Los escritos autobiográficos de Josef Pieper

El filósofo carlista Frederick Wilhelmsen y Josef Pieper posan sentados en el centro junto a los demás participantes en el último de los cursos de verano celebrados en El Escorial en 1975. Dos meses antes, a Wilhelmsen le fue concedida la Gran Cruz de Caballero de la Orden de la Legitimidad Proscripta por el Rey de España Javier I. (Foto tomada del semanario "Blanco y Negro", número de 9 de agosto de 1975, p. 22).

La casa Ediciones Cristiandad recientemente ha reunido y traducido en un solo tomo, bajo el rubro Josef Pieper. Escritos autobiográficos (2023), los tres volúmenes que de su vida editó el pensador germano en 1976, 1979 y 1988. Tratándose de una editorial que se mueve en la órbita del Opus Dei, resulta en principio llamativa esta publicación referente a un autor cuya constante lucha contra los tópicos contemporáneos provenientes del «mundo totalitario del trabajo» contrasta tan fuertemente con el ideal de la «santificación por el trabajo» tan caro a dicha institución. No obstante, hay que tener igualmente en cuenta el hecho de que fueron los hombres del Opus los que empezaron introduciendo y continuaron publicitando al egregio filósofo católico en el ámbito español.

En los años inmediatos a la posguerra mundial, la familia política franquista de los liberal-tradicionalistas alfonsino-juanistas ya había quedado prácticamente fagocitada por «La Obra», cuyos intelectuales eran los que se encargaban de dirigir las acciones culturales de aquella tendencia dentro de la Dictadura, con especial protagonismo del tándem formado por Rafael Calvo Serer y Florentino Pérez-Embid. Es por invitación de éstos que Pieper imparte en el Ateneo de Madrid, el 28 de mayo de 1952, en el marco de un ciclo de conferencias sobre «Catolicismo en la cultura europea de hoy», un discurso sobre «Actualidad del tomismo», cuyo contenido saldría estampado ese mismo año, bajo el mismo título, en el n.º 35 de la colección «O crece, o muere». Además llegó a colaborar en la revista Arbor, órgano principal por entonces de dicha familia política, con un artículo que tenía por encabezamiento «La situación actual del que filosofa. Un soliloquio» (n.º doble de septiembre-octubre 1952).

Que sepamos, el Profesor de la Universidad de Münster no volvió a recibir otra invitación por parte de la gente del Opus. Sin embargo, varios de sus libros fueron apareciendo traducidos a partir de esa década de los cincuenta en distintas colecciones de Rialp, una de las principales empresas editoriales de esa asociación religiosa; de hecho, sigue hasta hoy día reeditando la mayoría de ellos. Junto con las obras publicadas por las casas Herder y Ediciones Encuentro, se puede decir que, en la actualidad, entre unos y otros, ya se ha vertido al castellano la producción más destacada del filósofo alemán, casi toda ella compuesta de pequeños ensayos y opúsculos.  

Por lo demás, habrá que esperar hasta la década de los setenta para que Pieper vuelva a impartir en suelo español nuevas conferencias, pero esta vez bajo una iniciativa cultural completamente distinta. Se trataba de los simposios de verano, celebrados en los meses de julio y agosto, que organizaba en el centro universitario María Cristina, ubicado en el complejo del Monasterio de El Escorial, la Society for the Christian Commonwealth, asociación fundada y encabezada desde 1966 por los carlistas estadounidenses L. Brent Bozell y Frederick Wilhelmsen, y cuyo portavoz era la conocida e influyente revista mensual Triumph. A estos programas de estudios asistían fundamentalmente los alumnos y profesores del Christian Commonwealth Institute, brazo educativo de dicha Sociedad. Se llegaron a celebrar en seis ocasiones seguidas, en los años de 1970 a 1975, y a ellos se invitaba a eminentes personalidades intelectuales católicas, entre las que se incluyó a Josef Pieper, quien participó en los seminarios de 1973, 1974 y 1975.

Como curiosidad, en sus anotaciones autobiográficas Pieper refiere que, en las jornadas de 1973, paseando por el patio interior del Monasterio, se encontró en cierta ocasión con el ensayista inglés Christopher Derrick –una de las ilustres plumas de Triumph– y, al enterarse de que había sido un estrecho discípulo de C. S. Lewis, le preguntó cómo es que su maestro, como era de suponer por sus escritos, no llegó a dar el definitivo paso a la Religión verdadera. «Derrick respondió con alguna vacilación –relata Pieper– que ése era efectivamente un punto clave. “Sabe, ésta es la idea que me hago del asunto: una persona recibe una carta de la oficina de finanzas públicas. ¡Ah!, piensa, la puedo leer también mañana o la semana que viene. Y la carta queda sin abrir un buen tiempo. Eso sucedió con el mensaje que la Iglesia Católica tenía para él, como C. S. Lewis naturalmente sabía ya desde hacía tiempo. Nunca abrió la carta, pero ¿quién tiene derecho a juzgar?”» (pp. 531-532).

