A vueltas con la mujer en el hogar (y II)

EXISTEN ELEMENTOS QUE CONSTRUYEN EL HOGAR, QUE CONSUELAN LAS VIDAS DE QUIENES LO HABITAN

Madre, de Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo (1895)

Porque a nadie se le oculta que la prole no se basta ni se puede proveer a sí misma, no ya en las cosas pertenecientes a la vida natural, pero mucho menos en todo cuanto pertenece al orden sobrenatural, sino que, durante muchos años, necesita el auxilio de la instrucción y de la educación de los demás. Y está bien claro, según lo exigen Dios y la naturaleza, que este derecho y obligación de educar a la prole pertenece, en primer lugar, a quienes con la generación incoaron la obra de la naturaleza, estándoles prohibido el exponer la obra comenzada a una segura ruina, dejándola imperfecta.

Pío XI, Casti connubii

4.El uso problemático de la palabra «vocación»

Es importante aceptar que vivimos en una sociedad en la que a las niñas se les inculca —directa o tácitamente— desde pequeñas que su condición sexuada es absolutamente irrelevante a la hora de imaginar y planificar su futuro (laboral, social y personal). La escolarización mixta, el idéntico currículum, la igualdad de condiciones para competir académicamente con los varones, la inmersión en un mundo donde se anima a las niñas a escalar puestos de responsabilidad, a ser neurocirujanas, notarias o eurodiputadas, se conjugan de forma hilarante en algunas escuelas católicas donde todavía se predican las enseñanzas básicas de la Iglesia en materia de moral sexual. Las jóvenes no pueden menos que reírse a las espaldas de esos docentes que, al tiempo que las animan desde sus primeros años a ser ejecutivas de multinacionales, cardiólogas intervencionistas o biólogas de campo, les transmiten en su adolescencia las enseñanzas de la Iglesia en materia de apertura a la vida del acto sexual. ¿Buscan, implícitamente, estos docentes abocar a toda la población femenina a la que enseñan a una vida entera de celibato? Más bien parece que esperan que las muchachas, una vez concluidas las ridículas bajas maternales, dejen a criaturas de pecho todo el día en manos de desconocidos (lo cual nuestros abuelos habrían estimado aberrante) y retornen a casa cada noche a calentar croquetas congeladas a toda velocidad.

De nuevo, no estamos hablando de los casos en los que la necesidad económica no deja otra. Creemos importante que, como mujeres, examinemos si lo que conduce a llevar esa jornada laboral que no deja respiro es un deseo de empoderamiento y autorrealización barnizado en ocasiones con el nombre de «vocación», palabra empleada de forma ambigua y cuestionable en muchos ambientes conservadores, que parece querer responsabilizar, en el fondo, a Dios ante lo que no son más que decisiones personales. Tememos que la palabra «vocación» se utilice para blanquear, con aureolas de santidad, elecciones que sacrifican cuidados y bienes debidos a la comunidad familiar, en aras de una supuesta «aportación al mundo». Contra todo intento de camuflar con vaharadas de incienso el hedor de la cultura individualista y disgregadora de la familia, reivindicamos un uso prudente y justo del término «vocación». Y no es descabellado tener serias reticencias cuando estas «vocaciones» han surgido repentinamente como anomalía histórica, desafiando los usos y costumbres de épocas anteriores, coincidiendo cronológicamente con el despunte de la «revolución sexual».

Por otro lado, no podemos ser ingenuos: la energía mental, al igual que el tiempo, es un recurso limitado. Probablemente, una madre que llega agobiada y exhausta a casa estará menos pendiente de los detalles relacionados con sus hijos, y la calidad del vínculo con ellos difícilmente será óptima. Los niños y jóvenes a menudo viven tristezas, frustraciones y dolores que no necesariamente comunicarán con facilidad a los adultos. Y la responsabilidad de crear los espacios en los que puedan comunicarse con libertad y confianza recae sobre los adultos, no sobre ellos.

5.La importancia de lo inútil

En la inolvidable La sombra del ciprés es alargada de Miguel Delibes, cuando el pequeño Pedro entra por vez primera en la que será su alcoba durante los próximos años, en casa de su nuevo maestro, comprueba que nadie se había preocupado de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Existen elementos que construyen el hogar, que consuelan las vidas de quienes lo habitan. Generalmente no son elementos imprescindibles: aportan belleza y calidez. El hogar lo conforman objetos, acciones, gestos, palabras que ablandan las almas enrudecidas por los reveses de la vida; que previenen que las asperezas cotidianas encallezcan las almas tiernas y recién llegadas de los hijos. El hogar está ligado íntimamente al espíritu femenino, que lo crea, alimenta y vivifica constantemente. La mujer, tradicionalmente, ha podido expandir su alma mediante procesos de creación artística tan ordinarios como la cocina, la confección de prendas de ropa o la decoración del interior de la casa, por humildes que fueran los recursos, por austeras que fueran las rutinas. En ambientes económicamente privilegiados —los menos comunes—, también a través de la jardinería, la pintura, la música. En definitiva, un puñado de cosas inútiles que cultivaban su sensibilidad y que, bien vividas, hacían de ella habitáculo luminoso, especial receptáculo de gracia en que encontraban descanso su marido y sus hijos. La esposa y madre era un abrevadero de dulzura en medio del páramo. Cuando los niños son pequeños, en el hogar puede celebrar la madre silenciosa y cotidianamente su existencia. Puede dedicar horas a planear juegos, contar cuentos, preparar manualidades, cantarles y enseñarles canciones. En sus noches sin descanso, en sus mil sacrificios escondidos derramará su lozanía, mientras se angostan sus carnes, sus cabellos se encanecen y se desgastan sus manos. Es en esta dedicación en cuerpo y alma en la que los minutos de su vida caerán como granos de arena en el reloj de la eternidad, transmitiendo a sus retoños en la forma de mirarles, de tocarles, de hablarles, incluso de reñirles cuando es necesario, lo que ningún maestro de escuela podrá transmitir igual de bien: que en ellos late la vida divina, que forman parte de la familia de Dios. ¿Cómo puede considerarse poco relevante el tiempo que la madre pase con los hijos si, al fin y al cabo, es a ella a quien, después de Dios, más va a importar que sus jóvenes almas redimidas se acojan a la posibilidad de la bienaventuranza? ¿Cómo puede ser considerada sustituible a la ligera su atención y su presencia? ¿Qué conciencia va a despachar a la ligera un asunto de ese calibre?

Estas líneas no van dirigidas en clave de juicio hacia las decisiones particulares, que son prudenciales (especialmente teniendo en cuenta las estrecheces económicas entre las que muchos vivimos), sino que tienen como objetivo defender el principio, más que legítimo, del artículo de nuestro correligionario. Así como destacar la importancia de contraer matrimonio con un varón junto a quien el cuidado del hogar se pueda vivir como una perspectiva reconfortante y halagüeña, en lugar de como una sepultura hacia la irrelevancia.

Carmen Giménez, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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