
En más de una ocasión se nos ha preguntado, por auténtica curiosidad o por malicia, qué tiene el carlismo que decir acerca de la democracia. Cuestionamiento que suele acompañarse del recordatorio de que así como ninguna forma de gobierno ha sido específicamente condenada por el magisterio eclesiástico, tampoco alguna ha sido consagrada como única admisible o, siquiera, como preferible entre las demás. Señalamiento verdadero pero, desafortunadamente, también superficial, y respecto al cual querríamos aprovechar la ocasión para aclarar el malentendido a quienes se acercan por primera vez a la cuestión.
Toda corporación humana debe contar con dos elementos básicos: una finalidad que justifique su existencia y, en segundo lugar, una organización proclive a la consecución de dicha finalidad. Y en tal línea podemos concluir que todo cuerpo político, para ser auténticamente tal, debe contar con dos elementos fáciles de recordar: la consecución del bien común como finalidad y una organización que permita lograrla.
Pues bien, cuando se discuten las célebres formas de gobierno aristotélicas (cuando menos las tres íntegras), lo que se está discutiendo es principalmente el segundo elemento: el organizativo. Y en efecto, en el plano meramente organizativo cada forma de gobierno parece tener sus cualidades y problemas, sin que ellos por sí mismos nos permitan tomar una postura tajante y universal. Pero sólo hasta ahí tienen razón nuestros objetores. En ese punto se detiene la sensatez de su análisis y a partir de él su brillante inspiración inicial comienza a tropezar: algo así como el punto a partir del cual el bebedor ya no es capaz de caminar en línea recta.
Para poder evitar tal limitación es necesario tomar en cuenta que ya en las fuentes antiguas —no es una innovación tomista—, hay elementos para afirmar que se tuvo conocimiento de que todo régimen existente —desde la pequeña pólis griega hasta el gran espacio imperial— era necesariamente mixto, y que la distinción entre las formas puras de gobierno era útil para efectos más bien didácticos que propiamente gubernativos, aunque en algunas ciudades fuera posible en aquellos años advertir una tendencia predominante a alguna forma particular de gobierno.
Punto que cualquiera que en nuestros días tenga un mínimo de experiencia corporativa o empresarial puede confirmar con facilidad: la realidad consuetudinaria y estatutaria suelen desde antaño atribuir algunas decisiones a la asamblea de socios (democracia), otras al consejo administrativo (aristocracia) y buena parte al director o gerente (monarquía). Orden que se observa incluso cuando las corporaciones en cuestión apenas reúnen el número mínimo de socios para constituirse: generalmente dos.
Y si en corporaciones tan pequeñas es posible ya advertir un régimen mixto, ¿cuánto más en las de complejidad tal como una ciudad de miles, decenas de miles, o cientos de miles de habitantes? ¿Realmente se puede creer que los antiguos eran tan ingenuos como para no advertir la cuestión? Después de todo, aunque Aristóteles con toda razón veía similitudes entre el gobierno familiar y el monárquico, en las propias instituciones a las cuales se refería, como los antiquísimos consilium domesticum y comitia curiata del otro lado del Adriático, había visos de mixtura, por lo que debemos evitar la simplicidad con la que los filósofos modernos suelen abordar la cuestión. Las fuentes antiguas contienen matices que los medievales, a diferencia de ellos, eran capaces de ver.
Quédese el lector con lo siguiente: todo régimen es necesariamente mixto, pero hay de mixturas a mixturas, y en sus respectivos detalles se cifra la distinción entre la sabiduría y la insensatez. ¿Pero qué defiende entonces un «monárquico»? ¿No está defendiendo una forma de gobierno? No en cuanto forma de gobierno, pues no defiende una organización posible entre otras. El moderno que lo crea así ha sido víctima del minimalismo formativo.
Lo que defiende el legitimista, el monárquico, el contrarrevolucionario, el «obscurantista» si se quiere, es la mixtura de las tres formas íntegras de gobierno que se había logrado en la Cristiandad y que, en buena medida, todavía se conservaba en el llamado «Antiguo Régimen». Defiende la monarquía apoyada por la aristocracia en un contexto de amplio sufragio corporativo y en las Cortes, que constituye su elemento popular. Mientras lo que defiende el innovador, el republicano, el revolucionario, el iluminista, a veces incluso sin quererlo o entenderlo, es la mixtura de las tres formas corrompidas de gobierno que en las repúblicas modernas se observa sin excepción: un tirano sustentado por una oligarquía que domina y manipula al pueblo a través de la democracia. De donde se podría concluir que, en realidad, sólo existen dos tipos de régimen: el legítimo y el ilegítimo. Y para el medianamente atento no es difícil discernir cuál es cuál.
¿Por qué, entonces, se le suele llamar «monárquico» al legitimista, considerando que no defiende una forma de gobierno sino el reino como régimen mixto y cuerpo político? La nomenclatura ha variado según las circunstancias. Así como al legitimista en las Españas peninsulares se le llamó «carlino» y luego «carlista» por su lealtad a don Carlos V, y al legitimista novohispano se le había llamado «fidelista» por su fidelidad a la patria y a Fernando VII contra la Revolución de estas tierras, como hoy a veces se nos llama «tradicionalistas» por nuestra defensa de la tradición política católica, el nombre depende de las circunstancias y de lo que se desea resaltar en el momento.
Pues bien, lo que se deseaba resaltar cuando se acuñó el término «monárquico» era la defensa del reino en su integridad a través de la lealtad a su cabeza, el rey, como también los revolucionarios atacaban la cabeza con la intención de destruir no la monarquía como pieza sino el reino en toda su realidad institucional: como cuerpo político. Propósito que, desde luego, han logrado mediante el asesinato de los reyes o al menos mediante su substitución por marionetas ilegítimas, dirigiendo siempre sus ataques a la cabeza por comprender que, caída ésta, el resto del cuerpo sucumbe con facilidad, como se advierte en el símbolo de la decapitación de Luis XVI.
De modo que ya sabe, querido lector, qué responder a los modernos que, creyéndose sapientísimos por invocar la única etimología que recuerdan, creen que los monárquicos defendemos lo que defendemos por obsesión con «el gobierno de uno».
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.
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