John Senior y el retorno de la cultura cristiana

La opción benedictina: una estrategia para cristianos en una nación post-cristiana (2017), del periodista conservador estadounidense Rod Dreher, no tenía expresamente como base el pensamiento de John Senior

Lawrence (Kansas, EE.UU.), 1998. De izquierda a derecha: Antoine Forgeot, O. S. B. († 2020), Abad de Nuestra Señora de Fontgombault entre 1977 y 2011; John Senior (1923-1999), Doctor en Literatura Comparada (1957); y Francis Bethel, O. S. B.

En julio de 1833, el sacerdote Prosper Guéranger (†1875), junto con otros tres compañeros, se instaló en el abandonado monasterio de Solesmes (al sur del Condado de Maine), que estaba a punto de ser demolido, restableciendo así en Francia la orden benedictina, desaparecida temporalmente a raíz de los primeros compases de la Revolución. En septiembre de 1837, Gregorio XVI reconoció canónicamente la comunidad y la elevó al estatus de abadía, convirtiéndola a su vez en cabeza de la Congregación de Francia de la Orden de San Benito, creada al mismo tiempo. Desde entonces, la Abadía San Pedro de Solesmes, en cuyo cementerio reposan (por ahora) los restos del Rey de España Javier I, ha venido fundando nuevas comunidades tanto en Francia como en otros pueblos. Una de ellas se instaló en 1948 en los edificios vacíos de un antiguo monasterio en Fontgombault (sito al suroeste del Ducado de Berry, no muy lejos del Castillo de Lignières, actual sede de la Corte monárquica española en el exilio). De esta nueva Abadía Nuestra Señora de Fontgombault –una de las más florecientes de la Congregación, pues supo mantenerse firme en la preservación de la liturgia tradicional en los años duros inmediatos a la imposición del Novus Ordo– han derivado otros monasterios, entre los que se encuentra el de Nuestra Señora de la Anunciación, erigido en 1999 en la localidad estadounidense de Clear Creek (Oklahoma). En 2010 éste pasó finalmente de priorato a abadía, siendo su actual prior el P. Francis Bethel, O. S. B., uno de los monjes estadounidenses de Fontgombault que emprendieron la fundación.

A finales de 2020 el P. Bethel publicó un libro dedicado a la figura del que fuera su guía durante sus años de estudiante universitario, el Profesor de Literatura John Senior, que ha sido recientemente traducido por la editorial Homo Legens (perteneciente al grupo mediático liberal-conservador Intereconomía Corporación), bajo el título John Senior y la restauración del realismo (2023). En la información añadida en la solapa de la portada, se afirma que el monasterio de Clear Creek es un «centro creciente que se ha convertido en un ejemplo de recuperación de vida monástica y vocaciones en Estados Unidos. Si en 2003 el monasterio contaba con 20 monjes, en una década dobló su número, y actualmente supera ya los 50. De hecho, en torno al monasterio ha empezado a reunirse una comunidad de familias laicas». Quizás este fenómeno en particular pudo servir de inspiración en su día a la amena novela El despertar de la señorita Prim (2013), si bien su autora, Natalia Sanmartín Fenollera, no hace alusión a ninguna influencia de esta clase en el prólogo que estampó para la edición castellana del libro de Bethel; en cualquier caso, la escritora gallega sí reconoció en otras ocasiones su deuda con las doctrinas de Senior. Desde luego, lo que no cabe duda alguna es que el polémico libro La opción benedictina: una estrategia para cristianos en una nación post-cristiana (2017), del periodista conservador estadounidense Rod Dreher, no tenía expresamente como base el pensamiento de John Senior, sino teóricamente el del filósofo-político Alasdair MacIntyre, aunque este último rechazaría bien pronto cualquier solidaridad con la tesis antipolítica que impregna dicha obra.

