
El pasado domingo 23 de febrero, en la ciudad de Valencia, el Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta desarrolló su encuentro mensual de formación política, prosiguiendo con el comentario del libro Fundamentos de la política, de Jean Ousset. En esta ocasión fue objeto de exposición la segunda parte del mismo: «Finalidad del hombre y orden social», compuesta a su vez por tres capítulos. Se trata de la parte más extensa y quizá la más rica en contenido doctrinal.
La reunión, que congregó a los amigos más leales del Círculo junto a otros que sin ninguna duda están llamados a serlo, comenzó como es ya costumbre con una oración al Espíritu Santo, a la que siguieron unas cortas pero oportunas palabras introductorias del P. Juan Retamar, que presentó la jornada, agradeció su esfuerzo a los dos ponentes y animó a los asistentes a que aguzaran su atención, dada la importancia fundamental de los temas tratados —de índole principalmente teorética— para poder luego discernir con tino los problemas políticos prácticos y concretos.
De la primera exposición se ocupó Juan Oltra, quien se centró en explicar por qué los dos sintagmas que intitulaban la sesión, en realidad, no pueden ser entendidos como una mera yuxtaposición sino como una verdadera unidad, siendo el primero («finalidad del hombre») indisociable del segundo («sociedad política»). No obstante, y para mayor claridad, su intervención comenzó considerando con una relativa autonomía expositiva la cuestión central del fin del hombre. Así, fue desgranando e hilvanando los conceptos de «bien», «fin» y «fin último», para destacar con ellos que sólo Dios es el fin último del hombre y —utilizando las palabras de Ousset— el «único fundamento serio, razonable e inteligente de la obligación moral». A la aproximación predominantemente práctica y experiencial que ofrece el libro para apoyar un tal aserto, el ponente ayuntó otra consideración más metafísica, relacionada con el vínculo existente entre Creador y criatura racional; consideración que abrió el paso para hablar también de la virtud de la religión como hábito moral de orden natural, aunque (claro está) elevado y perfeccionado sobrenaturalmente por la religión católica, única verdadera.
Con este primer haz de reflexiones concluyó, entre otras cosas, que el fin último del hombre trasciende el orden moral: la actividad ética realiza la ordenada disposición del hombre a su fin, en cuanto por ella el hombre rectifica su voluntad, sus afectos y pasiones, de manera que se haga posible el acto más perfecto y elevado de la criatura intelectual: la contemplación de Dios, en que alcanza su felicidad.
Una vez sentadas estas premisas, el orador pasó a enunciar la afirmación central de su discurso: la ética tiene una naturaleza política; el acto moral es —en su realización perfecta— político. Advirtió que estábamos ante uno de los puntos más profundos y olvidados de la filosofía clásica sobre las cosas humanas, y que en el contexto de su intervención apenas lograría esbozarlo. Para ello comenzó recordando la naturaleza esencialmente común de aquellos bienes formalmente humanos. Y que el Bien por excelencia, la fuente de todo otro bien, fin último del hombre, sólo puede alcanzarse procurándolo como bien común, del que pueden y deben participar muchos: «quien lo posee y quiere seguir poseyéndolo, debe él mismo preocuparse de comunicarlo», al decir de José Luis Widow. O, en palabras de san Agustín: «es éste un bien que no disminuye por el número de todos los que tienden a él contigo. Aquí tienen su origen los deberes que rigen la sociedad humana».
Tras un sucinto repaso al concepto clásico del bien común y su doble dimensión, llegó esta primera presentación a su último tramo, dedicado a sacar algunas de las consecuencias más importantes de esa íntima imbricación entre la finalidad del hombre y su natural politicidad, en conexión con las explicaciones que ofrece Ousset sobre las relaciones entre la persona y la sociedad. Por la necesaria brevedad de esta crónica, aquí reseñaremos sólo uno de los corolarios: la primacía absoluta del bien común, afirmada una y mil veces por Santo Tomás. A diferencia de cuanto afirman los personalistas, la persona no es un bien absolutamente honesto; no es amable por sí misma: sólo Dios lo es. Su honestidad, precisamente por ser participada, no sólo admite sino exige que el hombre —honestamente, dignamente— se haga útil a la comunidad política, a la consecución del bien común.
Estas últimas reflexiones permitieron enlazar con la segunda exposición, a cargo de una joven margarita, que disertó sobre la influencia del orden político en el bien de las almas. Tras unos brevísimos apuntes sobre la relación entre lo «espiritual» y lo «temporal», afirmó la necesidad de buenos gobernantes, buenas instituciones y leyes para el desenvolvimiento normal de la naturaleza humana hacia su fin. Su exposición alcanzó particular brillantez al subrayar que el llamado «culto público» a Dios, obligación grave, no puede sin embargo desolidarizarse del respeto a los principios de orden natural: sin una base de política natural, no puede darse una auténtica política católica. A cuenta de ello, por cierto, uno de los asistentes comentó la importancia de este punto para discernir (en la política práctica) la prudencia de un documento fundamental que emitió la Comunión Tradicionalista en 2009, a propósito del «acto de consagración» de 1919 y su conmemoración.
Ciñéndose al esquema del segundo y tercer capítulo, y apoyándose en citas muy oportunas de diversos Papas, santos y escritores católicos (León XIII, Pío XII, san Juan Eudes, el cardenal Pie, Charles Péguy…), la conferenciante incidió en la importancia de la política en la salvación de las almas, como instrumento extrínseco pero insustituible a la obra redentora de Cristo (análogamente a cómo la recta filosofía es siempre ancilar a la auténtica teología). Para finalizar, y antes de enunciar sus conclusiones, la oradora debeló algunas ideas falsas, pero muy extendidas, respecto a los remedios individuales como solución a problemas sociales. Entre otras cosas, afirmó: «contra los que afirman que el orden social será cristiano cuando los hombres se hayan convertido, Ousset nos recuerda que “la sociedad es el gran medio, la gran condición del perfeccionamiento humano individual y general a la vista de la unión divina”. El orden político natural y cristiano, con sus instituciones y sociedades intermedias restauradas, es el contexto más propicio para que el conjunto de los hombres encauce su vida hacia la virtud».
Un animadísimo turno de coloquio sirvió para contrastar las ideas centrales que se habían expuesto con los planteamientos modernos, y específicamente con las aproximaciones liberal-católicas, democristianas y conservadoras. Que, en una palabra, quiebran la unidad de finalidad del hombre: el fin último dejaría de ser último si la actividad política no lo tuviese expresamente en su horizonte, o incluso prescindiese de él o lo sustituyese por sucedáneos seculares y kantianos (la autonomía de la voluntad, el libre desarrollo de la personalidad, la sagrada dignidad de la persona humana, etc.)
Por último, y tras comentar algunas novedades importantes para la consolidación institucional de nuestro Círculo, de las que también serán debidamente informados los lectores de La Esperanza, pudimos prolongar más distendidamente la tertulia en torno a un suculento y copioso ágape que se alargó hasta las primeras horas de la noche.
Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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