparos en escribirle a su amigo en estos términos, después de leer su novela: «está Vd. metido de patitas en el charco de la novela volteriana».
En definitiva, en toda la obra de Pereda late, de modo más claro o más tenue, la oposición entre las costumbres y el orden tradicional y la subversión liberal y revolucionaria. Nunca abandonó sus convicciones, e incluso se hicieron más fuertes, aunque teñidas de pesimismo con los años, especialmente tras el desastre del 98. Tres años antes de su muerte, en una carta dirigida a Enrique Madrazo en 1903, hacía esta reivindicación de la España tradicional –no exenta de ironía–, contrastando con ella el estado de decadencia y miseria de la España contemporánea:
«fuimos grandes y poderosos, y descubrimos y evangelizamos nuevos mundos, y en el viejo éramos los verdaderos dueños y señores, no solamente por el prestigio de nuestra política y de nuestras armas y de la enorme extensión de nuestro territorio, sino por el brillo de nuestro saber en artes, ciencias y literatura, hasta el punto de que hoy, en nuestra mísera insignificancia como nación cuando el pueblo y sus directores intelectuales gozan de todas las inimaginables libertades, y hay la menor cantidad posible de monarquía y no van a misa las gentes y se ríen del Papa y apenas creen en Dios, lo único que nos queda digno de respeto, en la admiración y hasta en la envidia de las naciones cultas, procede de aquellos tiempos bárbaros en que hasta los bandidos de Sierra Morena, como V. dice y no es mentira, eran devotos y de buena fe. De allí viene todo ello, amigo doctor, de la cogulla, de la sotana o del cíngulo del cofrade lego y mundano, Cervantes inclusive. Historia, novela, poesía, teatro, pintura, arquitectura, filosofía, lenguas clásicas… y por último lo que queda en pie de las universidades más famosas del mundo. Todo, repito, es obra de aquellos empecatados clerizones y clericales que, asfisiados bajo el doble peso de la Monarquía y de Roma, no tenían otro deleite, según fama, que encender hogueras en las plazas públicas para quemar libros y herejes».
Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil y Robles de Salamanca
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