Francis Bethel, más que una biografía, quiso ante todo elaborar una apología de su antiguo maestro, centrándose sobre todo en la defensa del método pedagógico que éste había desarrollado, a lo largo de la década de los setenta, junto a los Profesores de Inglés Franklyn Nelick († 1996) y Dennis Quinn († 2011), dentro de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad de Kansas, en el marco de un plan de estudios especial que recibió el nombre de Programa Integrado de Humanidades (IHP por sus siglas en inglés), o Programa Pearson, por haber tenido como sede el Colegio homónimo sito en dicha Universidad. El Programa comenzó en el curso 1970-1971, y, tras ser puesto por la Facultad bajo supervisión de un Comité Asesor, fue finalmente suspendido en la primavera de 1979. Algunos de los motivos para la cancelación del Programa aparecen resumidos en un Informe de dicho Comité, emitido en mayo de 1978, en el que se aseveraba: «El Comité considera que las principales debilidades educativas del Programa son la falta de tolerancia hacia los puntos de vista divergentes, la estrechez de pensamiento y los prejuicios en la dotación de personal que ha caracterizado al Programa desde su creación en 1970» (p. 558). Extraoficialmente, la causa hay que encontrarla en la generación, como efecto colateral del Programa, no sólo de numerosas conversiones a la Religión verdadera (aparte la del mismo Profesor Nelick, que era anglicano) entre los alumnos, sino incluso también de varias vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. Entre éstas estaba comprendida la del propio Bethel, quien, después de asistir a esas clases entre 1971 y 1974, acabaría ingresando, junto con otros compañeros, en la Abadía de Fontgombault en 1975. En este sentido, como el mismo monje benedictino reconocía, la fundación de Clear Creek, levantada por este grupo de antiguos alumnos en un paraje no muy lejano a dicha Universidad, se podía considerar como un fruto remoto de las enseñanzas impartidas por Senior y sus dos colegas.

El libro consta de cuatro partes. Solamente la cuarta está centrada en la descripción del Programa de estudios Pearson, con el correspondiente examen de los sucesos y circunstancias que condujeron a su supresión. El curso, de cuatro semestres de duración, estaba fundamentalmente pensado para los alumnos de primer año que llegaban a la Universidad, pero paradójicamente no tenía por finalidad inculcar ningún tipo de instrucción característica de unos estudios superiores, sino que se trataba más bien de una labor propedéutica de índole esencialmente formativa. Senior, en sus experiencias anteriores en otras Universidades del país antes de ingresar en la de Kansas a finales de los sesenta, se había dado cuenta de la imposibilidad que tenían sus pupilos de captar siquiera las verdades filosóficas más elementales y patentes, consecuencia de la falta absoluta de todo contacto con la realidad natural en los entornos vitales artificiosos y aherrojantes en que se habían criado y crecido exclusivamente, situación agravada por el tipo de educación puramente «libresca-racionalista» que se les había impartido en las escuelas primaria y secundaria, lo cual ahondaba aún más en ese alejamiento y falta de percepción y relación directa con las cosas del mundo. Ello generaba una atrofia al nivel de los sentidos, las emociones y la imaginación de los jóvenes, que les inhabilitaba para un desenvolvimiento normal de su inteligencia en el orden conceptual. A tratar de solventar esa «discapacidad» es a lo que iba dirigido el IHP, a través principalmente de dos medios pedagógicos: uno era lo que Senior llamaba la gimnasia, entendida en sentido lato como conjunto de actividades físicas que habituara a los alumnos con la realidad en su interactuación con los demás seres de la naturaleza: deportes, excursiones, astronomía a simple vista, manualidades, canto, jardinería, etc.; el otro, complementario, era lo que llamaba modo poético o musical de conocimiento, que consistía fundamentalmente en la lectura de textos de las obras clásicas de la literatura occidental, no para analizarlos o diseccionarlos científicamente, sino simple y llanamente para degustarlos tal cual y comentar sobre los eternos temas humanos que en ellos se manifestaban. El Programa reunía obras de las épocas antigua, medieval y moderna, y no sólo de literatura propiamente dicha (lírica, épica o dramatúrgica), sino entendida de un modo amplio: relatos históricos, tratados filosóficos, libros de las Sagradas Escrituras, biografías, etc.

Tal como lo resumía el P. Bethel: «el IHP se propuso, en primer lugar, preparar a los alumnos en los fundamentos de la filosofía perenne –a saber, que lo real, es realmente real, bueno, bello y maravilloso–, y, en segundo lugar, hacerlos partícipes de la gran tradición occidental. Una vez alcanzados estos dos objetivos, el IHP habría cumplido su propósito. Cuando los alumnos luego miraran la realidad con ojos humanos normales, imaginación, mente y corazón, y escucharan con deleite y asombro a los grandes autores occidentales, podrían avanzar por sí mismos. Podrían pasar a unos estudios superiores, más abstractos, si así lo decidieran. En cualquier caso, tendrían el deseo de aprender. Estarían preparados para buscar las grandes verdades y sabrían dónde buscarlas» (pp. 536-537). O como proclamaba el católico Profesor Dennis Quinn: «Rechazamos la idea de que haya muchas verdades en este mundo entre las que elegir. Decimos que hay una verdad, que se puede identificar y que se puede enseñar. Ésa es la esencia del IHP» (p. 571).

