
En el artículo anterior analizábamos algunas falsificaciones del cuatrilema, aunque no sistemáticamente, para identificar al carlista de mera apariencia y distinguirlo del carlista de verdad. A continuación añadiremos algunas breves notas sobre otras cuestiones diversas como el Estado, la cuestión social, la crítica al franquismo o el posibilismo político, incluyendo también algo sobre el último concepto del cuatrilema, que es el del Rey legítimo.
El carlista de verdad es un defensor de la autoridad legítima en distintas esferas que van desde la patria potestad familiar hasta las dos espadas del poder espiritual del papado y el poder temporal político. Pero el carlista rechaza todo tipo de autoritarismo y se opone a la militarización forzosa de la sociedad al modo totalitario, como sostiene Alberto Ruiz de Galarreta al hablar del estilo de los carlistas, aunque sí tenga gusto por la milicia. Tampoco es amigo el carlista del Estado moderno, su burocracia, la reglamentación de la vida social y personal hasta sus últimos detalles. Es conocido el lema carlista «más sociedad y menos Estado». El carlista de mera apariencia, por el contrario, tiende a ser exaltado en la defensa del poder fuerte, del orden, del Estado, y ciertos desprecios carlistas a lo que él entiende por estas cosas le suenan a anarquismo o a utopías neofeudales difícilmente tolerables. No es raro que la reivindicación de los fueros le parezca ya pasada de moda o irrelevante dentro de la doctrina carlista. Incluso puede ser dado a revisionismos históricos para demostrar que nunca fue una cuestión importante para el carlismo. Por supuesto, una piedra de toque esencial para descubrir a este farsante de tintes autoritarios o democristianos es hablar de Franco. Basta citar a Elías de Tejada diciendo que «Franco y Maroto son los mayores enemigo del carlismo en su Historia» para que brote la indignación. Este tipo de persona puede creer que es un verdadero defensor del carlismo, pero la simpatía hacia quien desarticuló y disolvió un carlismo todavía de grandes masas refleja, sin duda, una serie de contradicciones intelectuales importantes. Evidentemente, contradicciones heredadas del franquismo sociológico y fruto de la llamada unificación, que no fue otra cosa que una absorción destinada a hacer desaparecer el verdadero carlismo creando otro aparente en muchos casos.
Puede darse también el tipo aparentemente carlista que cae en el extremo opuesto por cierta moda paleolibertaria, aunque no es tan frecuente y no necesariamente se identifique con esta etiqueta. Éste celebrará cualquier ataque al Estado de los carlistas, pero cuando se trate de hablar del sometimiento de la economía a la política y a normas morales, del control de los gremios sobre la vida laboral, los productos y los salarios justos, entonces tendrá mucho que objetar. Puede ser de este tipo o de cualquier variante del espectro de la derecha biempensante el carlista aparente que se siente incómodo cuando el carlismo habla de doctrina social. En general, este aparente carlista elude la cuestión social, absolutamente central en la doctrina tradicional. No le incomoda el ataque al liberalismo, que en cierto sentido él identifica con la izquierda, pero sí los ataques al capitalismo. Tenderá a matizar mucho la condena tradicional de la usura, de la bolsa y de la especulación financiera; sentirá además que toda reivindicación de salarios justos o justicia social no es propia de gente de orden y de bien, sino cosa de insumisos revolucionarios y socialistas. Incluso cuando es capaz de ciertas críticas al liberalismo, ser anticapitalista le parece algo más propio de la izquierda y le espanta el calificativo.
Es posible encontrar a otro aparente carlista que se considera entusiasta defensor de las doctrinas tradicionalistas, pero ve en el legitimismo una especie de obstáculo o cuestión que mejor sería dar ya por superada. A menudo se pregunta si no sería mejor deshacerse de cuestión tan engorrosa en nombre de no se sabe qué unidad. Hay en todo ello una mixtura de malentendidos y errores, en el fondo doctrinales más aún que prácticos, aunque lo que se pretenda es rescatar sólo la doctrina. En primer lugar, este tipo de carlista aparente no entiende que el principio monárquico es precisamente garante de la unidad por su propia naturaleza, y que toda unidad está subordinada a un fin. Escribía Castellani en Cristo y los fariseos: «acabo de oír un discurso interminable en pro de la “unión de los españoles”, ¡qué bodrio! Unirse, unirse… ¿para qué? Digan primero para qué…». Lo mismo sucede con estos buscadores de «unidad» a cualquier precio, que no son sino víctimas –o verdugos– del posibilismo político y defensores más o menos conscientes de la democracia cristiana. En segundo lugar, no entienden que la lealtad dinástica es esencial en la continuidad de las Españas tradicionales, porque en el fondo pretenden descarnar e ideologizar el carlismo. El carlismo es la continuidad venerable de la tradición hispánica encarnada en una dinastía legítima, no un constructo ideológico, aunque también haya una riqueza doctrinal que la justifique. Junto al posibilismo hay en estos errores antilegitimistas una inquietud revolucionaria que no casa bien con la visión sobrenatural de la política y de la historia del carlista. Como escribía Ruiz de Galarreta, «los carlistas no tienen prisa y no les importa morir sin ver el triunfo de la Causa», por ello mantienen cierto desinterés por asuntos políticos circunstanciales. Además «no les obsesiona como a los demócratas ensanchar la base al precio de contaminaciones, y prefieren dedicarse más a mantener afilado y libre de impurezas el ariete del avance de su organización» (El estilo de los carlistas). El aparente carlista que dice sacrificar el principio legitimista para conservar la doctrina, en verdad traiciona también la doctrina y suele hacerlo en la práctica. Pasando por encima de este principio por esa inquietud revolucionaria acaba aliado con todo tipo de grupúsculos heterodoxos y generalmente marginales, aunque sea paradójico, teniendo en cuenta que lo que busca con ello es crecer y sumar adeptos. El carlista de verdad se da cuenta de que para ese viaje se podrían ahorrar alforjas y se acoge a la máxima de Joseph de Maistre de que la contrarrevolución no es una revolución de sentido contrario, sino lo contrario de una revolución.
Por supuesto, podrían añadirse muchos más tipos de confusionarios y aparentes carlistas, despistados o malintencionados –según el caso–, pero basten estas breves notas para ponernos sobre la pista de algunas de sus desviaciones.
Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil Robles
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