
En el artículo «La condena indirecta del darwinismo por la Iglesia Católica (y II)» indicábamos la íntima relación de interdependencia entre la cosmovisión del evolucionismo y la forma de pensamiento del nominalismo. A este tipo de disposición psicológica que se ha ido expandiendo progresivamente desde el Renacimiento en las naciones de la antigua Cristiandad hasta hacerse epidémico en nuestros días, dedicamos el ensayo «La mentalidad nominalista y la posibilidad de la Filosofía o Ciencia». Se lo suele ilustrar con un diálogo que el lógico-matemático británico Lewis Carroll introdujo en su novela A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871). En él, la protagonista se queja de que un huevo llamado Humpty Dumpty –un personaje de la imaginería popular inglesa– usaba una palabra para mentar un concepto distinto a aquel que realmente le correspondía: «“Cuando yo empleo una palabra –dijo Humpty Dumpty con el mismo tono despectivo–, esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos”. “La cuestión es saber –dijo Alicia– si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes”» (traducción Luis Maristany, edición Plaza & Janés, 1994, p. 215. Los subrayados son del propio texto).
El escritor laicista Umberto Eco quiso también prestar su «homenaje» al nominalismo en su conocida novela El nombre de la rosa (1980), que termina con estas palabras, de sabor panteísta, proferidas por el anciano narrador ficticio en referencia a su muerte ya próxima: «Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de la gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad […]. Me internaré deprisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen. […] Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus [«permanece el nombre de la rosa prístina, mantenemos el nudo nombre»] (traducción Ricardo Pochtar, Editorial Sudamericana, 2003, p. 493).
Frente a esto, cabe señalar que el pasado mes de diciembre se cumplía el centenario de una declaración de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, emitida concretamente el 1 de diciembre de 1924, relativa a 12 «proposiciones contrarias al intelectualismo escolástico» que el Obispo de la Diócesis francesa de Quimper y León, Adolphe Duparc, le había presentado para su calificación. La Respuesta, firmada por el Secretario de la Congregación, Cardenal Merry del Val, sentenciaba que «las proposiciones denunciadas, tal como han sido formuladas, en conjunto fueron ya proscritas y condenadas por el Concilio Vaticano [I] y por la Santa Sede, o bien conducen a las mismas proposiciones ya proscritas y condenadas» (Boletín Oficial del Obispado de Salamanca, n.º de 1 de julio de 1925, pp. 201-202).
La primera afirmaba que: «Los conceptos o las ideas abstractas, de suyo, no pueden en modo alguno constituir una imagen exacta y fiel de realidad, ni siquiera parcial». La segunda aseveraba a su vez que: «Ni los raciocinios construidos a base de los referidos conceptos o ideas abstractas pueden por su naturaleza llevarnos al verdadero conocimiento de la misma realidad». La tercera recalcaba: «Ninguna proposición abstracta puede ser tenida como inmutablemente verdadera». La cuarta dictaminaba: «En la investigación de la verdad, el acto del entendimiento, considerado en sí mismo, no posee virtud alguna especialmente aprehensiva, ni es el instrumento propio y único de esta investigación, sino que tiene únicamente valor en el conjunto de toda la actuación humana, de la que es una parte y un momento, y a la que sólo compete investigar y poseer la verdad». Y, finalmente, a modo de conclusión, la quinta proposición hacía la siguiente aserción: «Por lo cual la verdad no se halla en acto alguno particular del entendimiento, en el que se tuviese “la conformidad con el objeto”, como dicen los Escolásticos, sino que la verdad está siempre elaborándose, y consiste en la educación progresiva del entendimiento y de la vida, esto es, en un cierto movimiento perpetuo por el cual el entendimiento se esfuerza en desarrollar y explicar lo que la experiencia aporta o lo que la acción exige: de suerte, sin embargo, que en todo este progreso jamás se obtiene algo definitivo y estable» (op. cit., pp. 200-201).