Las tres primeras partes del libro repasan el itinerario personal por el que tuvo que pasar John Senior en la evolución de sus ideas, así como las conclusiones a las que habría de llegar finalmente en materia educativa, base para su Programa de estudios. La primera parte nos relata los años de búsqueda espiritual frente al materialismo y cientificismo imperantes, que Senior creerá culminada en la filosofía oriental-ocultista que subyacía al movimiento cultural-literario del modernismo, iniciado en las postreras décadas del siglo XIX y especialmente difundido en el ámbito anglosajón. Así lo plasmará en su tesis doctoral The Way Down and Out: The Occult in Symbolist Literature, publicada en 1959. Pero el ulterior descubrimiento y lectura de Santo Tomás de Aquino, le reveló la verdadera filosofía del ser, la genuina «filosofía perenne», antítesis de aquella antedicha ideología antimetafísica oriental, negadora del ser, que había considerado hasta entonces como la verdadera interpretación del mundo, y que ahora calificará como la «herejía perenne», identificándola como la raíz en la que se sustentaban los errores que habían ido invadiendo la cultura cristiana occidental desde los tiempos del Renacimiento, y que igualmente estaba detrás de aquella degeneración mental y educativa, conducente a un puro nihilismo, que había sido potenciada a partir de principios del siglo XX en las diversas comunidades civiles y academias de los continentes europeo y americano. Este hallazgo intelectual trascendental fue ocasión también para su definitiva conversión e ingreso en la única Iglesia de Cristo en abril de 1960.

Seguidamente, la segunda y tercera partes del volumen están orientadas a exponer los resultados a los que arribó el pensamiento de Senior en materia educativa, cuyas reflexiones quedaron consignadas principalmente en sus dos grandes obras de referencia: La muerte de la cultura cristiana (1978), y La restauración de la cultura cristiana (1983). El P. Bethel hace un compendio de esas conclusiones al final de la tercera parte: «Senior –comienza subrayando el monje– fue un hombre de principios, y lo fue cada vez más con el paso del tiempo. Comenzó su misión tratando de instruir a sus alumnos en la filosofía para formar su intelecto, pero pronto cambió su enfoque a la literatura, para formar su imaginación, e incluso, a través de un sano contacto con las cosas naturales, para formar sus sentidos. Primero trabajó para que los clásicos antiguos volvieran a la lista de lecturas de la universidad, y luego se dedicó a promover los “mil libros buenos”, como él los llamaba. De nuevo, aunque era profesor universitario, pronto reconoció hasta qué punto sus alumnos carecían de preparación y, por tanto, la necesidad de restaurar la educación secundaria. Más tarde retrocedió aún más para concentrarse en los niveles de primaria y preescolar. Finalmente, se dio cuenta de que lo que había que renovar era el terreno mismo del que crece todo, toda nuestra base cultural, nuestro entorno mismo –la vida familiar y comunitaria–, nuestro trabajo, nuestro hábitat, nuestra ropa, nuestros modales, nuestro mobiliario, nuestras canciones e historias» (pp. 489-490).

John Senior, al trazar el diagnóstico de los males de nuestros tiempos, deducía como única verdadera solución el retorno a un orden social cristiano. A pesar del analfabetismo generalizado que pudiera existir antaño, sin embargo paradójicamente las gentes no dejaban de gozar de una recta educación básica en la gimnasia y la poesía, a través de los medios ordinarios de la familia, la parroquia, el campo y el taller, forjadoras a nivel oral y visual de un adiestramiento intelectual y una cultura cristiana de que carecían totalmente las contemporáneas generaciones de alumnos alfabetizados a través de los mecanismos obligatorios de la educación primaria y secundaria. El método pedagógico promovido por Senior podía servir de remedio ortopédico para mitigar o paliar esas deficiencias en los centros académicos oficiales, pero también era plenamente consciente de que ése no podía ser el remedio ideal. Senior marcaba como punto de inflexión en la aceleración del problema el siglo XIX, «anterior al ascenso –continúa explicando Bethel– del modernismo, del relativismo y del positivismo generalizados, anterior al dominio de la industrialización. Considera que fue el último período en el que fue posible una existencia humana normal, cuando los sentidos, la imaginación y la emoción aún estaban sanos y en contacto con la tierra y las cosas; cuando, en aldeas de tamaño humano de artesanos y agricultores, una música común –literatura, poesía, canciones, historias– surgía de la rica experiencia, cultivaba los vínculos y fomentaba la generosidad y la fidelidad» (p. 491). Especial aprecio mostraba Senior por el periodo medieval: «Para Senior –sigue escribiendo el autor benedictino–, el objetivo de la cultura es la santidad, para la que la Edad Media proporcionó un terreno propicio. […] Después de la Edad Media, los principios perniciosos que surgieron en el Renacimiento y que crecieron en la Ilustración, infectaron progresivamente la civilización occidental, envenenando así el terreno necesario para el cultivo de los santos» (ibid.).

