Origen de la devoción a la Virgen de los Dolores en Semana Santa

San Anselmo de Canterbury (1033-1109) contribuyó a la difusión del culto de la Dolorosa y es considerado como el impulsor originario de esta devoción que hacia el final del medioevo tomó el nombre de «compassio Virginis»

«Viene de lejos, llena de luz, blanca de azahar»

Como continuación al artículo anterior sobre las muestras de religiosidad popular que brotan del presente tiempo de sexagésima y que se concretan plásticamente en la Semana Santa, con sus procesiones y actos penitenciales, trataremos de abandonar prejuicios que pueden emanar de un juicio totalizador con sentencia expeditiva, desde los presupuestos de un arcaísmo ciego. No debemos olvidar que toda tradición, por definición, es el conjunto de costumbres, conocimientos, valores y prácticas transmitidas de generación en generación dentro de una comunidad, es decir, en palabras de Gustav Mahler: «La tradición no consiste en adorar cenizas, sino en preservar el fuego», al que siempre habrá que alimentar con nuevos troncos. Recordemos unas palabras del Profesor D. Miguel Ayuso, presidente del Consejo de Estudios Felipe II, en una de sus magníficas intervenciones en el añorado programa «Lágrimas en la Lluvia»: «…el cristianismo sociológico, esa gente que vibra con la Virgen de Triana, y que frecuenta poco la iglesia ―más allá de esos días―, eso, lejos de ser combatido, debe ser animado, mimado, purificado en la medida que la Iglesia pueda acceder a esos ámbitos sociales. Este es el gran tema: sin apoyo cultural social, no puede haber un pueblo cristiano; puede haber individuos heroicos, cristianos, en el seno de un proceso que los arrolla, que es el proceso de secularización». Cabe destacar que en ese momento fue interrumpió por D. Juan Manuel de Prada, para apostillar que esos individuos (querido lector, llamémosles «puritanos») acaban defendiendo posiciones numantinas; valoración que D. Miguel reafirmó.

Las imágenes de Dolorosas, que en estas fechas toman protagonismo, y que son tradición, tienen ―¡oh, sorpresa!― un origen que, por cierto, pivota en gran medida sobre el pueblo de Baeza. Y por igual, la devoción a esta advocación, que la Iglesia (Madre amantísima) fomenta y alienta, tiene un comienzo. Permítanme comenzar por este último punto, el origen de la devoción. En el siglo VIII, aparece la «Compasión de la Virgen» ya glosada por algunas obras eclesiásticas; acompañada de la devoción como «Reina de los Mártires» en el siglo X ―título íntimamente unido al núcleo espiritual de la compasión dolorosa de la Virgen―, aunque no están concretados el número de los dolores: la meditación en el dolor que sufrió María en la presentación del Niño al templo y en los que padeció al pie de la Cruz; al principio, solo dos. Pero veamos cómo se desarrolla este culto incipiente. Fue San Anselmo de Canterbury (1033-1109) quien contribuyó a la difusión del culto de la Dolorosa y es considerado como el impulsor originario de esta devoción que hacia el final del medioevo tomó el nombre de «compassio Virginis», confirmado en la obra de Eadmero de Canterbury (c. 1060-ca.1126), Guerrico de Igny (ca.1080-1155) y San Bernardo de Claraval (1090-1153). En el siglo XII se incrementa su culto, componiéndose el Stabat Mater, atribuido a Jacopo de Todi (†1306), y que el papa Benedicto XIII introdujo en la liturgia en 1727. Pero el 15 de agosto de 1233, con la fundación de la orden de los Servitas (Los Siete Siervos de María), arranca la historia de la devoción a la Virgen de los Dolores. A partir del siglo XIII se aprecian las primeras representaciones europeas de esta advocación, en las que se representa a María con un puñal clavado en el corazón. En el siglo XIV ya se codifican los dolores de María, pasando de dos a cinco (celebraciones de sus cinco gaudios y sus cinco dolores, simbolizados por cinco espadas) hasta siete, destacando dos momentos más de la vida de María y no solo los sufridos en el Calvario. ¡Seguramente habría fieles escandalizados por el puñal en el Corazón de Nuestra Madre! ¡O por los siete!