Por el contrario, en el relato de la Creación, bajo la denominación de «géneros» y «especies», el libro del Génesis nos testimonia la presencia real de las sustancias universales, y no solamente la existencia de las sustancias individuales como sostenía Guillermo de Ockham. Así se consigna en la creación de las hierbas verdes y plantas frutales del tercer día (Cap. I, vv. 11-12); en la formación de los peces y las aves durante el quinto día (v. 21); y en la producción de los animales domésticos, reptiles, y salvajes en el sexto día (vv. 24-25). Y para manifestar que los nombres son signos que sirven efectivamente para denotar esencias reales y verdaderas, cuenta igualmente el Génesis que: «formado, pues, que hubo de la tierra el Señor Dios todos los animales terrestres, y todas las aves del cielo, los trajo a Adán, para que viese cómo los había de llamar: y, en efecto, todos los nombres puestos por Adán a los animales vivientes, ésos son sus nombres propios. Llamó, pues, Adán por sus propios nombres a todos los animales, a todas las aves del cielo, y a todas las bestias de la tierra» (Cap. II, vv. 19-20. Versión Vulgata, traducción Félix Torres Amat, edición 21832, p. 6).
La objetividad de las naturalezas o esencias es una verdad metafísica que no requería de la confirmación de las Sagradas Escrituras, ya que a ella habían llegado por la razón natural los antiguos grandes filósofos griegos Platón y Aristóteles (aun siendo desconocedores de la idea de una creación ex nihilo), en contraposición al panteísmo evolucionista a partir de una materia primordial o arché preconizado por la mayoría de sus predecesores fisiólogos o físicos presocráticos. Ockham, con su negación de los universales, destruía el orden natural propio y autónomo dado por Dios a la creación. Los nombres dados por el hombre no eran sino meros signos que conferían un cierto «orden» –provisional y precario– a un mundo de por sí desprovisto de constitución, a fin de poder medianamente conducirse en él. Las cosas naturales no tenían por sí virtualidad para producir sus propios efectos, sino que todo dependía de una continua intervención directa o milagrosa, no meramente providencial, de Dios. En el terreno moral, en fin, la bondad o maldad de los actos no radicaban en una ley natural que sirviese de criterio para su correcta valoración, sino que igualmente se fundamentaban en la sola y pura voluntad del Todopoderoso, al margen de cualquier participación de una razón eterna o divina que «coartaría» Su omnipotencia.
Se trata, en definitiva, de lo que Ockham imaginaba como una «concepción sacramental del mundo». Esta expresión es equívoca. En una intelección recta y ortodoxa, simplemente describiría al mundo como un conjunto armónico de seres materiales cognoscibles a través de nuestros sentidos e inteligencia, pero que sirven además a los humanos, en segunda instancia, como signos sensibles que les permiten alcanzar asimismo el conocimiento, por raciocinio natural, de las realidades espirituales (en consonancia con lo predicado por San Pablo en Romanos I, 19-20). El franciscano inglés, en cambio, le daba otra significación: el de que todas las cosas del mundo sólo podían alcanzar algún hipotético significado en la medida en que los hombres se lo dieran a voluntad a través de nombres o signos establecidos indiscriminadamente, de modo análogo a lo que Dios habría realizado al instituir los siete sacramentos a voluntad sirviéndose indistintamente de determinadas materias y palabras. Es decir, Ockham elimina la ley divina natural o, lo que viene a ser lo mismo, la identifica enteramente con la ley divina positiva. En consecuencia, a fin de «compensar» el primer error del antinaturalismo, generador de un escepticismo instintivamente intolerable, e intentar recuperar un atisbo de certeza, no le quedaba más remedio que recurrir a otro segundo error complementario: el del sobrenaturalismo o fideísmo, confiando irracionalmente en la palabra divina, al estilo de la fórmula credo quia absurdum («creo porque es absurdo») acuñada por los fideístas modernos basándose presuntamente en una locución de Tertuliano. En este sentido, siguiendo con el mencionado documento del Santo Oficio, la proposición sexta condenada proclamaba: «Los argumentos lógicos, así de la existencia de Dios como de la credibilidad de la Religión cristiana, por sí solos, no tienen valor alguno, como se dice, “objetivo”; esto es, por sí mismos nada prueban para el orden real». En la proposición séptima condenada, se insistía: «No podemos adquirir verdad alguna propiamente tal sin admitir la existencia de Dios y aun la Revelación». Y en la proposición octava, se reafirmaba: «El valor que pueden tener estos argumentos no proviene de su evidencia o fuerza dialéctica, sino de las exigencias “subjetivas” de la vida o de la acción, las cuales, para su desenvolvimiento y coherencia, necesitan de estas verdades» (Boletín Oficial del Obispado de Salamanca, p. 201).
