¿Qué significa ser monárquico español? (y II)

A los racionalistas «monárquicos» no les queda más remedio que abogar por una instauración de nuevo cuño

El ex carlista devenido (vía opusina) en tradicionalista isabelino Federico Suárez Verdeguer (dcha.), posa junto a Felipe Schleswig, tercer Presidente de la República fundada por Franco. (Foto tomada de la hemeroteca de "ABC", realizada el 29 de mayo de 1975)

Esto nos lleva a la segunda nota diferenciadora entre los realistas españoles y los pseudomonárquicos, relativa a la actuación pública que es menester seguir en torno a la efectiva restitución de la Monarquía. Es una consecuencia necesaria de la nota anterior. A los racionalistas «monárquicos» no les queda más remedio que abogar por una instauración de nuevo cuño; todo lo perfecta, funcional, e ideal que ellos elucubren, pero instauración en definitiva, libre de cualquier ligazón o vínculo con una realidad anterior perdurable. En cambio, los monárquicos españoles, en virtud precisamente de esa ininterrumpida continuidad legal y jurídica de la sola, específica e insustituible Monarquía española, luchan congruentemente por la restauración efectiva o fáctica de una institución que nunca ha dejado de mantenerse y pervivir de iure a través de sus consecutivos legítimos propietarios.

Franco, naturalmente, también recibió con gusto esta segunda nota de los pseudomonárquicos, insistiéndose siempre durante su Dictadura en que la «Monarquía» erigida por él habría de ser una instauración y no una restauración. En el fondo, esto demuestra la situación revolucionaria en que verdaderamente se encuentran anclados los tradicionalistas isabelinos, por mucho que protesten de «antiliberales» o «contrarrevolucionarios» en sus proclamas. En otro artículo publicado en 1984, titulado justamente «¿Restauración o instauración?», Rafael Gambra ponía una vez más en evidencia las contradicciones y debilidades inherentes a esa corriente política.

El ilustre filósofo carlista recordaba que ese discurso «instauracionista» extendido en el franquismo, «se había apuntado ya en el seno del movimiento Acción Española, que aglutinó durante los años de la República a escritores y políticos de carácter [pseudo]monárquico-tradicionalista. Muchos de entre ellos permanecían fieles, por vinculación familiar, a [Alfonso], si bien propugnaban que el retorno del mismo (o de su hijo) se realizara, no bajo el signo de una Constitución liberal, sino con la plenitud de poderes y la estructura básica de la antigua monarquía [española]. De aquí que, por ejemplo, Eugenio Vegas Latapié –secretario de la revista Acción Española–, insistiera ya en que la futura monarquía habría de ser objeto de una instauración y no de una restauración, significando con ello que debería ser radicalmente distinta de la [estructura] depuesta –o dimitida– en 1931» (op. cit., 108. Los subrayados son suyos).

Frente a ese falaz planteamiento de la cuestión, Rafael Gambra sitúa a continuación la discusión en sus lógicos y reales términos: «Hubiera bastado para deshacer este equívoco o impropiedad terminológica con distinguir netamente entre la antigua monarquía [española] que cesó [fácticamente] con Fernando VII y la [anti]monarquía constitucional o liberal que comienza con Isabel […] y que […] había llegado hasta 1931. Y aclarar, simplemente, de qué restauración (pero restauración siempre) se trataría. Y ello en razón de que la aceptación por parte de la [estirpe isabelina] de la Constitución como expresión de la Voluntad soberana del pueblo no fue una simple reforma o accidente de la monarquía [española], sino la asunción de un poder nuevo, incompatible con el principio monárquico y con el fundamento religioso del anterior régimen. […] Se salía así de lo que, de forma genérica, podría llamarse un “régimen de Cristiandad”, para entrar en otro “moderno” o antropocéntrico, nacido de la Revolución francesa. Esta sencilla distinción –por lo demás, evidente– hubiera evitado ese recurso a una “instauración” que repugna a toda monarquía histórica y hereditaria. Sin embargo, no era fácil su admisión para los [pseudo]monárquicos alfonsinos, puesto que otra rama dinástica reivindicaba desde hacía un siglo, y a costa de guerras y exilios, la causa de la monarquía pre-liberal […]. Lo mismo ocurriría durante la época de Franco, con el agravante de que los únicos monárquicos que, como tales, habían combatido en las filas del Alzamiento […] eran los leales a la otra rama dinástica, es decir, los carlistas» (pp. 118-110. El subrayado es suyo).

