
En un tiempo marcado por la confusión, el relativismo y el desprecio de las verdades eternas, la figura del carlista (caballero cristiano) resplandece como un faro en medio de la oscuridad (tanto como ejemplo como para ser objeto de burlas). En pleno siglo XXI, cuando el mundo parece haberse olvidado de la dignidad y el sentido profundo del honor, el caballero carlista revive como un símbolo de lucha, fe y tradición: «Aquellos carlistas, más que soldados, eran caballeros de otra época, con su fe inquebrantable, su lealtad sin tacha y su espada al servicio de una causa santa» (José María de Pereda).
El caballero cristiano, heredero de una estirpe de luchadores que ha defendido la Fe, la familia, las libertades de los pueblos y la patria a lo largo de los siglos, no es un anhelo del pasado, sino una figura viva que se alza con la misma firmeza que antaño. Ya decía Castellani: «El caballero es aquel que sabe que la vida es una lucha y la enfrenta con valor y nobleza».
Este caballero no es un hombre de armas por simple gusto o ambición personal, sino que su lucha tiene un propósito mayor: la preservación de la verdad revelada por Dios y la defensa del orden natural que sostiene la estructura de la sociedad. Recordemos las palabras de Francisco de Paula Oller, en Historia del Carlismo (1893): «El carlista, al tomar las armas, no deja de ser caballero: lucha con honor, respeta al vencido y nunca mancilla su espada con la traición».
Es un hombre de fe inquebrantable, cuya vida está regida por los principios del catolicismo tradicional, libre de las falsas interpretaciones del mundo moderno que han diluido el espíritu cristiano. Así, es de obligada mención Juan Vázquez de Mella en uno de sus discursos:
«El carlismo es la caballería de la tradición, la última orden de cruzados que, en defensa de Dios, de la patria y del rey legítimo, sigue manteniendo su bandera sin mancilla».
Como bien decía S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón: «El carlismo no es una mera reivindicación política, sino un modo de vivir, una manera de entender el mundo y el orden divino». Esta visión es el alma del carlista, que no sigue las modas ni los dictados de una sociedad cada vez más corrompida por el materialismo y el relativismo. Su honor no depende de la opinión pública ni de la aceptación de los poderosos, sino de la rectitud de sus acciones, del cumplimiento de su deber con Dios, su patria y su rey.
Pero, ¿cómo se concreta este modo de vivir? El Conde de Melgar lo resume en su descripción de los oficiales carlistas en la Tercera Guerra Carlista:
«Los oficiales del Rey Carlos VII eran, ante todo, caballeros: valientes en el combate, nobles en la victoria y generosos con el enemigo. La guerra no les hizo perder su hidalguía». En definitiva, su palabra es su sello, y su voluntad es el reflejo de su carácter templado en la virtud. El caballero carlista no busca fama ni reconocimiento, sino la gloria de Dios y el bienestar de la patria que sirve, fiel a su promesa de defender la unidad y la tradición de España. Y no quiero decir que no cueste: «El caballero es aquel que, en medio de la adversidad, mantiene su dignidad y su honor», bien lo sabía Ramón María del Valle-Inclán.
Su fe no es una fe débil, sino una fe vivida con intensidad. Frente a los desafíos del siglo XXI, donde la secularización ha despojado al hombre de su vínculo con lo divino, el carlista se mantiene firme como testigo de la Verdad Eterna. Su fe se expresa en sus acciones cotidianas, en su lucha por restaurar una sociedad basada en los principios del catolicismo, que entiende que la verdadera libertad solo puede ser alcanzada en el cumplimiento de la voluntad divina. Este caballero no es un hombre de paz por comodidad, sino un hombre de paz porque sabe que la verdadera paz solo se consigue cuando el orden de Dios prevalece sobre el caos del mundo, cueste lo que cueste.
En palabras de Juan Manuel de Prada: «El caballero cristiano debe ser el custodio de los valores inmutables, el baluarte frente a las tempestades de la modernidad». Y es que, a pesar de las dificultades y de las voces que clamaban por la modernidad y la innovación, el caballero cristiano carlista no cede. En un tiempo donde la lealtad a la familia y a la patria se diluye en la globalización y el relativismo, él se mantiene fiel a sus raíces, reconociendo que la unidad de España, bajo un rey legítimo y justo, es el único camino que puede garantizar el bien común y la prosperidad espiritual y material del pueblo. Así como los grandes héroes carlistas de antaño lucharon con armas en las manos, él combate hoy con la fuerza de su convicción y su ejemplo, en defensa de un ideal que no es anticuado, sino profundamente necesario para restaurar la nobleza moral que se ha perdido en la sociedad. Y no dejando nunca a un lado el regreso al combate para entregar las Españas a su rey.
El carlista del siglo XXI es, por tanto, un hombre de honor, fe y valentía. No se doblega ante las modas pasajeras ni ante las presiones de un mundo que pierde su norte, sino que se mantiene firme en su compromiso con la verdad, la justicia y la belleza de una tradición que tiene sus raíces, no en los tiempos de los antiguos caballeros, si no en la propia esencia del católico, pero que es más que relevante hoy, cuando el mundo parece más necesitado que nunca de lo que él encarna. Así, el carlista es un hombre para el presente, que camina con la mirada fija en el futuro.
Las boinas rojas hacen carlistas a los caballeros, no a los que sólo son hombres.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza
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