
La Dictadura franquista constaba de tres corrientes políticas, que a modo de canteras le servían para extraer los hombres que habrían de ir prácticamente copando, bajo el patrocinio y beneplácito del Dictador común, todos los altos puestos del sistema a lo largo de su andadura, y a las que fácilmente se las podía identificar como herederas de los tres principales Partidos Políticos derechistas surgidos durante el régimen constitucionalista de 1931, a saber: la C. E. D. A.; F. E. de las J. O. N. S.; y Renovación Española. A los integrantes de cada una de esas familias políticas franquistas, se les adjuntó coloquialmente, de manera abusiva, un determinado apelativo genérico: a los democristianos, liderados por Ángel Herrera Oria, se les motejaba como «los católicos»; los falangistas, absorbidos y acaudillados directamente por el propio Franco a través de su Partido Único, venían a ser «los patriotas»; y a los tradicionalistas isabelinos, capitaneados a partes iguales entre el «Conde» de Barcelona y el «Marqués» de Peralta, se les reservaba la denominación de «los monárquicos».
Los carlistas, precisamente por fidelidad a la genuina esencia y contenido del 18 de julio pactado con el general Sanjurjo, quedaron desde el comienzo de la Dictadura relevados y empujados a tener que continuar en su secular oposición. Pero, a fin de cuentas, una vez sacrificadas sus vidas en la Cruzada, ¿qué necesidad había ya, para el ulterior tiempo de «paz», de esos supuestos defensores de Dios, Patria y Rey, si el liberal Franco podía plenamente surtirse, dentro de aquellas tres familias políticas, de los auténticos y verdaderos «católicos», «patriotas» y «monárquicos»?
Dejando por ahora a un lado a los democristianos y falangistas, queremos aquí una vez más insistir –aun a riesgo de resultar algo pesados– en la disparidad absoluta –tanta como pueda existir entre un contrarrevolucionario y un revolucionario– que separa a los únicos monárquicos españoles con pleno derecho a denominarse así, respecto de aquellos otros que trataron –o tratan, si es que todavía subsistiera alguno– de hacerse pasar por tales.
Dos notas, intrínsecamente entrelazadas la una con la otra, son las que diferencian a los realistas españoles de los pseudomonárquicos. La primera nota se refiere a la razón de la defensa de la Monarquía. La segunda nota, dependiente de la anterior, hace relación a la índole de la acción propugnada en orden a su efectivo establecimiento.
En cuanto a la primera nota, los pseudomonárquicos circunscriben su apología de la Monarquía exclusivamente a un ámbito puramente teorético o ideal, haciendo abstracción de cualesquiera de las realidades que caracterizan concretamente a la única Monarquía española. No es difícil rastrear el origen de esta metodología en las enseñanzas del publicista francés Charles Maurras. Pero quisiéramos subrayar que el problema esencial de los falsos «monárquicos» en el ámbito español no se encuentra en una hipotética adopción de la moral social heterodoxa con que Maurras llenaba comúnmente su método apologético. No tendríamos, en principio, inconveniente en admitir que los «maurrasianos» domésticos, a diferencia de sus colegas franceses, se servían básicamente tanto de las justas razones filosófico-políticas de la escolástica tradicional, como de los pertinentes argumentos histórico-sociológicos tomados a partir de una investigación positiva de los beneficiosos hechos y caracteres distintivos de la multisecular forma política monárquica aplicada a los pueblos españoles, a fin de llegar a la «conclusión científica», no ya sólo de que la Monarquía, hablando en general, sería la mejor forma de gobierno, sino también de que sería, en particular, la mejor forma de gobierno para los españoles. Sobre esto –repetimos– no habría, en principio, complicación alguna.
