En el aniversario del fallecimiento de Luis Infante de Amorín, «el último y mejor de los carlistas»

De una asturianía desbordante y un carlismo a machamartillo que evocaban los de su maestro, el gran Jesús Evaristo Casariego (1912-1990), es difícil destacar una cualidad por encima de todas

De izquierda a derecha, Carlos Etayo, Jesús Evaristo Casariego, Luis Infante. Hospedería Santa Cruz de Cuelgamuros, 3 de mayo de 1987

El 8 de abril de 2024, hace un año, fallecía en Oviedo Luis Infante de Amorín (Gijón, 12 de julio de 1965) una semana después de sufrir un derrame cerebral que le mantuvo entre la vida y la muerte hasta que la divina mano inclinó la balanza. Dos veces Caballero (de la Legión y de la Orden de la Legitimidad Proscrita), dejó en esta vida a su madre, María Josefa, modelo de virtudes cristianas, y una pléyade de buenos amigos en quienes su recuerdo ha dejado una impronta imborrable.

Otros pueden hablar de don Luis con más autoridad y fundamento que quien esto escribe, que le conoció los últimos años de su vida. A lo que ya han dicho y lo que puedan decir remito a los lectores. En este cabo de año, sin embargo, he de rendir tributo, negro sobre blanco, a la amistad que trabamos desde el primer momento y en la que, por diferencia de edad y conocimiento, el amigo hizo también las veces de maestro, sin que la severidad de la lección o la discrepancia del alumno mellaran un ápice aquella amistad. Al contrario: hasta el día anterior al accidente, hablábamos casi a diario y nos veíamos prácticamente todas las semanas, ya fuera en la Santa Misa según el rito romano tradicional, en las reuniones ovetenses del Círculo Vázquez de Mella o en nuestra Gijón natal, achicando el 4.70 de su buen amigo Quique. Y si toda ocasión fue poca, desde luego toda fue provechosa, al menos para el que fue su discente amigo.

De una asturianía desbordante y un carlismo a machamartillo que evocaban los de su maestro, el gran Jesús Evaristo Casariego (1912-1990), es difícil destacar una cualidad por encima de todas. Baste ahora decir que don Luis fue carlista a la manera en que lo fueron los grandes hombres de la Causa, a empezar por aquel genio tinetense («carlista desde nueve meses antes de nacer»). Es éste un tipo de carlismo militante que difícilmente se comprende desde fuera y que otorga una perspectiva inasequible al neófito doctrinario o al aséptico historiador. De la Comunión, de sus reyes y militares, escritores y periodistas, políticos y oradores, victorias y derrotas, aciertos y errores, lealtades y defecciones… hablaba don Luis con una familiaridad contagiosa. No he visto a nadie lamentarse como él de las ocasiones perdidas en casi dos siglos: «si Don Carlos hubiese entrado en Madrid…», «si Doña Margarita no hubiese muerto…», «si Sanjurjo hubiese vivido…». Guardaba un respeto reverencial por quienes le precedieron en esa militancia, incluso por quienes flaquearon en algún momento, pues, como dijo Oyarzun (1882-1968), «compleja es el alma humana y la trabazón tan grande de ideales y de sentimientos, de intereses y de egoísmos, que rigen y guían el paso del hombre sobre la tierra». (Menos transigía, en cambio, con la abierta deserción más o menos mal camuflada de piruetas tácticas o caprichos doctrinales).

Pero tenía don Luis especial predilección por sus paisanos, desde los carlistas de la primera hora —o de la hora previa, si se quiere— hasta el mencionado Casariego, pasando por nombres tan caros como el de los cardenales Inguanzo (1764-1836) y Cienfuegos Jovellanos (1766-1847), éste sobrino del gran jurista gijonés, cuyo apellido habrá de figurar más de una vez en las filas del tradicionalismo asturiano; los Escandón y sus escandonadas contra franceses e isabelinos, o los Roces Lamuño, que dieron «el primer mártir de la lealtad asturiana» y un rector de la Universidad de Oviedo (de cuyas aulas salieron no pocos carlistas a lo largo del pleito dinástico y que de algún modo no ha dejado de estar presente en la descendencia política).

Y también las grandes familias: los Díaz-Caneja y los Menéndez de Luarca, que dieron sendos diputados a la Causa, o los Arias de Velasco, que dieron otro rector de la Universidad de Oviedo. Sin olvidar a Juan María Acebal (1815-1895), el príncipe de los poetas asturianos, y los Estrada, esto es, Guillermo Estrada Villaverde (1834-1894) y su hijo Guillermo Estrada Acebal (1885-1962), yerno y nieto respectivamente de aquel poeta, ambos catedráticos de la Universidad de Oviedo y el hijo, además, secretario general. Los periodistas Ceferino Suárez Bravo (1825-1896) y Leoncio González de Granda (1852-1913), el mártir de la tradición Emilio Valenciano (1851-1934) o el sacerdote y poeta Enrique García-Rendueles (1880-1955) son otros de tantos nombres, en fin, que forman una larga genealogía aún por explorar, según decía don Luis, pero que llega hasta fechas bien recientes con otros como el del historiador y poeta asturcubano Efraín Canella (1930-2015), que no puede faltar en la cola de esta apresurada relación.