«Por supuesto Senior sabía –añade más adelante Bethel– que no se puede tratar de reproducir simplemente la Edad Media. Eso también sería artificial. “La cultura es un hecho, no una nueva invención o un producto”, escribe Senior» (p. 492). No obstante, la operación aconsejada por el Profesor para la restauración de esas necesarias condiciones sociales en las que pudiese florecer la cultura cristiana, adolecía de aquella falta de visión sociopolítica realista que ha caracterizado siempre a la «Acción Católica» de la Iglesia en sus enfrentamientos pastorales con los síntomas –más bien que con las causas– de la Revolución anticristiana contemporánea. «Debemos empezar –así la sintetiza Bethel– por restaurar un ambiente cristiano de verdad en el lugar aburrido y bajo nuestro alcance. Así, de acuerdo con nuestras posibilidades y el contexto de nuestra existencia cotidiana, necesitamos devolver la realidad y a Cristo a nuestras vidas, en pequeñas formas y lugares. Una cultura formada por una sana gimnasia y una bella música en el hogar, en la comunidad, en la escuela y en el taller, inspirada por una reverente y bella santa misa, por la vida monástica y por la Santísima Virgen María, es el fundamento necesario para una rica sociedad natural y cristiana, y proporcionará un terreno bien dispuesto para la semilla del amor divino en quienes estén inmediatamente implicados» (p. 490). A esto cabría responder con la misma aserción de simple sentido común con que el filósofo rioplatense Rubén Calderón Bouchet († 2012, Caballero de la Orden de la Legitimidad Proscripta desde 2006) confrontaba el típico e irrazonable planteamiento democristiano de que la restitución del poder político cristiano habría de ser mera culminación de una previa labor de restauración de la sociedad cristiana en el seno del actual y subyugante escenario revolucionario: «Si esto es así, las exigencias de la restauración recorrerían un proceso inverso al que impuso la historia, y esta inversión del proceso parece imponerse en vista de la necesidad de romper, en primer lugar, las estructuras político-financieras de los poderes que dirigen la Revolución, y que hacen prácticamente imposible la restauración desde abajo. El poder estatal creado por la Revolución es tan exclusivo, tan absoluto, que no se puede soñar con restaurar el orden social si no se comienza por poner los resortes de ese poder en las manos encargadas de la misión restauradora» (Tradición, revolución y restauración en el pensamiento político de don Juan Vázquez de Mella, 1966, p. 92).

Lamentablemente es preciso señalar que en este punto decisivo (y con independencia del carácter saludable de sus propuestas educativas), Senior parecía favorecer en cierto modo las impolíticas tendencias del liberalismo comunitarista, siempre latentes en la idiosincrasia norteamericana. Su perspectiva un tanto romanticista del pasado preindustrial, le hacía caer igualmente en exageraciones que, a nuestro entender, se parecían en este punto a las del distributismo de Chesterton y Belloc, y que contrasta, por ejemplo, con la más mesurada crítica del mundo industrial contemporáneo que realizaba el filósofo carlista F. Wilhelmsen en su ensayo «Hacia una política de Encarnación» (números de febrero y abril de 1973, Triumph). Por lo demás, cuando se tradujeron sus dos obras capitales al francés en los años noventa, apunta el P. Bethel que unas pocas de entre las «principales revistas católicas conservadoras» en Francia «ofrecieron críticas particulares de mayor enjundia que las de los estadounidenses, al tratar el rechazo de Senior a la tecnología moderna y a los principios generales de las finanzas modernas, así como sus opiniones negativas sobre la posibilidad de entender a Santo Tomás en la actualidad» (p. 617).