Ya llegado el siglo XV, se multiplican los ejercicios piadosos, y tenemos la fortuna de que se ha conservado un precioso testimonio en forma de documento, donde se recoge la celebración de una fiesta litúrgica sobre el dolor de María, en una iglesia local en el norte de Europa, el 22 de abril de 1423. Un decreto del concilio provincial de Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa, en el tercer viernes después de Pascua, como reparación de los sacrilegios realizados por los Usitas a las imágenes del Crucifijo y de la Virgen a los pies de la cruz. La fiesta llevaba el título de «Commemoratio angustiae et dolorum beatae Mariae virginis». En 1482 el papa Sixto IV compuso e hizo introducir en el Misal romano, con el título «Nuestra Señora de la Piedad», una misa centrada en el acontecimiento salvífico de María a los pies de la cruz. Se va produciendo un desarrollo en la religiosidad popular, guida maternalmente por la Iglesia, y así pasamos, además de la denominación del Concilio de Colonia y la fijada en la misa de Sixto IV a: «De transfixione seu martyrio cordis beatae Mariae», «De compassione beatae Mariae virginis», «De lamentatione Mariae», «De planctu beatae Mariae», «De spasmo atque doloribus Virginis», «De septem doloribus beatae Mariae virginis». No obstante, esta advocación no se separará de los Servitas. Así, el 9 de junio de 1668, se autorizó a la Orden celebrar solemnemente esta fiesta de los Siete Dolores en el tercer domingo de septiembre: la sagrada congregación de Ritos les permitió celebrar la misa votiva de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen e imprimir el formulario para uso interno. En el relativo decreto se hacía mención del hecho que los frailes de los Siervos vestían el hábito negro en memoria de la viudez de María y de los dolores que ella mantuvo en la pasión del Hijo. El 15 de septiembre siguiente, se autorizó a los frailes de la Orden recitar también el oficio mariano de los Siete Dolores, ya concedido por Alejandro VII a los Agustino Descalzos de Francia. Al mismo tiempo consentía celebrar la fiesta homónima el tercer domingo de septiembre, con rito doble de fiesta principal.

Más tarde, el papa Clemente XI, con la bula «Iniunctae nobis», concedió la indulgencia plenaria a todos aquellos que hubiesen visitado en el tercer domingo de septiembre una iglesia de los Siervos. El 9 de agosto de 1670, se les extendía a cada viernes litúrgicamente no impedido, la capacidad de celebrar el oficio de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen. Pero hay un hito que marca un antes y un después: el decreto «Cum sacrorum» (9 de agosto de 1692), en el cual la Sagrada Congregación de Ritos, con la aprobación de Inocencio XII (previa solicitud del prior general fray Giovanni Francesco M. Poggi) se reconocía la Dolorosa como «titular y patrona de la Orden» y la devoción a los Siete Dolores de la Virgen como «devoción que pertenece a la Orden susodicha como su principal característica».

Hubo que esperar un segundo hito, ya en el siglo XVII, para que la Virgen de los Dolores tuviese su homenaje festivo universal cada tercer domingo de septiembre, aunque no se fijó hasta 1814, de la mano del Papa Pío VII. Un tercer hito fue la reforma de nuestro amado S. Pío X (1 de noviembre de 1911), con el propósito de exaltar el domingo, la fiesta de los Siete Dolores dejó de ser fiesta movible y fue fijada al 15 de septiembre, día en el cual se celebraba en el rito ambrosiano, que festejaba ya los Siete dolores de la Virgen María en el día de la octava de la Natividad de la Virgen María (8 de septiembre). Seguramente, en este camino, muchos fieles contemporáneos de esos cambios, se escandalizaron por tales novedades, semejantes a algunos que, suponemos, dejarían de dormir ―por ejemplo― ante el movimiento impregnado por el Maestro Mateo en su Pórtico de la Gloria. Continuaremos en el próximo articulo con el «arte de vestir», su historia y actualidad, para retomar, con más detalles el de hebrea, con su origen en las formas sencillas de las figuritas de nuestros «belenes», llenos de colorido (al gusto oriental): manto azul con forro o interior blanco, saya en tonos rojos o granate, tocados, cinturones, fajines de rayas con sus tonos rojos, verdes y azulados que les resaltan. Y sus ecos barrocos y de iconos bizantinos y paleocristianos…

«Viene de lejos, llena de luz, blanca de azahar».

María Dolores Rodríguez Godino, Margaritas Hispánicas

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