Esa es su Comunión, «el más antiguo de cuantos partidos existen en Asturias», según el historiador socialista gijonés Miguel Ángel González Muñiz, juicio que es extensible a toda España, salvando el tan repudiado término «partido». Pero sobre todos ellos brilla con luz propia el astro cangués, «el príncipe de la elocuencia y el verbo de la tradición», Juan Vázquez de Mella (1861-1928), por cuya doctrina don Luis se abría prudentemente al regionalismo político, y de ahí al ámbito local, que cultivaba con afinadísima vocación de periodista e historiador a un tiempo. Un regionalismo, por cierto, que también teorizó desde los aledaños del carlismo nuestro vecino, o primo hermano, como se suele decir, Alfredo Brañas (1859-1900), gran amigo del tribuno asturiano.

Así se comprende que Benigno Bolaños (1865-1909) hablara de «la familia carlista» en un texto reproducido con acierto en estas mismas páginas: «Y estos leales hermanos nuestros no miden las desgracias de familia con el cálculo del interés político, sino con el cariño, que en cierto modo establece entre nosotros una comunión como la de los Santos, en que las grandezas y los méritos de uno irradian sobre todos; y no hay carlista, por humilde que sea, que no se enorgullezca como con algo suyo propio y personal, con la elocuencia de sus oradores, con el arte de sus escritores, con la lealtad de sus veteranos, con la sabiduría e intransigencia  ideal de sus maestros, y, sobre todo, con el valor, el heroísmo y el martirio de sus bravos soldados. (…) Esta es la familia carlista: agrupación histórica tal que no pudiera soñarla más noble ni más entrañable el alma de los poetas».

Y junto a ella, los círculos, esos espacios de sociabilidad en que se cultiva el ideal y se custodia la memoria colectiva —asediada por todos los flancos— y a los que don Luis rendía culto en sí mismos evocando el inmortal retrato que de ellos hiciera el propio Casariego: «Durante el larguísimo período de la Revolución, fueron los Círculos Carlistas refugio de lo más íntegro y puro que había en España. Eran, por lo general, locales muy modestos y recatados que contrastaban elocuentemente con los confortables Casinos de la burguesía liberal y con las revueltas y pringosas mal llamadas «casas del pueblo». (…) Dentro de ellos se reunía —bien con su Dios y en paz con su conciencia— lo que en frase convertida en tópico llamaba nuestra Prensa «la gran familia carlista». Una perfecta y exacta democracia, una hermandad católica reinaba entre los hombres y las clases. Al lado del noble, del hombre de carrera y de negocios, tomaban café los menestrales, los adolescentes, los curas. (…) ¡Cuánto bien han hecho a España los Círculos Carlistas con sus estampas desvaídas, sus lises de papel, sus veladas familiares y el espíritu íntegro, terco y sublimado de recia y sana virilidad de los hombres que en ellos se formaban!».

La militancia carlista de don Luis nada tenía que ver, pues, con esa otra militancia partidista a que desgraciadamente tan acostumbrados nos tienen los partidos políticos, cínica adulación que busca las sinecuras del poder y sus redes clientelares. Porque la Comunión, su Comunión, es todo lo contrario a un partido. Antes lo he dicho y es forzoso repetirlo ahora con las palabras que Manuel Fal Conde (1894-1975), tan admirado por don Luis, dirigió en su célebre carta del 5 de mayo de 1972 precisamente al también gijonés y también Caballero de la Legitimidad Proscrita Rufino Menéndez González (1888-1977), otro histórico del carlismo asturiano (a quien por poco no conoció don Luis en el viejo círculo de la villa de Jovellanos, aunque sí contó con la amistad y colaboración de uno de sus sobrinos nietos) que, como aquel maestro andaluz y tantos otros, se mantuvo firme ante las veleidades ideológicas de Carlos Hugo y su «Partido Carlista». «La lealtad a la dinastía de un lado —explicaba el antiguo Jefe Delegado de Don Alfonso Carlos y Don Javier—, y la fidelidad a los principios de otro, crean y mantienen un género de afección y de comunidad, que con ningún nombre mejor se ha denominado que con el de Comunión. (…) Mientras el de Comunión significa una caracterización de la naturaleza social de españoles, el partido en el inequívoco y universal entender, denota una segregación del carácter de español para representar una matización artificial o superpuesta».

Tras la defección de Carlos Hugo, acompañada de los nuevos vientos doctrinales que soplaban desde Roma y del agotamiento de la generación que hizo la guerra, la fidelidad a los principios y la lealtad a la dinastía llevaron a un joven don Luis a la vera de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón en una época, los turbulentos años ochenta y noventa del pasado siglo, especialmente difícil. No se puede condensar en pocas palabras la significación de don Luis en aquellos años de desmayo generalizado —y un servidor, como ya he dicho, no es el más indicado para hacerlo—, pero sí pueden cerrar este modesto tributo aquellas autógrafas que le dedicara en 1999 su querido y admirado correligionario Rafael Gambra (1920-2004), estampadas en un ejemplar de «El silencio de Dios», y que encierran una de esas paradojas chestertonianas que tan gratas eran a nuestro hombre: «Para Luis Infante, el último y mejor de los carlistas». Porque fue el último y el mejor, y porque otros lo fueron antes que él, todavía hay buenos carlistas.

Descanse en Paz mi paisano, amigo y maestro.

Manuel Rodrigo, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella

Dedicatoria del filósofo Rafael Gambra a Luis Infante de Amorín en un ejemplar de «El silencio de Dios».
Luis Infante (en primer plano, sentado) limpia junto a otros legionarios las ametralladoras de su compañía en la VIII Bandera «Cristóbal Colón» del III Tercio de la Legión «Don Juan de Austria». (Fuerteventura)

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