Rousseau, el onanista del pensamiento

El mensaje de este intelectual es muy claro: como él, cada uno de nosotros contiene a la humanidad originaria en sí mismo

El romanticismo, como toda doctrina moderna, contiene dos alas o bandos de posicionamiento ideológico: uno abiertamente liberal, al que pertenecieron todos aquellos poetas y artistas que defendieron los postulados y acontecimientos de la Revolución Francesa (1789-1799), como es el caso de Víctor Hugo, Percey Shelley, Lord Byron y Heinrich Heine; así como un ala más moderada o conservadora que, aunque sus integrantes asumieron los principios de la Modernidad, ellos defenestraron las consecuencias de la violencia revolucionaria. En este último sitio encontramos a los románticos más representativos de este movimiento: Friedrich Schlegel, Ludwick Tieck, Novalis y René Chateaubriand. Esta ambigüedad propia del romanticismo pudiera conducir a error a la mayoría de los investigadores de esta corriente artística, catalogando al romanticismo como una ideología contrarrevolucionaria, cuando, desde sus más conspicuos fundadores, es posible observar cómo el anhelo revolucionario y el romanticismo convergen perfectamente en sus motivaciones ideológicas.

Estas dos corrientes subterráneas comparten origen en Jean Jacques Rousseau, que es el teórico primario de la Revolución Francesa y del Romanticismo a un mismo tiempo. La idea originaria que sustenta el pensamiento de este filósofo ilustrado puede encontrarse en el comienzo de su libro autobiográfico Las Confesiones: «Quiero mostrar a mis semejantes un hombre con toda la verdad de la naturaleza»[1]. En este prólogo no quiere hablar sino de él mismo: «y este hombre seré yo»[2]. ¿Y por qué el filósofo consideraría que su biografía sería interesante para sus contemporáneos? Sostenemos que todos los hombres, si tuvieran la intención de comprender nuestro carácter moral, deberían hacer obligatoria la lectura de Las Confesiones de Rousseau, porque, en este texto, se halla manifiesto el prototipo del hombre moderno, heredero de la revolución. El ginebrino continúa:

Yo solamente. Conozco a los hombres y siento lo que hay dentro de mí mismo. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto, y aún me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más que los demás, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído[3].

Cuando Rousseau afirma su carácter único como ser humano y se aísla de los demás hombres, no lo hace con la intención de recluirse en soledad, sino de sacar al público un subjetivismo moral que instala el «yo» personal como la instancia superior frente a las realidades externas. El mensaje de este intelectual es muy claro: como él, cada uno de nosotros contiene a la humanidad originaria en sí mismo, cada individualidad es única y superior a cualquier tradición, costumbre, sociedad, jerarquía y Estado.

Esta «fe» hará mella en todos los campos sociales de estudio  y en las humanidades en general:  cuando Rousseau escriba el Emilio, propone que la educación no consiste en disciplinar ni en violentar al educando, sino en dejarlo libre para descubrir sus potencialidades originales; cuando escriba El origen de las lenguas, su descubrimiento consiste en que el lenguaje, en un principio, no buscaba expresar ideas o conceptos, sino emociones y pasiones, con lo que da una importancia inusitada a la sensibilidad; cuando componga El contrato social, pone las bases ideológicas de todas las revoluciones con su idea metafísica de la «voluntad general»; y cuando componga La Nueva Eloísa, establece la literatura intimista y subjetiva del Romanticismo. Rousseau, en consecuencia, no solamente es el padre de esta corriente artística, sino de la pedagogía, de la lingüística, de la sociología y de la política moderna.

Nosotros consideramos, por lo tanto, que Jean-Jacques Rousseau ha sido ocasión de la desvia­ción antropológica que ha sufrido el hombre en los tiempos mo­dernos. Por eso, nos atrevemos a llamarlo el onanista del pensamiento, porque todos sus libros no son sino episodios de intensas «pajas mentales» con las que Rousseau parece denostar al mun­do y la sociedad de su tiempo para su propio ensalzamiento. Y la sociedad moderna fue lo bastante simple como para creerle desde el momento en que sucumbió a la idea de una bondad humana ilusa e inco­herente, que examinaremos en la segunda parte de este artículo.

Daniel Ocampo Frutos, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta.

[1] Rousseau, Jean-Jacques, Las confesiones, trad. Rafael Urbano, Desván de Hanta, España, p. 11.

[2] Ídem.

[3] Ídem.

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