
En un anterior artículo hacíamos alusión a la necesaria componente mística y metafísica de la doctrina de los tres grandes filósofos clásicos. En este sentido, se ve claro que aceptaban el mythos como una forma de acceso y de transmisión de conocimiento. Fijémonos en la importancia que otorgan al ritmo y el orden, la apuesta de estos grandes por la viveza de la expresión oral y su respeto por la tradición de los mitos antiguos. Y no cualquier tradición, sino aquel testimonio de un origen al abrigo de lo divino, que muestra los efectos de la participación de esta Belleza original en el hombre, cuando, al adentrarse con su pequeñez hacia su contemplación, es capaz de reproducirla en sus creaciones, como pueden ser la poesía o la pintura. La actitud de estos filósofos hacia el arte y el mito no entrañaba para nada una finalidad estética superficial, sino la búsqueda del equilibrio y la belleza, que son, en definitiva, iguales a Verdad.
Si hoy en día exploramos el significado del vocablo mito, podremos concluir que nos encontramos ante una palabra polisémica que, además, nos abre un sinfín de caminos, algunos de los cuales trataremos de rastrear en este modesto ensayo. Así, iniciamos el recorrido haciendo la consulta de la palabra mito en el «Diccionario de la Lengua Española» y vemos que, además del nombre de un ave, la primera de sus acepciones es: «narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico». A continuación leemos otros significados: «historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana; persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima; y persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene». Observemos que, en todos sus sentidos, en la definición referida, hay una relación del mito con la fantasía, la divinidad y, en menor grado, con la falta de verdad. Para cerrar esta breve introducción, solo queremos reseñar que el origen de la palabra que nos ocupa es mythos, proveniente del latín, la cual fue adoptada a su vez del griego, y que su significado original es palabra, narración o relato. Al parecer, pues, radicalmente –quiero decir en su origen– no encontramos ninguna relación con la mentira o el engaño en la etimología del concepto mito, pero sí en su definición actual.
Pues, podríamos afirmar que reina un acuerdo entre iluminados, «científicos» y modernos de turno –el maldito consenso–, según el cual, en la Grecia clásica se produce el «progreso» del mythos al logos. Nos dirán, estos intelectuales, que esto se da porque en este momento de la historia se produce el desarrollo de la filosofía por parte de los clásicos, algo que se enmarcaría en una mágica maduración de la sociedad en el transcurso del tiempo. Pero nosotros respondemos que aceptar esta premisa de forma simple y acrítica supone dar el primer paso en la arriesgada pendiente que conduce cuesta abajo al error garrafal. Esta diferenciación entre mito y logos no es en ningún caso una superación de uno sobre otro, sino simplemente esto, una diferencia, una clasificación u ordenación basada en la desigualdad de dos realidades y en las características de cada una de estas dos sendas por las que podemos llegar al conocimiento verdadero. Como dirá Rafael Gambra en El lenguaje y los mitos (1983), en todo pensamiento humano existe un plano racional y otro imaginativo y aunque ”puede decirse en un sentido que el progreso del hombre –y el de la civilización– estriba en un lento predominio del logos sobre el mythos … más cabal sería afirmar que consiste en una armonía entre esos polos del espíritu humano, de modo que ni la razón se sienta prisionera del mito, ni tampoco el sentido religioso del mito quede reducido a mero objetivo de la crítica racional”. Y de esta misma forma, según nos cuenta el filósofo español, lo transmite Platón cuando critica con dureza la pretendida racionalización, poco afortunada, del mito por parte de los sofistas de su tiempo.
En esta línea, Santo Tomás afirma en la Suma Teológica que: «Es imposible que nuestro entendimiento, en el presente estado de vida, durante el que se encuentra unido a un cuerpo pasible, entienda en acto algo sin recurrir a las imágenes». El Aquinate, en su doctrina del conocimiento, nos da luz acerca de las diferentes potencias del alma dispuestas en orden a la comprensión de la realidad. Un alma que conoce el mundo que nos rodea a través de los sentidos (que forman imágenes de lo externo e interno) y, mediante la abstracción, nos hace conocedores de los universales de la realidad. Finalmente, por extensión, asimilamos nuestra naturaleza creada y la relación con Dios. Pues bien, haciendo una analogía al estilo de Platón, una sociedad tenderá a la perfección, a la felicidad de sus miembros, si ordena sus mitos a la Verdad, de la misma manera que el hombre ordena naturalmente la imaginación al conocimiento intelectivo.
