
Por un momento, mientras caía la tarde en la asociación de egresados de la universidad de los andes, el tiempo parecía detenerse. El aire tenía algo distinto, como si en medio del concreto y el ruido de la capital hubiese florecido, aunque fuera por unas horas, una pequeña parcela de la Cristiandad tradicional. allí, entre árboles y bancos, se reunió un grupo variado de jóvenes curiosos, viejos simpatizantes, estudiantes y profesionales, también acompañaban discretamente el encuentro el padre Emmanuel Pujol, del Círculo Sacerdotal Cura de Santa Cruz, y el padre Abner Cortés, del Instituto del Buen Pastor —cuya sola presencia recordaba que no hay tradición verdadera sin altar— para escuchar a una de las figuras más importantes del pensamiento tradicionalista hispánico: don Miguel Ayuso Torres.
Pese a algunos contratiempos logísticos propios de estas empresas, la jornada logró concretarse como un momento único en la historia reciente de la ciudad: por primera vez en mucho tiempo, muchos oían hablar del carlismo —con claridad y entusiasmo— en el corazón mismo de Bogotá. El encuentro comenzó con unas palabras introductorias por parte de don Carlos Escobar, presidente del Círculo carlista de Santa Fe de Bogotá, el cual ha venido impulsando la ardua tarea de preservar y transmitir los valores de la tradición hispánica y contrarrevolucionaria en Colombia. Esa tarea no ha sido fácil: y menos en una ciudad como Santa Fe de Bogotá, atravesada por múltiples corrientes ideológicas y marcada por un caos espiritual propio de la modernidad, los jóvenes que se acercan al carlismo lo hacen buscando la tradición, pero muchas veces cargan consigo ideas formadas en ambientes marcados por el nacionalismo moderno, el romanticismo revolucionario o una religiosidad difusa. Frente a este panorama, el esfuerzo del círculo ha sido, más que político, profundamente pedagógico y testimonial. Don Miguel Ayuso no tardó en agradecer expresamente a don Carlos por su hospitalidad y empeño. Ese gesto, tan propio de la cortesía tradicional, selló un inicio cargado de sentido y de gratitud.
La convocatoria había sido abierta, pero había en el ambiente un aire casi íntimo, como si todos supiéramos que estábamos participando en algo que va más allá de una simple charla. Ayuso, con su hablar pausado y su mirada aguda, no vino a dar lecciones frías de política ni a repetir consignas vacías. Habló, más bien, como quien recuerda algo que muchos han olvidado: el alma de una tradición que no ha muerto, aunque el mundo moderno insista en enterrarla una y otra vez.
El tema fue el tradicionalismo, claro está, pero no como una idea del pasado, sino como una forma de ver el mundo, una raíz viva, que por lo general no está muy presente en esta parte del mundo que ha sido afectada gravemente por la modernidad. Ayuso no ofreció utopías ni programas, sino una visión, la necesidad de volver a lo permanente, a lo sagrado, a la noción de orden fundada en la ley natural y la realeza social de Cristo. En un país marcado por la inestabilidad y el olvido de sí mismo, aquellas palabras resonaron con fuerza, a los presentes, a los cuales pude notar que su semblante irradiaba entusiasmo y curiosidad por conocer una alternativa, alternativa que no conocían pero que estaba presente desde los cimientos de la fundación del mundo.
Uno de los momentos más significativos de la exposición fue cuando Don Miguel Ayuso abordó el tema de la monarquía. No como una forma cualquiera entre otras de organización política, sino como la expresión más alta del orden natural, orgánico y personal del gobierno. La monarquía señaló no es una reliquia del pasado ni una simple cuestión de nostalgia estética, sino la forma que mejor refleja la unidad de la autoridad con la continuidad, la paternidad política y la encarnación de un pueblo en su historia. Frente al anonimato burocrático del Estado moderno y la frialdad de los sistemas parlamentarios, la monarquía tradicional se presenta como una institución viva, enraizada en la historia y al servicio del bien común, no sujeta a los vaivenes de la opinión ni a la lógica del poder por el poder. Esa concepción, tan ajena al espíritu revolucionario, resuena como un eco antiguo en tiempos de confusión: un llamado a volver a lo natural, a lo humano, a lo verdaderamente cristiano en la política.
«¡VIVA CRISTO REY!», se escuchó al final de la exposición de don Miguel Ayuso: no sólo sonó como un grito de guerra, sino que principalmente como una profesión de fe. Y fue entonces cuando muchos de los presentes —incluyéndome— sentimos que algo se había encendido. No se trataba de nostalgia, sino de una esperanza real, aunque pequeña y frágil. Porque mientras haya quien escuche, quien pregunte, quien se interese por el carlismo y el ideal de una Cristiandad restaurada, la llama no se apaga, ni se apagará porque esta representa el mundo tal y como Dios lo ha creado. Nosotros no inventamos nada, tan solo lo hemos descubierto.
Antes de dispersamos para tomarnos una buena foto, el sacerdote que había acompañado el encuentro se puso de pie, alzó la voz con sencillez, y nos dio la bendición final a todos los presentes. Muchos se persignaron con recogimiento. Fue un gesto breve, pero profundo. Un acto que coronó la jornada con lo más alto: la gracia.
Esa tarde en Santa Fe de Bogotá no cambió el rumbo del país ni salió en los noticieros, como es de esperarse. Pero quienes estuvimos ahí, salimos distintos. Más conscientes de lo que somos, de lo que se ha perdido y de lo que aún puede recuperarse
Porque el carlismo no es cosa de museo, ni es inmovilismo. Es memoria viva. Y esa memoria, en voz de don Miguel Ayuso, volvió a resonar entre nosotros.
Circulo carlista Santa Fe de Bogotá
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