Admonición indiana

Retrato de S.M.C. Don Carlos VII, C. Gorbe

Hay tres tentaciones comunes que los carlistas hemos de reconocer y evitar. Se insiste con razón en el anhelo «instaurador» del carlismo hispanoamericano, término muy querido por todos nosotros debido al instaurare omnia in Christo de San Pío X. Pero nos topamos con otros deseos instauradores que no hacen referencia a dicho instaurare, sino a la necesidad de fundar algo nuevo no dependiente ni sucesor de realidades históricas e institucionales previas: la «instauración» como la han entendido los integristas desde el siglo XIX, cuyos continuos pleitos con el carlismo han sido recogidos por don Melchor Ferrer en su Historia del tradicionalismo español (no confundir con la Breve).

No vamos a disertar aquí sobre el distinto significado en castellano de «instaurar» y «restaurar». Pero no omitiremos el mencionar que entre nosotros el anhelo no es de creatividad, sino de justicia: de restituir a quien le fue arrebatado lo que le es debido. Desde luego, la «restauración» puede tener alguna similitud con la de un cuadro obscurecido al que se devuelve su antiguo esplendor, pero para nosotros el analogado principal del término no es el artístico, sino el jurídico. Que nadie se deje confundir.

El segundo tropiezo en cuestión consiste en aseverar que, puesto que no es posible regresar al pasado, la vía futura ha de ser necesariamente moderna: una confederación de repúblicas hispánicas presidida por un monarca puramente espiritual. Semejante propuesta nunca ha sido ni será carlista. Para experimentos constitucionales de relevancia continental ya contamos con el esperpéntico bolivarismo y con el desastre de la Constitución de Cádiz. Y de la propuesta de monarca puramente espiritual lo que puede decirse es que no le deja al rey ni las atribuciones meramente simbólicas y protocolarias que la «monarquía» constitucional le conserva. Vaya lealtad sería la nuestra.

Para instrucción de las generaciones futuras de carlistas hispanoamericanos podemos resumir la respuesta así: lo que pensamos de las repúblicas, individuales o confederadas, es exactamente lo que expresa un poema conocido de Clímaco Soto Borda, ilustre escritor neogranadino, que para no escandalizar a las damas lectoras de las páginas de La Esperanza hemos preferido no reproducir aquí. Si alguien desea leerlo, busque el verso «si pública es la mujer…», pero no lo muestre a las almas sensibles.

Finalmente, queda por resolver una última inquietud, comprensible aunque un tanto desorientada, que todos hemos experimentado alguna vez: ¿cuál ha de ser el medio para la restauración? A fin de que ella sea viable, ¿no hemos de transigir aunque sea un poco? Se trata de una cuestión que carcome a muchos, cuya ansiedad se expresa en conductas cuestionables que van desde el mal hábito de morderse las uñas hasta el votar en comicios electorales por el «mal menor».

Naturalmente, se trata de una cuestión difícil de responder. Los medios concretos para lograrla están todavía tan lejos que no alcanzamos a vislumbrarlos. Todos deseamos que la reivindicación sea pacífica, por el bien de nuestra Patria, pero quizá no vaya a serlo. Al respecto no podemos sino especular.

El breve texto ¿Qué es el carlismo? (1971) editado en su momento por Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra y Francisco Puy señala en un pasaje (capítulo 9, numeral 139) que «el carlismo no quiere destruir el Estado, sino reconstruir la sociedad», pasaje que debe considerarse en su contexto y, cree un servidor, con una intención más bien provisional: utilizar al Estado mientras sea imprescindible, pero con la intención de volverlo prescindible en la medida en que la regeneración gradual de las instituciones propiamente políticas y sociales lo permita. Un servidor cree, asimismo, que al menos en Hispanoamérica será durante un tiempo necesaria la presencia de gobernantes heroicos que, teniendo a Gabriel García Moreno como ejemplo, y dispuestos a sufrir el mismo fin, inclinen gradualmente a sus gobernados al rechazo de los errores revolucionarios.

Pero no nos engañemos. Tales medios no dejan de ser, además de meramente especulativos, puramente provisionales, amén de que a nosotros no nos tocará determinarlos. Preocuparnos excesivamente por ellos es indicio de desorientación, de no entender cuál es nuestro lugar. No hemos sido llamados a la intriga palaciega ni comicial, sino a plantar en tierra indiana los primeros retoños de la Comunión Tradicionalista, de tal modo que las futuras generaciones puedan decir de nosotros, como nosotros lo decimos de quienes nos precedieron, que confiamos en la Providencia y cumplimos nuestro deber.

Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.

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