Cómo distinguir a un carlista (I)

La idea es retratar a ese tipo de confusionario, propio de nuestros tiempos, que bienintencionada o pertinazmente se dice carlista sin acertar a serlo. En definitiva, distinguir al carlista del que parece serlo pero no lo es

Decir qué es un carlista es algo que requeriría explicar al menos los fundamentos de la doctrina a la cual se adhiere, el carlismo. Eso excede el propósito de este artículo y ya existen síntesis brillantes como la de ¿Qué es el carlismo?, de Gambra, Elías de Tejada y Francisco Puy. Aquí se trata más bien de dar unas notas, sin ser exhaustivos, sobre lo que no es un carlista. Y no retratando infinitos tipos de liberales, antítesis de los carlistas, con todas sus variantes, pues sería demasiado complejo. La idea es retratar a ese tipo de confusionario, propio de nuestros tiempos, que bienintencionada o pertinazmente se dice carlista sin acertar a serlo. En definitiva, distinguir al carlista del que parece serlo pero no lo es. La primera finalidad es la eficacia en la obra de misericordia de enseñar a quien no sabe, pues obviando o desconociendo el defecto difícilmente podrá corregirse. Y la segunda es la defensa de la Comunión Tradicionalista y su doctrina.

El carlismo es la continuidad histórica y política de las Españas en su unidad católica. En este sentido, el verdadero carlista, en cuanto tradicionalista, no puede aceptar un falso catolicismo pasado por agua. El carlista combate o es crítico en distintos grados con la crisis de la Iglesia católica que se produce con el Concilio Vaticano II, mientras que el aparentemente carlista sospecha y recela de estos radicalismos. Piensa que atentan contra la tranquilidad burguesa de su vida parroquial y contra su sensibilidad eclesial. Si acaso, le parece aceptable cierto gusto estético por la misa tradicional, pero sin tomarse el tema muy en serio. Sin embargo, un contrarrevolucionario no puede aceptar como si nada lo que fue, en palabras de Mons. Lefebvre, el 1789 dentro de la Iglesia católica. Supondría perder la propia esencia; un tradicionalismo político modernista en lo religioso es un puro oxímoron. Pero algunos hay que pretenden colgarse el nombre del movimiento antiliberal español por antonomasia aceptando el espíritu liberal y de «apertura al mundo» (liberal y axiológicamente moderno) que supuso el Concilio y el posconcilio. La pretensión es la misma que la de concebir un círculo cuadrado. No sólo conceptualmente, sino que históricamente es un hecho que el espíritu modernista del posconcilio desarticuló el carlismo en España y tuvo mucho que ver con las derivas democristianas de algunos y socialistas autogestionarias de otros. Posiblemente, una de las cosas que más odian los enemigos de la Comunión Tradicionalista es la adhesión que Don Sixto Enrique de Borbón selló con Mons. Lefebvre y su Hermandad Sacerdotal San Pío X, especialmente desde las consagraciones episcopales de 1988. Quienes buscan acabar con las resistencias de la Comunión Tradicionalista a colaborar con todo tipo de proyectos democristianos, es decir, quienes quieren diluir el carlismo, atacan en primer lugar su peligroso integrismo. Y es muy acertado, porque la integridad de la fe católica es la entraña misma del verdadero carlismo. Adulterada esta fe, no habría problema en transigir con cualquier mixtura ideológica de moda y cualquier posibilismo político.

No decimos con todo lo anterior que no haya rescoldos de la Tradición católica y clero sano fuera de la HSSPX, ni que fuera de ella no haya salvación, como si fuera un sustitutivo de la Iglesia, ni mucho menos. Tampoco que carezca de defectos o errores humanos diversos. Pero ha sido la vía de salvaguarda más perfecta y eficaz de la fe, la doctrina y los sacramentos de siempre. Hay muchos temas complejos y en los que caben matices, pero sólo el carlista aparente se pondrá en guardia excesivamente o en actitud de rechazo ante esta defensa de la Tradición católica.

