
En cada época de la historia del Carlismo, que lo es de la Contrarrevolución española, podemos encontrar siempre un arquetipo de carlista que supo vivir en la consecuencia del ideal, entre los muchos ejemplos de incoherencia que aquella historia también nos ofrece. Uno de esos arquetipos, quizás el mejor de todos, si no es atrevida afirmación tratándose de una Causa dos veces secular, lo encontramos en la persona de don Manuel Fal Conde (1894-1975).
Nombrado en 1930 jefe regional de Andalucía Occidental por Don Jaime de Borbón para el Carlismo, por un lado, y por Juan de Olazábal para el Partido Integrista, por otro, se produce en su persona la unificación de ambos movimientos en la región, preludio de la definitiva vuelta de los integristas a la gran casa solariega del Carlismo un año después. Fal Conde, ese «verdadero viejo carlista», en palabras de Don Alfonso Carlos, será el gran líder del tradicionalismo español durante los siguientes veinticinco años.
El testimonio que hoy nos ocupa se trata de una carta dirigida al General Franco en agosto de 1945. Entonces el Carlismo perdía la paz después de haber ganado la guerra y don Manuel Fal Conde sufría injusto confinamiento desde hacía casi seis años. En medio de una persecución solapada, pero sistemática, el carlista andaluz demanda su propia libertad y la libertad política del Carlismo en un documento de primer orden de importancia para nuestra memoria histórica, hoy ignorada por muchos, incluso autodenominados carlistas.
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Excelencia:
Bastarían los seis años próximos a cumplirse de mi confinamiento, para que tuviera harta razón al romper mi voluntario silencio y demandar mi libertad. Confinamiento impuesto por orden de V.E. como reacción contra ciertas aclamaciones de que fui objeto en Pamplona en Octubre del 39, durante el entierro del General Sanjurjo, sin habérseme formalizado expediente, admitido defensa, ni concedido trámite para recursos; confinamiento fundado en actos ajenos —que no míos— perfectamente lícitos, de noble sentimiento carlista, no previstos ni penados en ley alguna, e impuesto sin duración prefijada y al que han acompañado todas las conculcaciones imaginables de mis derechos naturales y de ciudadanía: censura de la correspondencia, estrecha vigilancia, sujeción a dilatorios trámites para viajes profesionales. A esta política de persecución gubernativa se ha juntado como natural aliada la difamación, intentada sistemáticamente contra mí y a la que V.E. mismo ha colaborado en el prólogo que recientemente ha escrito para las obras de Pradera.
Nunca caí en la inmodestia de considerar que esas medidas se encaminaban contra mi persona particular. Antes al contrario, han ido contra la representación que tengo de la Comunión [Tradicionalista] en cuanto su existencia extralegal y la conservación de sus postulados opuestos al signo falangista significaban una peligrosidad para éste. Buena prueba ha sido el desdén oficial a las numerosísimas peticiones de mi libertad que en diversas épocas han elevado a V.E. los carlistas españoles.
Al modo que ejemplarmente vienen éstos demostrando que son tan firmes en la no colaboración con el régimen nacional-sindicalista, como sufridos y resignados en el padecer, mi silencio ha sido la única contestación que he querido dar a tan injustificadas medidas gubernativas. Y bien puedo asegurarle que no es el agotamiento de la paciencia el que motiva esta petición, ni el justificado afán de libertad el que mueve este acto. Es, en cambio, un impulso superior, que gravemente apremia, el que me obliga en conciencia a reclamar mi libertad.
Reclamar ante la Jefatura del Estado mi libertad, no sólo en el sentido natural y humano de la vida particular y profesional, del respeto al domicilio y la correspondencia, de la libertad de viajar y relacionarse, sino en un alcance más trascendental, el de la libertad política para actuar en desarrollo del pensamiento tradicionalista, en preparación de la conciencia pública y defensa de la Patria contra los gravísimos peligros que la amenazan.
Porque somos la única reserva de la Patria. En contra de lo que la prudencia impone en lo política, como en lo militar su táctica, en España la política oficial ha querido quemar las reservas y cerrarse la retirada. Ni siquiera la reserva extraordinaria y heroica que en graves crisis sociales representa el ejército puede tener hoy en España una suficiente realidad política: base sustentadora del régimen falangista, y consumidos sus hombres más representativos en cargos de naturaleza y responsabilidad política, difícilmente puede ser hoy el ejército una solución, y menos cuando en el mundo triunfa como norma la dirección civil de los negocios públicos.