Y así, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que en la Grecia clásica no hablaríamos de ninguna dialéctica de contrarios y que no hay en los grandes filósofos griegos ni una consciencia de sustitución de una era del mito por una era del logos, ni una oposición incondicionada al conocimiento mítico. Bien al contrario, nos encontraríamos en la culminación del devenir histórico, un desenlace afortunado o providente, por el cual el hombre aprende a ordenar esos dos planos, el racional y el imaginativo (de los que Gambra y Santo Tomás nos hablaban) y por el que debemos dar gracias. A ojos de Voegelin este momento fraguaría, como fruto, una nueva sociedad que desdiviniza el mundo creado y que provoca el principio del fin del politeísmo.
Debemos preguntarnos, entonces, por qué el concepto de mito adopta hoy en día esta relación tan directa con la falsedad. Ya que, es muy típico de los wokes pretender desmitificar errores a los pobres profanos o hacer listas de “mitos” que hay que desechar para ser un «buen ciudadano» y comportarse como el prototipo de individuo de la masa cretinizada, si usamos términos del gran de Prada.
Veamos cómo trata el conocimiento mítico el neokantiano Karl Popper –el creador de cuentos, siervo del conde Bertrand Russell y maestro del siniestro y oscuro George Soros–. Este, en su novela de ficción La sociedad abierta y sus enemigos, ya en el año 1945, marca el camino, a su comparsa de liberales, de lo que vendrá a ser el uso contemporáneo de «las teorías de la conspiración», ligándolas al conocimiento mítico, y las dispone para ser usadas como arma arrojadiza contra quien no se someta al discurso oficial de las oligarquías, que, discreta y astutamente, él protegía. El austriaco, en un ejercicio de cinismo y supremacismo, trata a la mitología griega de superstición con estas palabras:
En sus formas modernas [la teoría conspirativa de la sociedad] es un resultado típico de la secularización de una superstición religiosa. Ya ha desaparecido la creencia en los dioses homéricos cuyas conspiraciones explicaban la historia de la guerra de Troya. Así, los dioses han sido abandonados, pero su lugar ha pasado a ser ocupado por hombres o grupos poderosos –siniestros grupos opresores cuya perversidad es responsable de todos los males que sufrimos– tales como los Sabios Ancianos de Sión, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas.
Nos adentraremos otro día en el tema de la introducción moderna de palabras, como mitomanía o conspiranoia, que relacionan el mito, la conspiración y la falta de salud mental. Pero, centrándonos en lo que se refiere a la denigración de lo mítico les preguntamos: ¿creen que esta declaración de Popper responde a una actitud aislada? Pues la respuesta es no, sino que es un trabajo de cooperación de todas las expresiones de la modernidad.
Algunos autores de la línea fascista que elabora un “tradicionalismo” esotérico y gnóstico contribuyen también, con esfuerzo, a la tarea de los postmodernos de reforzar este valor peyorativo al significado de mito, ligado a la irrupción de la filosofía en Grecia, pese que hemos comprobado que la etimología no es concluyente en este sentido. Citemos al rumano Mircea Eliade (Mito y realidad, 1985):
Es la cultura griega la única en la que se sometió al mito a un largo y penetrante análisis, del cual salió radicalmente ‘desmitificado’ … Si en todas las lenguas indoeuropeas el vocablo ‘mito’ denota una ‘ficción’, es porque los griegos lo proclamaron así hace ya veinticinco siglos.
