
Actualmente, muchos católicos consideran que la concepción política que más se adecúa a nuestra fe es la visión americanista de que el ser humano tiene una serie de libertades inviolables e inmutables dadas por Dios (a la vida, a la expresión, a la propiedad, a la «religión»). Así, apoyarían una versión de los derechos humanos que supuestamente contrastaría con la del progresismo de izquierda, el cual parece defender una libertad de expresión, excepto cuando se «ofende» a ciertas personas; un derecho a la propiedad, menos cuando el Estado necesita redistribuir nuestra riqueza; o un derecho a la asociación, salvo que no se cumplan cuotas de género. Esta aparente arbitrariedad e inconsistencia de la izquierda lleva a algunos católicos a gravitar hacia una versión de los derechos humanos pretendidamente más lógica y propia de un Dios congruente que sostiene una verdad eterna e incambiable. En esta línea, también buscan una versión de los derechos humanos que no esté fundamentada en la voluntad democrática de la mayoría, sino en la voluntad divina.
Esta pretendida versión la cifran a menudo en lo que se ha venido denominando «libertarismo» o «libertarianismo», cuya sistematización descubrirán en la llamada escuela austríaca (especialmente en Mises, Rothbard y Hayek), y cuya fundamentación teológica hallarán en la declaración de la independencia estadounidense: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Esta ideología aboga por el derecho a una amplia libertad económica, sexual, familiar, religiosa y en todo lo que concierne a la vida en común. No obstante, estos católicos argumentarán que, sin negar que el ejercicio de estos derechos por parte de un individuo pueda ser contrario a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, tal forma inmoral o pecaminosa de ejercer ese derecho sería una cuestión de ética privada que nada tendría que ver con la política y lo público. De esta manera, consideran que es una alternativa política compatible con ser católico y que le hace frente eficazmente al progresismo de la izquierda.
Lo cierto es que hay toda una hilera de fallos y falacias en todo este razonamiento. A continuación, procuraremos refutar cada uno de ellos. Para ello, dejaremos de lado los dos argumentos de autoridad más obvios: en primer lugar, que es una concepción contraria a las Sagradas Escrituras y a los mandamientos de la Ley de Dios. En segundo lugar, que es contraria al magisterio tradicional de la Iglesia según podemos observar en incontables encíclicas y documentos de doctrina política traídos a colación con frecuencia en este periódico.
El primer fallo de la lógica libertaria es pensar que su versión de los derechos humanos es más coherente con la libertad y la igualdad en su concepción moderna, a diferencia que la de los progresistas, que las contradiría constantemente. Lo que se les escapa es que, quien tome como válida la versión libertaria, también habrá de tomar como válida cualquier versión progresista. La razón es que, si todos somos libres para definir los derechos humanos y para juzgar sobre lo que significa respetarlos o quebrantarlos, ¿en base a qué debemos concluir que la opinión libertaria debe aplicarse legalmente y no la versión progresista? Si todas deben estar protegidas por igual, ¿por qué unos tienen derecho a que sus opiniones sobre los derechos humanos sean impuestas por el Estado? Los libertarios no son conscientes de que, en el fondo, comparten con los progresistas una misma ideología capaz de producir infinitas versiones igual de válidas.
Si a la luz de esta primera incoherencia vemos que el libertarismo no puede avalarse a sí mismo sin avalar también el progresismo, una segunda incoherencia nos mostrará que sus principios ni siquiera pueden avalar que nuestro sistema legal tenga que estar basado en la creencia en los derechos humanos. Y es que estos católicos libertarios, al limitarse a buscar aquella versión de los derechos humanos que les parezca la más compatible con la fe, obvian cualquier otra visión de la justicia que no se base en el derecho subjetivo, es decir, en la creencia en unos derechos innatos e incondicionados del individuo. Así, sus sesgos de partida les conducen coherentemente a ignorar la visión tradicional del derecho, que hunde sus raíces más hondas en la teología trinitaria: el Verbo eterno de Dios está reflejado en el orden intrínseco de la creación, una red de relaciones inteligibles y teleológicas en que están insertos sus elementos, incluidos los hombres. Éstos estarían entretejidos entre sí por relaciones de débito, tal que sería justo aquel hombre que tratara a los otros dándoles lo que les debe, dándoles lo justo debido, el derecho: el honor que le debo a mis padres, el justo precio que le debo al que me vende algo, la obediencia que le debo a la patria, la verdad que le debo a quien me está escuchando, el cuidado que le debo a mis hijos, la religión que le debo a Dios, etc.
Negada esta cosmología trinitaria por el nominalismo, el protestantismo y el racionalismo, se negó la existencia de las relaciones de débito naturales e inteligibles entre los hombres, por lo que el hombre justo pasaría a ser aquel que no esperara nada de nadie (siempre que el resto no espere nada de él). El término «derecho» pasaría, pues, de referirse a una relación de débito a referirse a una ausencia de débito entre los hombres: la potestad para disponer sobre mi propiedad, mi expresión o mi alma como quiera, sin deberle nada nadie. El judío austríaco Murray Rothbard defendía que el libertarismo, basado en esta cosmovisión contraria a la tradición católica, está cimentado en «las verdades fundamentales de la naturaleza del hombre» [1]. No obstante, ¿por qué la opinión personal de estos autores acerca de la naturaleza humana y de la realidad se nos puede imponer a través de su sistema jurídico, si el libertarismo afirma que ninguna opinión personal puede ser impuesta por el Estado? Una vez más, vemos que esta ideología es insostenible porque, desarrollando sus principios lógicamente, ella misma nos lleva a la imposibilidad de su aplicación legal coherente.
Este problema vuelve a repetirse a la hora de legitimar cualquier (pseudo) comunidad política libertaria. Juan Ramón Rallo dixit: «la legitimidad de cualquier comunidad política dependerá de que haya sido constituida voluntariamente». No obstante, admite que, por la propia naturaleza de la política, parece que es imposible respetar este principio: «mantener el orden público es un servicio con un marcado componente territorial, por lo que su prestación no sólo beneficia a los individuos asociados a la comunidad política, sino también a aquellos otros individuos que residan dentro del territorio protegido por esa comunidad política aun cuando no se hallen adheridos a ella». Su conclusión es que «no resulta sencillo» erigir una sociedad libertaria «con una génesis absolutamente voluntaria» [2]. O, más bien, que es imposible. Esto le llevaría a cualquier persona racional a abandonar esta ideología, ya que la alternativa implicaría abogar por una organización humana que simultáneamente habríamos de considerar ilegítima.
Marco Benítez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
[1] La ética de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1995, pág. 59
[2] Liberalismo: los 10 principios básicos del orden político liberal, Vizcaya, Eds. Deusto, págs. 105, 133 y 134.
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