Pese al intento de absorber la Comunión en el Partido oficial y a la tenaz voluntad persecutoria del Gobierno, la Comunión Tradicionalista está en pie. Una impresionante estadística de nuestros encarcelados, confinados, obreros condenados al hambre por despidos de inspiración partidista, demuestra más palmariamente que los repetidos documentos dirigidos a V.E. en discrepancia con la orientación totalitaria del Estado, nuestra abstención en las tareas de gobierno, cuyos rumbos tenemos denunciados como dispares del nobilísimo pensamiento que justificó el Alzamiento Nacional y del legítimo bien de la Patria. Esta vez es la reserva incontaminada.
En vano se seguirá tratando de ocultar al pueblo amargas realidades. Saltando por la absoluta ausencia de libertad de prensa, éste percibe confusamente la verdad de que en lo exterior amenazan a España peligros gravísimos que las más altas representaciones del mundo han declarado que afectan, más que a la Nación, al régimen que hoy la representa, produciéndose en lo interior la inquietud y la desesperanza más desoladoras. Agotado el crédito de confianza, faltos de orientaciones y sumidos en confusiones pavorosas, no puede darse estado espiritual más propicio, consiguientemente, a cualquier mortal sorpresa.
En un régimen concebido en moldes tan estrechos que sistemáticamente no admite su propia continuidad política, en el que la sabia concepción de las instituciones sufre la sustitución por el mero significado personal de un Caudillo, y en el que se suplanta el ambiente de libre exposición de las ideas, que es natural a todo régimen de constitución cristiana, por una artificiosa propaganda y por ficciones y convencionalismos, ¡qué extraño es que el propio Jefe del Estado no alcance otra visión ni de los peligros ni de las defensas, que la que permita la falta de transparencia de ese mismo engañoso ambiente! Cuanto más si el acceso a la Jefatura del Estado con la exposición de estas crudas verdades viene arrastrando persecuciones sin cuento.
Ciertamente que la única solución es la monarquía tradicional. Pero no basta mantener ante la Jefatura del Estado que el natural artífice de esa Monarquía es la Comunión Tradicionalista como depositaria de sus principios y de la Legitimidad histórica, hoy encarnada en el Príncipe Don Javier de Borbón Parma en su calidad de Regente. Hace falta más. Hace falta que la conciencia nacional preste su asistencia para que esté asegurada de que el origen de la Institución es netamente libre en la sociedad, y no continuadora de sistemas y políticas partidistas, unilaterales y de casta.
Si más difícil que oprimir la libertad es restablecerla, imposible será en absoluta la vuelta a la normalidad después de los regímenes excepcionales, hecha por los mismos que los encarnaron.
No así, en cambio, ocurrirá a una situación de gobierno carlista, por encontrarse tan distante del totalitarismo como de los excesos liberales y demagógicos, por tener demostrada su íntegra consecuencia política y acrisolada su fortaleza en mil pruebas, y cuya bandera es la de las más sanas y puras libertades de nuestro pueblo en la historia. Partido de esencias populares que en estos momentos, desvinculado de todo personalismo empeñado en la patriótica empresa de forjar las instituciones monárquicas antes de dar paso a Rey alguno, es el único que puede, sin engaño, hablar de libertad y concebir un programa para restablecerla sin peligro de excesos suicidas.
Antes que la imposición avasalladora de las corrientes universales y aunque el signo de la victoria se hubiera dibujado de diverso modo, España estaba en trance inaplazable de consulta a la voluntad nacional, por algún modo de sufragio. La permanencia de un régimen autoritario viene conculcando el sagrado derecho de la nación a manifestarse en legítimas representaciones; pero el sufragio inorgánico, en cambio, no puede naturalmente traer otras consecuencias que las fatales y trágicas de los extremismos más vivos.
Seguros de que esto iba a llegar y convencidos de que sólo el carlismo puede hablar, y ser oído con crédito, de libertad y sufragio orgánico, de restauración de las organizaciones no estatales sino de vida social libre para producir una auténtica representación nacional, ya en marzo del 39 en escrito dirigido a V.E. señalamos la necesidad de la implantación de la Regencia Legítima, y en Agosto del 43 le hemos reclamado a ese mismo efecto la entrega del Poder.
Con igual sinceridad y bajo el apremio patriótico de las gravísimas circunstancias presentes, hoy formulo en nombre de la Comunión Tradicionalista esta petición de libertad política para la propagación de nuestros ideales orientadores de la conciencia pública, cerrando así el paso a cualquier intento contrario significado del Alzamiento, hasta llegar a la Instauración de la Monarquía Tradicional que demanda el interés de la Patria.
Dios guarde a V.E. muchos años.
En Sevilla a diecinueve de Agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.
MANUEL FAL CONDE
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