En otro pasaje de sus recuerdos, nuestro Privatdozent, al ojear el diploma que acompañaba a un premio –uno de los muchos que recibiría a lo largo de su carrera– que le otorgaron en febrero de 1982, comenta que «con alegría encontré mencionado por primera vez como razón de la distinción exactamente lo que de hecho siempre fue ante todo mi intención: expresarme en un lenguaje comprensible, no técnico, “capaz de despertar en gentes de todo el mundo la conciencia filosófica sobre las preguntas últimas de la existencia humana”. Y aunque suene a alabanza de mí mismo, decir esto no me avergüenza» (p. 586. Los subrayados son suyos).

En verdad, Pieper fue uno de los grandes conocedores de primera mano del corpus literario de Santo Tomás de Aquino, lo cual paradójicamente le hacía chocar con las tesis generalizadas en la neoescolástica compartidas por la mayoría de sus colegas académicos contemporáneos. En un periplo que realizó en otoño de 1963 por diversos países del Extremo Oriente, una de las paradas fue en Manila, en donde se le invitó a dar una conferencia sobre Santo Tomás ante los profesores de las principales Universidades de la ciudad. Cuenta el célebre filósofo alemán que «se presentaron varios centenares en el auditorio del Seminario diocesano, interesados sobre todo en discutir, según me pareció. Y comenzaron enseguida con la agresiva pregunta sobre qué había que objetar propiamente contra el tomismo de escuela; evidentemente, quien preguntaba conocía la tesis que había sostenido en Madrid una década antes. Lo quisiera o no, debía entonces declarar, pero esta vez me favorecía que el tono ligeramente polémico-inquisitorial del reto me había motivado a mí también. Y entones mencioné como punto número uno que no sólo era un error, sino una falsificación, presentar la cosmovisión filosófica de Tomás de Aquino como una “filosofía aristotélico-tomista” separada de su teología. Puesto que, punto número dos, este autor no se expresaba en una “terminología” artificial, sino en un “lenguaje” ciertamente claro, pero también vivo y fluido, era imposible encerrar su visión del mundo bajo la forma de un sistema cerrado de proposiciones. Y, punto número tres, al tomismo de escuela faltaba el elemento absolutamente distintivo del maestro, la philosophia negativa, cuya primera afirmación, formulada por él mismo, es que “las esencias de las cosas son desconocidas para nosotros”. Enseguida se encendió –termina diciendo Pieper–, como era de esperar, una polifónica controversia en la que se mantuvo siempre el tan grandioso como infrecuente vínculo entre pasión y objetividad, y que resultó tan refrescante como un baño en el mar» (p. 444).

Pero estas disputas con sus compañeros tomistas eran lo de menos. Lo verdaderamente grave era la comprobación testifical de la atmósfera de progresiva degradación del pensamiento natural que iba invadiendo, sobre todo a partir de la posguerra mundial, a las sociedades occidentales en general, y a sus instituciones académicas en particular. Especial virulencia ofreció este proceso en el seno del experimento sociológico de los Estados Unidos, a cuya República acudió en diversas giras, invitado por sus Universidades, en diferentes épocas, siendo allí testigo privilegiado de esta nefasta evolución.

Pero el problema de este desquiciamiento mental, como decimos, era global. Pieper menciona algunas experiencias problemáticas como muestra. En 1953 fue invitado a unas jornadas internacionales sobre el tema «Ciencia y libertad», que se celebrarían en julio en la ciudad de Hamburgo, organizadas por la institución norteamericana Conferencia para la libertad de la cultura. La tesis primordial de su intervención advertía, en palabras del propio Pieper, que «contra el deterioro de la libertad de la ciencia, como ocurre en el estado totalitario del trabajo, sólo puede lograrse algo de importancia en el campo de la disputa intelectual, si vuelven a ser realidad al mismo tiempo algunas intuiciones fundamentales, formuladas en la tradición de Occidente anterior a la modernidad». Pieper narra seguidamente que «esta afirmación principal de mi ponencia habría chocado con toda probabilidad con la resistencia de la mayoría de los participantes del Congreso. Ya durante el lento abandono de la sala llena de gente me contaron que algunos habían reaccionado irritados y con rabia a mi provocación» (p. 324. El subrayado es suyo).