Este ánimo crédulo y denigrador del intelecto, en verdad, lejos de favorecer el cultivo de la teología, más bien coadyuvaba a distorsionarla y arruinarla. De acuerdo con el postulado general escolástico de que la gracia supone la naturaleza, así también la teología requiere, para su justo despliegue, del sano uso de la razón en el plano natural del conocimiento filosófico. Por otra parte, el sabio Sacerdote Santiago Ramírez O. P., en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 21 de abril de 1958, veía claramente cómo detrás de la llamada «Teología Nueva» se encontraba aquel perenne error antifilosófico del evolucionismo, sempiterno compañero de viaje del nominalismo.
En el texto de su exposición impreso unos meses después, el P. Ramírez citaba un «Informe doctrinal» que el entonces arzobispo Joseph Lefèbvre había presentado en abril de 1957 a una Asamblea Plenaria del Episcopado Francés, y en donde, tras reproducirse unos pasajes de una de las múltiples hojas volantes que los neo-teólogos «hacían circular por seminarios y escolasticados franceses» en la segunda posguerra mundial, se sintetizaba su ideología de esta manera: «La materia evoluciona y se transforma en vida orgánica, la vida orgánica en vida humana, la vida humana en vida cristiana, la vida cristiana en Cristo y Cristo en Dios. Todas estas etapas no son más que momentos de una evolución necesaria, ascendente y universal. Pero ni Cristo ni Dios son algo individual y personal, sino colectivo y universal: el Cristo universal, en quien converge la evolución del sentimiento religioso de toda la humanidad. El mundo, por consiguiente, no tiene un comienzo absoluto. La creación de la nada es incompatible con la doctrina cierta y demostrada de la evolución universal. A lo sumo, pudiera concederse que Dios evoluciona en el mundo como en un efluvio necesario de su amor; pero sin providencia y sin presciencia» (Teología Nueva y Teología, colección «O crece, o muere», 1958, pp. 18-19). Fácilmente se podían reconocer en esta opinión las elucubraciones «poéticas» del paleontólogo francés Teilhard de Chardin, o por lo menos se le parecían.
El teólogo dominico, por su parte, recalca la importancia de las nociones «perfiladas y explicadas por Aristóteles y por los escolásticos, [que] son fundamentalmente prefilosóficas y naturalmente obvias al intelecto», y recuerda además cómo «Pío XII, en su Encíclica Humani generis, ha subrayado el valor absoluto de aquellas nociones no sólo por lo que tienen de natural, sino por lo que tienen de visto bueno y aprobación del Magisterio Eclesiástico, que las ha asumido para formular los dogmas de la fe; mientras que las nociones de esas otras filosofías, que niegan toda verdad metafísica e inmutable, no son susceptibles de expresar la verdad fija e inconmovible de los mismos. Tanto más cuanto que muchas de esas teorías que utilizan esos teólogos no son ciertas ni comprobadas, sino sumamente discutibles y, a las veces, mero fruto de imaginaciones desbordadas; por ejemplo, la teoría de la evolución [continua y] universal ascendente desde la naturaleza a la gracia y desde el átomo hasta Jesucristo» (p. 30). Y añade un poco más adelante que «la santa Iglesia docente dispone de la asistencia especial del Espíritu Santo y del carisma de la infalibilidad no sólo para conocer las verdades del depósito de la fe, sino también para escoger los términos y las proposiciones con que formularlas y exponerlas a los hombres. No todas las palabras son igualmente aptas para ese menester. Las hay positivamente ineptas e inaceptables, como son aquellas fórmulas de sentido técnico de ciertas filosofías ateas o radicalmente laicas, que niegan o excluyen toda divinidad y toda religión. Tal ocurre con el existencialismo y con el vitalismo ateo, con el materialismo histórico y con el evolucionismo materialista y panteísta. Verter las verdades de la fe en las fórmulas de esas filosofías es corromperlas y falsificarlas sustancialmente, además de hacerlas esencialmente volubles e inestables como una caña agitada por el viento» (p. 32).
De hecho, esto era justamente lo que venía a expresarse en la duodécima y última proposición condenada por la consabida Respuesta del Santo Oficio: «Aun después de obtenida la fe, el hombre no debe estacionarse en los dogmas de la religión ni adherirse a ellos de una manera fija e inmoble, sino que siempre debe estar ansioso de llegar a una verdad ulterior, evolucionando hacia nuevas interpretaciones, y aun rectificando lo que cree» (Boletín Oficial del Obispado de Salamanca, p. 201).
Félix M.ª Martín Antoniano
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