La dificultad radica en querer elevar ese método, que aporta testimonios o pruebas auxiliares o suplementarias sin duda valiosas y provechosas en pro de la institución monárquica, a la categoría de procedimiento excepcional y exclusivo para la justificación de la misma. Los que así se conducen, podrán denominarse cultores, doctrinarios o teóricos de la Monarquía, pero no monárquicos o realistas propiamente dichos. En el artículo «Juicios promonárquicos de tipo racional, histórico o instrumental (I)» ya trajimos algunas expresiones testimoniales de esta mentalidad por parte de uno de sus más conspicuos representantes, Eugenio Vegas. Basta consignar ahora, como comprobación de lo dicho, las palabras de otra figura representativa de esa tendencia, José Ignacio Escobar y Kirkpatrick. En el prólogo al libro recopilatorio Escritos sobre la instauración monárquica (1955, colección BPA), Escobar apunta como uno de los objetivos editoriales del diario La Época durante la etapa última en que fue su director (1933-1936), «la defensa de la Monarquía como mejor forma de gobierno en el orden doctrinal y muy especialmente para España» (p. 14). A su vez, recalca más adelante que «la argumentación de La Época estuvo orientada desde el punto de vista de que es precisa la implantación de la Monarquía hereditaria, no en virtud de un derecho inmanente de esta institución a gobernar en España, sino por constituir el medio más adecuado e idóneo para lograr, sobre todo en nuestro país, el fin de un buen Gobierno, acorde con las exigencias y derechos de la tradición nacional. Son razones de conveniencia con miras al futuro» (p. 31). Y un poco después añade: «La Época fue siempre fiel a su doctrina. No defiende la causa personal de ningún Rey sino la esencia de la Monarquía» (p. 33).
Esta concepción primordialmente teórico-idealista o tradicionalista de la Monarquía, no impedía, por supuesto, que sus cultivadores se adhirieran a un individuo determinado como símbolo de ella. Este papel teóricamente accesorio o secundario que se le asignaba, permitía una flexibilidad amplia a la hora de elegir al sujeto en cuestión. Por eso, esta doctrina es la que finalmente le vino de perlas a Franco como base ideológica de su autoconcedida totalitaria arbitrariedad constituyente. De hecho, en la práctica es estupenda para cohonestar toda eventual usurpación o intrusión del poder por cualquier advenedizo que quiera presentarse con ínfulas de «monarquismo».
Los realistas de verdad, por su parte, se mueven en el plano de la realidad concreta. No especulan sobre Monarquías en abstracto o proyectadas, sino que se limitan a reconocer, aquí y ahora, la permanente y constante Monarquía española, que es señera y singular por definición. La Monarquía española no es objeto de invención o recreación, sino que existe ya, conformada por unos ordenamientos legales vigentes hic et nunc. Y encarnada en todo momento por unas personas que reciben sus derechos precisamente de esa misma legalidad viva. Como muy bien lo señalaba Rafael Gambra en un artículo de El Pensamiento Navarro (26/02/1974), crítico contra unos pasajes del conocido discurso de Arias Navarro del 12 de febrero en los cuales se ponía de manifiesto la postura de los tradicionalistas isabelinos acogida por la Dictadura franquista: el «Carlismo no es un grupo o un partido, sino la continuidad de la patria en lealtad a su milenaria monarquía. O, dicho de otro modo, que un carlista consciente no lo es por seguir a un determinado Carlos María Isidro o por adherirse a un acto fundacional de aquí o de entonces, sino precisamente por lealtad […] a la legitimidad de su monarquía. Legitimidad que no se inventa». Y concluía afirmando: «Esa legitimidad es una, objetiva; muchos dieron su vida por ella, pero no altera su carácter vinculante el que la defiendan millones o la defienda uno solo. […] El Pensamiento Navarro, depósito de una legitimidad que se identifica con la Monarquía [española], debía decir esto […], para que no quede sin voz la sangre heroica de nuestros mártires». («Las razones de una monarquía», reproducido en Tradicionalismo y Carlismo, colección De Regno, 2020, pp. 105-106).
En última instancia, únicamente los carlistas son los verdaderos monárquicos, porque sólo ellos actúan como católicos coherentes en la vida comunitaria. El acatamiento y respeto a la legalidad, proviene de una obligación de la moral católica. Y puesto que esa legalidad preconstitucionalista refleja una configuración o disposición sociopolítica monárquica, los católicos carlistas no pueden sino ser monárquicos. Finalmente, el derecho que nace de esos cuerpos legales, consagra una legitimidad en favor de sucesivos titulares, que implica la debida lealtad y obediencia hacia ellos por parte de esos mismos católicos. Como se puede observar, la perspectiva con respecto a los tradicionalistas isabelinos es diametralmente contraria.
Félix M.ª Martín Antoniano
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