En junio de 1960, en Berlín, la misma organización estadounidense celebró otras jornadas, esta vez en torno al tema «La libertad de la cultura». «El Congreso en sí mismo –rememora Pieper– se dividió en pequeños grupos de trabajo, lo que hizo que las discusiones fueran más agudas». A nuestro hombre le tocó participar en una sección dedicada a «Religión y libertad». Comenta el filósofo católico acerca de su intervención: «Comencé poniendo bajo la lupa la exhortación formulada en el programa del Congreso, de que debíamos “examinar todas las ideas desde el punto de vista de las garantías o peligros que ofrecen a la libertad” y planteé para pensar la pregunta, acentuándola intencionalmente, de si no sería justamente la idea de la libertad lo que estorbaría la realización de la libertad. ¿Acaso no hay bienes que sólo se alcanzan si aquel a quien “son dados” quiere en primer lugar y expresamente otra cosa, la verdad, por ejemplo, o la justicia? La “prestación” de la religión consiste tal vez justamente en mantener presente en la conciencia esos valores, tras cuya realización la libertad “es dada”. Apenas terminé de dar mi voto –sigue contando Pieper– y ya se empezaron a mencionar en una fuerte discusión todas las atrocidades cometidas en nombre de la religión, sobre todo por supuesto la Inquisición, que habría sido peor que cualquier aniquilación promovida por los totalitarismos. Me defendí con la tesis de que nadie podía defender la Inquisición con el Nuevo Testamento, mientras que el horror de los regímenes totalitarios, sean nacionalsocialistas o bolcheviques, no son otra cosa que la consecuencia del programa formulado» (p. 327. Los subrayados son suyos).

Dejando a un lado el objetable argumento relativo a que la Santa Inquisición no podría fundamentarse en el Nuevo Testamento (contra lo cual podría decir mucho su propio maestro Santo Tomás), Pieper mostraba bien a las claras el estado cada vez más desolador en que se iba hundiendo la intelectualidad occidental, reflejado en ese total rechazo a su razonable proposición por los demás miembros de la mesa (como dato curioso, señala el filósofo que, como excepción, sólo encontró apoyo en el físico atómico Robert Oppenheimer).

El Concilio Vaticano II agravó y aceleró aún más el curso de la disolución de la mente occidental, aplastando los restos de sentido común que aún podían sobrevivir bajo el amparo del manto eclesial. Pieper, católico de sensibilidad, podríamos decir, «newmaniana», quedó especialmente afectado, más que por las materias de la colegialidad o la libertad religiosa, por las cuestiones de la reforma (devastación) litúrgica y del desnortado ecumenismo. Aunque dedica un capítulo específico, bajo el epígrafe «Confusiones postconciliares», a este asunto en la tercera parte o volumen de sus memorias, toda ésta contiene en su conjunto una continua manifestación de ejemplos (vividos en persona) de esta debacle religiosa consecutiva al Concilio (especialmente perniciosa una vez más para el catolicismo estadounidense, teológicamente desarmado para hacerle frente alguno).

En este contexto, resultaban ciertamente ilustrativos, a la par que un tanto desoladores, los pronósticos que Pieper pronunció en la recepción de otro premio que le fue concedido con ocasión de un Congreso de filosofía que se celebraba en la ciudad de Nueva Orleans, en abril de 1968 (pocos días después del asesinato de Martin Luther King, hecho que desataría una oleada de disturbios e incendios por las principales ciudades de la República). «En mi agradecimiento –rememora Pieper– hablé en alusión al tema del Congreso, el “futuro”, sobre el posible porvenir de la filosofía. Mi conclusión: tal vez bajo el dominio de la sofística y de la pseudo-filosofía, la verdadera filosofía sencillamente desaparecerá como algo autónomo y distinguible, y el objeto específicamente filosófico, la raíz de las cosas y el significado último de la existencia, sólo será pensado por quienes crean. A pesar del amigable aplauso –termina añadiendo el filósofo alemán–, tengo algunas dudas sobre si mis contemporáneos norteamericanos asintieron realmente a esa prognosis» (pp. 514-515. El subrayado es suyo).

De muchas otras interesantes e instructivas anécdotas, acompañadas no pocas veces de sesudas reflexiones, están repletas estas narraciones que recogen las vivencias de una de las pocas grandes figuras de la metafísica que aún pervivían en el decadente panorama científico occidental del siglo XX. Aunque, para quienes aún se encuentren sumergidos en el marasmo de la irracionalidad posmoderna, creemos que sería más recomendable la lectura, en primer término, de cualesquiera de sus otros librillos doctrinales: remedio sin duda apropiado, no ya para la recuperación de un modo de pensar recto y cristiano, sino sencillamente normal.

Félix M.ª Martín Antoniano                   

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