Seguidamente Gambra aborda otra falacia típica proveniente de los cuarteles del tradicionalismo isabelino, y que de hecho tiene un origen que se remonta a los espurios alegatos tradicionalistas del constitucionalismo gaditano. «Aun aceptado –comenta el gran maestro legitimista– que no se tratase de una “instauración” y que se excluyera una restauración de la [anti]monarquía liberal del último siglo, no faltaban quienes seguían cuestionando la monarquía de cuya restauración se trataba. Porque es frecuente en España la idea de que el advenimiento de la Casa de Borbón en 1700, con su ataque a los fueros aragoneses y las leyes de Nueva Planta, supusieron el final de la anterior monarquía […] española y el comienzo de otra de corte afrancesado. Pienso que en este caso se incurre en una falta de discernimiento entre lo que es esencial en la evolución de un régimen (hasta cambiarlo de naturaleza) y aquello otro que es accidental, es decir, errores de gobierno o corrupciones circunstanciales. En esta misma línea crítica también se ha dado la opinión de que los Austrias introdujeron un absolutismo ajeno a las genuinas tradiciones políticas de nuestra patria, con lo que se llegaría a la conclusión absurda de que sólo los Reyes Católicos –y de precario– habrían representado a la verdadera monarquía española, puesto que sus predecesores fueron soberanos de reinos diversos todavía independientes. Creo preciso distinguir entre lo que es de iure y de facto en el fundamento y en la continuidad de un régimen político. Por muchos que fueran los errores, las desviaciones o las corruptelas de facto, la monarquía […] española perdura de iure desde sus orígenes en la remota Reconquista hasta la muerte de Fernando VII, cualquiera que sea el juicio que históricamente nos merezca cada reinado. Fernando VII nunca aceptó voluntariamente el principio constitucional ni sometió a él sus títulos […]. Es con Isabel […], en su minoridad, cuando la [usurpación] en el poder […] reconoce la Constitución como origen y fundamento de su propio poder, y se convierte de iure en algo distinto de lo que había sido durante más de un milenio» (pp. 110-112).

Y sentencia Gambra unas pocas líneas después: «la monarquía que de iure reivindicó el Carlismo era la misma que –con defectos fácticos o históricos– estuvo vigente hasta Fernando VII. Así lo entendieron también los españoles a lo largo de su Historia al permanecer siempre fieles al Rey como Señor natural y encarnación de una única monarquía multisecular, por más que pudieran amotinarse contra determinados ministros (Olivares, Godoy) o contra disposiciones perturbadoras (motín de Esquilache)» (p. 112).

Así pues, a diferencia de los tradicionalistas o teorizantes idealistas-positivistas isabelinos –quienes en realidad nunca dejan de ser funcionales a la Revolución–, la Bandera de la Legitimidad Proscripta no se fundamenta primaria o exclusivamente en indagaciones de filosofía política y estudios o análisis positivos de datos sociales e históricos; todo lo cual, sin duda, de manera subordinada, tiene igualmente su propio valor en la medida en que con ello se llegue a conclusiones o demostraciones correctas y acertadas sobre la conveniencia de la forma política de la Monarquía, ya sea tomada en cuanto tal o especialmente en conexión con sus ventajas para las comunidades políticas españolas en su devenir histórico. Sino que, como su propio nombre indica, se cimenta sobre la lealtad a una persona determinada, que goza de la legitimidad política-monárquica española en virtud de una legalidad concreta que nunca ha podido ser cancelada por la Revolución y que persiste plenamente en su fuerza y validez jurídicas; legalidad que, por lo demás, los preceptos de la moral católica nos enseñan a sostener y defender (a excepción de las leyes puntuales contrarias a la ley natural, si es que hubiese alguna), habiendo de ajustarse a esta obligación los legitimistas españoles precisamente en su condición de católicos, cualidad principal de la cual los solos y auténticos realistas o monárquicos españoles derivan consecuentemente todos los antedichos deberes morales en el orden civil o secular. Esa lealtad al titular legítimo se traduce en la debida restitución de ese poder que de iure le corresponde en caso de que no se encontrase en la efectiva posesión del mismo, motivo por el cual la Causa carlista tiene como propósito una simple y llana restauración, conseguida la cual perdería por fin su razón de ser opositora o contrarrevolucionaria.

Félix M.ª Martín Antoniano

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