
El día 27 de marzo de 2025 publicamos un artículo titulado «En defensa de la cocina, de las faldas y de la civilización», de Óscar Méndez. Una de los articulistas de «El Debate» puntualizó algunos aspectos y ahora el propio autor ha escrito una carta en respuesta a «En defensa del hogar (y de las mujeres que no saben freír un huevo)».
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Querida Teresa:
Gracias por tu artículo, que he leído con sincera gratitud. Es reconfortante encontrar interlocutoras que, desde un deseo genuino de verdad y bien, se toman el tiempo de reflexionar, matizar y responder. En un mundo donde abunda la reacción y escasea el pensamiento, tu texto es ya, en sí mismo, un acto de civilización.
Permíteme responder, no en forma de contrarréplica, sino como ampliación y clarificación del espíritu que nos movió al escribir el artículo inicial. Porque, aunque nuestras intuiciones no sean idénticas, sospecho que compartimos algo más profundo: la convicción de que el alma femenina tiene una misión decisiva en la renovación de la vida familiar y, por tanto, de la sociedad entera.
Para que el diálogo sea fecundo, me permitiré seguir una estructura ordenada, respondiendo a los núcleos temáticos que atraviesan tu texto: libertad personal, variedad de vocaciones, reconocimiento de excepciones, dignidad del trabajo femenino y el valor simbólico del hogar.
I. Sobre la libertad femenina: ¿libres para qué?
Dices —con razón— que no todas las mujeres han de saber freír un huevo, y que eso no debería condicionar su dignidad. Estoy de acuerdo. Pero nuestro artículo no pretendía identificar la vocación femenina con una habilidad doméstica particular, sino denunciar una tendencia cultural: la de despreciar lo doméstico como si fuera un resabio indigno del pasado.
Hoy no se desprecia sólo la sartén, sino el alma que la sostiene.
Y lo grave no es que haya mujeres que no cocinan, sino que haya una sociedad que ha hecho del hogar una caricatura. Que ha convencido a muchas de que para «valer» deben alejarse del centro donde más pueden amar. Que ha llamado «liberación» a lo que, muchas veces, ha sido desarraigo en función del mercado.
Aquí la pregunta no es si una mujer puede hacer otra cosa. Claro que puede. La pregunta es si debe perderse la conciencia de que el hogar, cuando es verdaderamente habitado, no es una limitación sino una elevación.
II. Sobre la diversidad de caminos: ¿variedad o dispersión?
También insistes en que hay muchas formas de vivir la feminidad, y que el hogar no puede imponerse como única vocación legítima. Cierto. Pero el pluralismo de formas no equivale a la negación de un principio. En toda realidad humana hay estructura y desarrollo: lo primero es lo que da forma, lo segundo es lo que la despliega.
Cuando recordamos que el hogar es la vocación primaria de la mujer casada y madre, no estamos negando que haya situaciones legítimas donde deba trabajar fuera, ni que haya mujeres con talentos excepcionales en otros ámbitos. Lo que afirmamos es que el hogar es el punto de referencia desde el cual esos caminos deben juzgarse, para que no se conviertan en evasión o dispersión.
El problema no es que haya diversidad. El problema es que, en nombre de la diversidad, se haya olvidado el centro.
III. Sobre las excepciones necesarias: ¿realidad o justificación?
Es verdad —y lo reconocemos con humildad— que muchas madres trabajan por necesidad, y que lo hacen con sacrificio admirable. Pero aquí conviene hacer una distinción esencial, que ya señalaba Pío XII: no es lo mismo soportar una excepción que instituirla como norma. Si una madre sale a trabajar con dolor, sabiendo que su lugar natural estaría en el hogar, honra el principio incluso desde su ausencia. Pero si se le dice que eso es lo «moderno», lo «normal», lo «superior», se le arranca la brújula interior y se le roba el alma de su maternidad.
Honrar el principio no significa desconocer las situaciones difíciles. Significa no dejar de desear lo deseable, incluso cuando no se puede realizar. Es lo que da sentido al sacrificio.
IV. Sobre el mérito profesional: ¿igualdad o desplazamiento?
También afirmas que muchas mujeres hacen grandes cosas fuera del hogar, y que esas tareas también tienen dignidad. Totalmente de acuerdo. Pero esa dignidad no se opone a la afirmación de que lo más alto que puede hacer una mujer casada y madre —si puede— es custodiar el alma de su hogar.
La pregunta de fondo no es si puede ser científica, catedrática o directora de empresa. La pregunta es: ¿cuál es el lugar donde su amor fecunda de modo más originario?
Una mujer puede hacer grandes cosas en el mundo, y muchas lo hacen. Pero cuando hace grandes cosas en el hogar, esas cosas permanecen, porque forjan personas, no solo productos. Y esto no es una exclusión, sino una jerarquía amorosa. No se trata de negar caminos, sino de no perder el mapa.
V. Sobre el símbolo del hogar: ¿nostalgia o visión?
Quizá lo más importante que nos separa —o que debemos precisar— es esto: que el hogar no es simplemente un espacio físico o una etapa de la vida, sino un símbolo antropológico, espiritual y cultural. No hablamos del «hogar» como nostalgia de una estética, sino como el centro espiritual donde se gesta la civilización cristiana.
Cuando una madre cuida de sus hijos, ordena su casa, alimenta cuerpos y almas, no está «renunciando a su potencial», sino realizando un acto de creación espiritual. Allí —en ese gesto escondido— se da algo que ningún despacho ni escenario ni tribuna puede sustituir: la transmisión silenciosa de lo humano, la iniciación en la ternura, en el orden, en la confianza.
Por eso, cuando defendemos el hogar como centro natural de la mujer, no estamos idealizando un decorado, sino reconociendo una estructura ontológica: que el corazón femenino fue hecho para ser fuente de vida interior, y que su lugar natural, cuando la vocación lo permite, está donde esa vida nace y se cuida.
Conclusión: el principio permanece
Querida Teresa, sé que compartimos el amor por la mujer y el deseo de su plena realización. Pero por eso mismo, te invito a no ceder en lo esencial. A no renunciar a afirmar lo más alto por miedo a herir lo más frágil. A no olvidar que el hogar es el lugar donde la mujer no sólo está, sino donde puede reinar.
Y que incluso aquellas que hoy no pueden quedarse —por necesidad o por misión legítima— necesitan que alguien siga recordando que ese lugar vale. Que es hermoso. Que es alto. Porque solo cuando el hogar se ama, incluso desde la distancia, se salva de convertirse en una bodega funcional. Y solo cuando la mujer sabe que su corazón fue hecho para edificar desde dentro, el mundo puede volver a tener centro.
Gracias por el diálogo. Gracias por el amor con que escribiste. Y gracias por permitirme decir con claridad lo que muchos piensan pero pocos se atreven a afirmar: que el hogar no es el límite de la mujer, sino el secreto de su grandeza.
Con afecto y respeto,
Oscar Méndez
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