Francisco

Descanse en una paz que no ayudó en exceso a florecer

Francisco ha muerto. Y no parece que muchos le lloren. Los conservadores le recibieron mal desde la primera hora, con alguna injusticia, desde luego prejuicio, tildándole de peronista y comunista. Como si fueran sinónimos. Cuando lo primero apenas quiere decir nada en un mundo como el argentino en el que, mal que bien, casi todos lo son. Y cuando lo segundo ha dejado de existir, por más que algunos –confundiéndose– sigan atribuyéndole culpas que en puridad corresponden más bien al liberalismo colectivizado y radicalizado que predomina en nuestros tiempos. Qué hubiera podido ocurrir si ciertos pseudo-tradicionalistas no se hubieran sumado tempranamente de hoz y coz a una operación de tufo americanista y procedencia sectaria contra él ya nunca lo sabremos. La Hermandad de San Pío X, desde luego, actuó con mayor y verdadera prudencia, aunque no todos sus miembros lo aceptaron de buen grado, creándose por ello algunas tensiones. Los progresistas, por su parte, han terminado perdiendo la paciencia con Francisco al ver que no lograban hacer avanzar lo sustancial de su programa, sin obtener poco más que victorias retóricas en el seno del caos total que ha hecho crecer.

Porque su pontificado, desastroso, si algo ha traído con claridad ha sido el caos pedagógico, que costará largo tiempo remontar. Frivolidad y astucia, combinadas según los campos en proporciones variables, si le han procurado adhesiones en un primer momento, pronto han producido sobre todo desazones. Es como si se hubiera afanado en una suerte de siembra de Caín, bajo capa de apertura y «acompañamiento», que ha producido una cosecha abundante de resentimientos por todas partes. Diríase que hubiera querido imitar al en apariencia bonachón Roncalli, pero ni el cambio de la fisonomía del que fue un día enjuto cardenal de Buenos Aires, tornado en rechoncho e incluso a veces (y no demasiado) sonriente, ha logrado hacerlo creíble. El autoritarismo y una cierta vulgaridad han hecho de él la contrafigura del dulce y refinado (débil) Ratzinger. Quien, desde luego, no está exento de culpa. De hecho, el tapado para su sucesión, Scola, con un estilo más áulico, era un modernista más decidido. A Benedicto, en cambio, quizá no se le haya agradecido lo suficiente Summorum pontificum, aun en medio de todas sus ambigüedades. El Concilio Vaticano II no le interesaba especialmente a Bergoglio, a diferencia de sus predecesores, y sin embargo ha contribuido a esparcir lo peor de su «espíritu». Usó la liturgia tradicional de moneda para saldar su deuda con la mafia de San Galo. Pero en realidad no tenía el menor interés por la liturgia. De manera que aquélla ha retrocedido en las diócesis, pero ha dejado más o menos libres a las comunidades dedicadas en exclusiva de la misma. Obispos y párrocos, a su vez, al sentir los nuevos vientos, han aprovechado la situación para ajustar cuentas pasadas. El clericalismo tan denunciado por él, a veces con razón, ha campado por sus respetos y no en la mejor de sus versiones. Otra paradoja entre muchas. Pues tampoco parece que, hombre de poder, le interesara particularmente la doctrina.

Si desde hace decenios se hace cada vez más difícil sobrenaturalizar la figura del sumo pontífice, con Francisco las cotas alcanzadas de depauperación se han hecho asintóticas. Un pontificado que podía haber roto inercias tanto progresistas como conservadoras, aunque parezca contradictorio, ha concluido en un fiasco total. De ahí que no sean muchos los que le lloren, o por lo menos sinceramente. Y eso que su sucesor puede ser peor. Aunque Dios, Señor de su Iglesia, sabe lo que hace. Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum.

Descanse en paz.

Agencia FARO

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta