
Son de sobra conocidas estas dos grandes figuras del siglo XX, con una influencia cada día mayor gracias a los medios audiovisuales: J.R.R. Tolkien y Walt Disney. Ambos revolucionaron la narrativa fantástica y dejaron un legado imborrable en la literatura y el cine.
Sin embargo, a pesar de su aparente afinidad en la creación de mundos de fantasía, la relación entre Tolkien y Disney no fue ni cercana ni cordial. Más bien, fue un reflejo de visiones opuestas sobre la mitología, la fantasía y la tradición cultural. Podríamos afirmar, sin querer revelar de antemano el fin de este artículo, que el primero encarna la tradición, mientras el segundo la devastación de la contemporaneidad.
Tolkien era un académico y filólogo que dedicó gran parte de su vida a la creación de una mitología original basada en su profundo conocimiento de las lenguas antiguas, las sagas nórdicas y la tradición literaria europea. Su obra magna, El Señor de los Anillos, está impregnada de un respeto por lo épico, lo trascendental y lo simbólico. Para él, la fantasía debía ser un vehículo de verdad y de valores profundos.
Tolkien fue acompañado por su amigo y colega C.S. Lewis a la proyección de Blancanieves y los siete enanitos. Al salir de la sala, ambos compartirían una visión crítica sobre la representación de los enanos en la película y la comercialización de los cuentos de hadas por parte de Disney.
En una carta de 1937 a su editor Stanley Unwin, Tolkien, mostró su desprecio por la versión animada del cuento, calificándola de «vulgar y sin gusto». Le molestaba especialmente la forma en que Disney trataba a los personajes de los cuentos tradicionales, simplificándolos y caricaturizándolos de una manera que él consideraba superficial y desprovista de profundidad simbólica. Un ejemplo: para Tolkien, los enanos de Blancanieves eran una deformación irrespetuosa de las figuras míticas que él mismo incluía en su legendarium; o la ridícula reina malvada, a la que Disney despojó de toda seriedad y porte que se debe en un villano.
El caso de este cuento es un ejemplo para un mayor análisis y comprender las diferentes perspectivas.
Fueron los hermanos Grimm quienes recogieron con un tono fiel las tradiciones folclóricas europeas. Así, la versión original de Blancanieves es más oscura y macabra. La madrastra intenta asesinarla en varias ocasiones, incluyendo un intento con un corsé apretado y un peine envenenado. Además, la reina recibe un castigo brutal al final: se ve obligada a bailar con zapatos de hierro caliente hasta morir. Los enanitos no tienen nombres ni personalidades distintivas. El príncipe aparece al final de la historia y su papel es bastante limitado. Blancanieves y el príncipe se casan y la reina malvada recibe su castigo mortal.
Todo ello desaparece, con el objeto de convertirse en un producto de consumo, sin más objeto que hacer caja, al descubrir (o explotar) a la infancia como nicho de mercado: la madrastra solo intenta asesinar a Blancanieves una vez, con la manzana envenenada; el castigo de la reina es menos violento y se presenta de manera simbólica; los enanitos tienen nombres y personalidades únicas (Doc, Grumpy, Happy, Sleepy, Bashful, Sneezy y Dopey), lo que añade un elemento de humor; el príncipe tiene un papel más destacado y romántico (es un beso el que despierta a Blancanieves del sueño profundo).
En otra carta escrita en 1964 a un admirador, Tolkien dejó claro que Disney y su estilo de animación no eran de su agrado. Su crítica se centraba en la tendencia de Disney a comercializar la mitología y convertir los relatos tradicionales en productos de consumo masivo, despojándolos de su esencia espiritual y cultural.
Una anécdota significativa sobre su desprecio hacia Disney ocurrió en los años 50, cuando Tolkien y C.S. Lewis estaban colaborando en el grupo literario The Inklings. En una conversación con otros escritores, Lewis defendió algunos aspectos de las películas de Disney, pero Tolkien respondió con vehemencia que las consideraba un «ataque contra la mitología» y un «despropósito infantilizante». Su disgusto era tal que incluso se negó a que sus hijos vieran películas de Disney.
Y es que la animadversión de Tolkien hacia Disney se encuentra en sus diferencias filosóficas sobre la fantasía. Mientras que Tolkien concebía la fantasía como un arte serio que debía respetar las raíces míticas y culturales, Disney la veía como un entretenimiento accesible para las masas, con un enfoque más ligero y comercial.
Así, mientras Tolkien defendía el concepto de «subcreación», según el cual el autor crea mundos creíbles y coherentes dentro de un marco de verdades universales. Disney, en cambio, priorizaba la accesibilidad y la diversión, lo que a menudo implicaba simplificaciones narrativas y estilísticas.
Otro marco diferenciador era la representación del bien y el mal: en las obras de Tolkien, el bien y el mal son realidades trascendentes con implicaciones morales profundas; en las películas de Disney, la lucha entre el bien y el mal suele resolverse de manera maniquea y con una estética más amigable para el público infantil.
En los años cincuenta, Walt Disney estaba interesado en expandir su repertorio de películas animadas basadas en grandes relatos de la literatura. Se ha llegado a especular que pudo haber existido interés en adaptar El Hobbit o El Señor de los Anillos. Sin embargo, Tolkien se negó rotundamente a ceder los derechos a Disney, temiendo que sus historias fueran desvirtuadas en el proceso.
En 1969, dos años después de la muerte de Tolkien, United Artists adquirió los derechos de El Señor de los Anillos, lo que llevó a varios intentos de adaptación antes de la célebre trilogía de Peter Jackson. La negativa de Tolkien a que Disney tuviera acceso a su obra permitió que su mitología se mantuviera fiel a su visión original.
Ustedes eligen para sus hijos: quererlos o no quererlos.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza
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