No queremos terminar este sucinto repaso al tomo del P. Bethel sin referirnos al impacto que supuso en John Senior las innovaciones, sobre todo en materia litúrgica, impulsadas en la Iglesia al amparo del Concilio Vaticano II, asunto al que el religioso benedictino consagra el último capítulo de la cuarta parte. Estas reformas posconciliares pasarían a ocupar la principal preocupación de Senior en sus últimos años de vida, tras su forzada jubilación académica en 1983 por graves problemas de salud cardíaca. Su pensamiento al respecto se mostró en una serie de ensayos que fueron apareciendo en el quincenal católico estadounidense The Remnant. El punto culminante de su posición se puede comprobar en el artículo «El confesionario de vidrio», estampado con ocasión de las consagraciones episcopales encabezadas por el Arzobispo Lefebvre el 30 de junio de 1988. En ese artículo acababa disipando definitivamente algunas dudas y vacilaciones que hasta entonces había albergado ante la actitud aparentemente «desobediente» del Prelado francés, otorgando en adelante de manera general su apoyo a la HSSPX, a cuyas Misas seguiría acudiendo constantemente hasta su fallecimiento en 1999.

Comentando ese artículo, Bethel anota que, «dejando las cuestiones canónicas y teológicas a los expertos, Senior sitúa el caso en categorías que nos son familiares: “[Los hechos evidentes y los primeros principios de la razón] son anteriores a la argumentación, no tienen nada que ver con la pericia; su mejor custodio es el hombre de la calle. No estamos hablando de argumentos, sino de los fundamentos de la argumentación. Un hecho evidente no es una conclusión científica, sino una evidencia de sentido común que todo el mundo (honesto y en su sano juicio) puede ver”. No hay ningún argumento contra la evidencia. Por lo tanto, Senior sostuvo que “ninguna autoridad, tribunal supremo, rey, papa, o ángel del cielo puede obligar contra los hechos evidentes en peligro claro y presente”. Aplicó esta afirmación a la situación de la Iglesia Católica en la actualidad: “Es un axioma de la obediencia que no se puede oponer el juicio privado a la autoridad. En materia eclesiástica esto significa que el papa es el tribunal supremo de todas las disputas en materia de fe y moral. Pero no se trata de un juicio privado o de otro tipo. Ningún timonel sigue órdenes de ir a toda máquina hacia un iceberg. Cualquiera puede ver que la Iglesia está dirigiéndose directamente hacia el hielo de la incredulidad que se avecina”» (p. 637).

«Senior sostenía –concluye Bethel en su recensión del citado artículo– que era evidente que la Iglesia corría hacia la apostasía y que ni siquiera el papa podía hacer nada ante esta evidencia. Para exponer el hecho evidente del “naufragio de la Iglesia Católica”, Senior enumeró enérgicamente algunos males: “Me refiero a una nueva misa, un nuevo catecismo, una nueva moral, una Biblia fatal traducida, una arquitectura y una música que constituyen un ataque completamente orquestado y ensayado contra la doctrina y la práctica católicas”. Se explayó un poco más sobre cómo la misa estaba conduciendo al iceberg de la incredulidad: “Un hombre bien instruido puede cerrar los ojos y los oídos en una misa del Novus Ordo y saber por sí mismo, de memoria, que esta acción es el mismo sacrificio del Calvario, ofrecido bajo las incruentas apariencias del pan y el vino, pero no es posible que la gente común, y especialmente los niños que no tienen memoria de tales cosas, mantengan la fe ante un asalto a los sentidos, las emociones y la inteligencia”» (p. 638). El P. Bethel, por su parte, se separa de su antiguo mentor en toda esta cuestión, considerándole equivocado en esa postura suya favorable a la HSSPX y consiguientemente denunciadora de los males posconciliares fomentados por los Papas.

En todo caso, y teniendo presentes las reservas y cautelas que hemos ido indicando a lo largo de esta breve reseña, compartimos en líneas generales el juicio con que la filósofa belga Alice von Hildebrand († 2022) quiso coronar su prólogo a la edición original inglesa: «Debemos estar agradecidos al Padre Francis Bethel por haber escrito la vida de este noble don Quijote cuyo amor por la belleza le llevó a Aquel que es la Verdad, la Belleza y la Bondad. El libro es muy recomendable. Tenía que escribirse y beneficiará a todos aquellos que –como San Agustín y John Senior– buscan la verdad» (p. 31).

Félix M.ª Martín Antoniano

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