Finalmente, veámoslo desde la óptica del feminismo sistémico. Son palabras de la filóloga Mercedes Madrid Navarro (La dinámica de la oposición masculino/femenino en la Mitología griega, 1991):
En la cultura occidental la palabra mito suele ir asociada a los relatos de las hazañas de las divinidades y héroes del mundo antiguo y suele sugerir un tiempo fabuloso y lleno de encanto, pero también ingenuo y sometido a creencias erróneas, propias de civilizaciones primitivas que se caracterizan por la existencia de formas de pensamiento no sólo anteriores, sino también inferiores al conocimiento científico.
Es claro, pues, que está relación mito- conocimiento inferior o falso, ha forjado un molde o arquetipo en el pensamiento contemporáneo, tanto en el plano cotidiano, como en el “científico” y “filosófico”, donde predomina la idea de lo mítico como lo supersticioso, engañoso, retrógrado o antítesis de la razón y, en todo caso, solamente es permitido como expresión “artística” en la línea existencialista y postmoderna, esto es, aleatoria o espontánea y de libre interpretación.
Para ser justos, cabría decir que ya estaría vigente cierta relación semántica del mito con el error en la Edad Media. Esta idea también la apunta Gambra. Pero dicha relación con el error se daría más como medida de control, como la virtud del punto medio, y en vista a la custodia del conocimiento de la realidad, la Revelación y el Magisterio. En ningún caso habría tomado la inmensidad, ni el desprecio, que le brindan los modernos. Pues no se puede decir que el pensamiento cristiano se opone al saber extrarracional como forma de conocimiento. Al contrario, lo circunscribe en orden a un entendimiento de la realidad al completo. Veámoslo de nuevo directamente de don Rafael Gambra:
Durante los siglos cristianos… lo sobrenatural o numinoso se situó dentro del dominio o competencia de la iglesia… [que] procuró, por su parte, la constante clarificación racional de ese contenido de la fe mediante la delimitación del dogma y los estudios de teología revelada y racional… No han conocido los siglos lucha más constante y tensa contra la irrupción mítica y contra los seudosaberes ocultistas que la sostenida por la Iglesia en todo lo exterior a ese ámbito delimitado de la fe y los sacramentos.
Es más, no olvidemos que tampoco Nuestro Señor Jesucristo transmite la Revelación solamente por el logos, sino que usa frecuentemente parábolas, signos y símbolos –de alguna forma imágenes–. El Antiguo Testamento está plagado de mitos o auténticos poemas que nos narran, entre otros, los orígenes de nuestros ancestros y las vicisitudes que el pueblo de Israel transita en la historia. Y qué decir del Nuevo Testamento, donde, por ejemplo, en el libro del Apocalipsis, San Juan también se vale de las figuras y símbolos para realizar su cometido, que no es otro que revelar, en lenguaje profético, la Verdad venidera.
Decía Francesc Canals, citando a San Agustín, que todo lo creado es bueno, pues lo que es obra del Padre no puede ser malo. Así, el mal provendrá de la soberbia del hombre cuando se orienta a lo creado desordenadamente en busca de un bien parcial. Por poner un ejemplo, la belleza de un cuerpo no es mala, pero sí lo es el deseo o el acto de fornicación. Del mismo modo, ni el conocimiento por el mito ni por el logos son malos. Pueden ser, eso sí, tanto uno como el otro, desordenados y sometidos al servicio de la soberbia, el engaño, el sofisma, la gnosis o al non serviam. Y en esto último es donde recae la esencia del problema: la maldad no reside en el tipo de conocimiento, sino en la desviación de la finalidad a la que se ordena. Y, cuando hay una desviación continuada en el tiempo, suele haber una intencionalidad. Sobre todo, cuando vemos que la sociedad cristiana había establecido controles para evitarlo.
Entonces, vislumbramos ya esa raíz del gnosticismo, un movimiento que no tolera la no divinización del mundo creado y del hombre, y que trata por muchas vías, e infructuosamente, durante muchos siglos, de aguar el vino de la Revelación y por extensión, de la Verdad al completo. Una Verdad que los Padres, los escolásticos y demás prosélitos, defendieron con la palabra, la obra y sin omisión. Vean si no el capítulo «Una meditación sobre los maniqueos» en el Santo Tomás de Aquino de Chesterton (1934).
Joan Mayol.
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