El patriotismo es el siguiente rasgo esencial del carlismo presente en el cuatrilema y a él parecen adherirse muchas gentes con más facilidad que a los otros. Hay todo un mundillo político, que va desde la derecha liberal y conservadora hasta los movimientos franquistas y fascistas, que se llama a sí mismo patriota, generalmente sin serlo. En cuanto virtud natural, emparentada con la justicia y con la caridad, muchos pueden practicar este tipo de piedad y los deberes que implica con los padres y la sociedad. Eso es en sí mismo bueno y posible, aunque quien practique esta virtud no sea carlista. No obstante, en una sociedad ideologizada, es fácil que el patriotismo se confunda con cierto subjetivismo sentimental o con nacionalismo, como ha explicado magistralmente José Miguel Gambra en La sociedad tradicional y sus enemigos. El carlista de verdad no convierte el patriotismo en una filia de exaltación y exhibición continua de «símbolos nacionales» ni en un chovinismo hueco. Vicente Manterola, en su obra sobre El espíritu carlista decía: «durante el vergonzoso imperio del liberalismo, apenas se oye hablar más que de patriotismo y de patriotas, cuando ese funesto sistema no inspira más que patriotería, y sólo sabe formar patrioteros». Porque, en definitiva, sostiene el sacerdote guipuzcoano, el verdadero patriotismo es una virtud religiosa. La piedad se debe primero a Dios, y sólo derivada y subordinadamente a los seres creados como los padres y la patria. El patrioterismo liberal no es más que nacionalismo, incluso disfrazado de cristiano, que concibe la religión como instrumento al servicio del Estado o de la política, en mayor o menor medida.

Brevemente expresadas, hay varias formas de identificar al aparente carlista que dice ser patriota sin serlo realmente. La primera de todas es su recelo hacia el regionalismo y su obsesión con la unidad de España. El nacionalismo siempre es abstracto, uniformador y descarnado, porque es idealista, pero el patriotismo se basa en lo concreto y próximo, que es el municipio, la comarca y la región, porque es realista. El patriotismo comienza por eso que se ha llamado patria chica, que no por capricho, sino por obra de la historia y con fundamento en la verdadera libertad cristiana, debe tener costumbres y leyes propias. El aparente carlista se escandaliza si uno usa palabras como las de los reyes y pensadores carlistas de siempre, como las de Carlos VII cuando defiende la unidad católica como «vínculo de las diversas nacionalidades que constituyen la gran nación española» (citado por Vázquez de Mella en su artículo Los tradicionalistas y el regionalismo, O.C. XXVI). El falso carlista torcerá el gesto si se usa la expresión «confederación de regiones» hablando de España, como Gabino Tejado, o incluso si se usa el plural de las Españas. Bien es cierto que muchas de estas expresiones, como el mismo término de «federalismo», han sido deformadas por liberales y socialistas de distinto pelaje hasta nuestros días, pero el carlista aparente se pone en guardia, sobre todo, porque es amigo de la uniformidad centralizadora. El liberalismo no concibe la armonía de la pluralidad y de la unidad, que filosóficamente resolvió la doctrina aristotélica y tomista, porque es hegeliano e idealista y sólo entiende lo monolítico, uniforme y absoluto. Por eso Enrique Gil y Robles pudo explicar la continuidad entre liberalismo y absolutismo, que en definitiva es una corrupción moderna de la política del Antiguo Régimen por el abandono de la verdadera filosofía escolástica. Al malintencionado carlista aparente (no al bienintencionado), no le suele servir la apelación al principio de subsidiariedad de la Doctrina Social de la Iglesia, porque le parece un detalle menor y desfasado. Generalmente porque no lo entiende e ignora que Pío XI lo calificó como «el más importante principio en la filosofía social», a lo que añade Federico Wilhelmsen que «sin exagerar, se puede decir también que es el principio más importante del pensamiento carlista» (El problema de Occidente y los cristianos). Pero puede darse el caso de que, entendiéndolo, el falso carlista decida poner su idea del Estado moderno y la nación por encima de la Religión y los principios naturales de la sociedad. El rechazo de este principio sería entonces motivado por un nacionalismo pertinaz.

Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil Robles de Salamanca

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