
En el ensayo «El fundamento divino de la autoridad legítima» ya presentamos escuetamente la tradicional tesis escolástica del origen mediato del poder político o teoría de la traslación, así como su contraria la hipótesis –respaldada en los últimos dos siglos por la neoescolástica– del origen inmediato del poder o teoría de la designación. Por otra parte, también aludimos a la teoría de la delegación, esparcida por los nominalistas en el siglo XIV y retomada en esencia por Rousseau y los filosofistas en los tiempos de la Ilustración. Las dos primeras opiniones son lícitas y la Iglesia deja libertad para argumentar en pro de una u otra, pero la de la delegación es heterodoxa y ha sido siempre condenada por el Magisterio. Puesto que a ésta se la suele confundir con la ortodoxa de la traslación, conviene ahondar un poco más en las diferencias esenciales que hay entre ambas, y recordar una vez más que las Encíclicas sociopolíticas contemporáneas sólo se han pronunciado contra dicha ideología rusoniana.
Para una primera aproximación a los rasgos diferenciadores entre la postura recta y la equivocada, resulta bastante útil echar una pequeña ojeada a las interesantes intervenciones de los diputados del Congreso gaditano en las sesiones de los días 28 y 29 de agosto de 1811. Éstas estuvieron dedicadas a debatir el proyecto del artículo 3.º de la Constitución planeada, en el cual se asentaba el principio nuclear del Liberalismo: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales [= constitucionalistas], y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga».
El Obispo de Calahorra, Francisco Mateo Aguiriano, diputado por Castilla, a pesar de tener la convicción de que la tesis inmediatista era la propia de los Padres de la Iglesia, no tuvo inconveniente, a la hora de combatir el proyectado artículo 3.º, de «suponer por ahora que la potestad soberana es derivada de Dios a los Reyes, mediante el pueblo» (Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, Tomo III, 1870, p. 1712). Es decir, condesciende en acomodarse a la teoría de la traslación para desde ahí proceder a refutar la de la delegación reflejada en dicho artículo. Así, en la declaración escrita que sobre esta materia leyó ante la Cámara, comienza aseverando «ser una propiedad que dimana del mismo derecho natural del hombre esta potestad de gobernar, y que antes de elegirse determinada forma de gobierno reside dicha potestad en la comunidad o congregación de hombres, porque ningún cuerpo puede conservarse si no hay una autoridad suprema a quien pertenezca procurar y atender al bien de todos» (ibid.).
Y añade más adelante: «No se puede negar, por ser muy conforme al derecho natural del hombre, el que haya una potestad pública civil, que pueda regir y gobernar a toda comunidad perfecta, y también el que ésta tenga acción para depositarla en un solo hombre, en muchos, o en toda la comunidad […]; cuya diferencia de comunicarse la potestad soberana constituye la variedad de formas de gobierno que ha habido y hay en la superficie de la Tierra. Excuso deslindar el carácter distintivo de cada uno; basta para mi intento saber que el Gobierno de nuestra España desde el tiempo de los godos ha sido monárquico […]; y aunque en aquellos siglos, hasta el XIII, los Monarcas de España debían subir al Trono por la elección de sus pueblos, siempre fue cierto que, ungidos y consagrados por los sacerdotes, y jurados después por los pueblos, gozaban de cuanto es propio de la soberanía, del supremo dominio, autoridad, jurisdicción y alto señorío de justicia sobre todos sus vasallos y miembros del Estado, hacer nuevas leyes, sancionar, modificar y aun derogar las antiguas, declarar la guerra, hacer la paz, imponer contribuciones, batir moneda: he aquí el carácter de nuestros Príncipes godos por la constitución [jurídico-sociopolítica] del Reino. Por ella eran unos Monarcas enteramente autorizados, independientes y supremos legisladores, con arreglo a la razón, justicia y derecho de gentes […]. En suma, el pueblo español trasladaba al Rey que elegía toda la soberanía» (ibid.).
La conclusión del Obispo en torno a la soberanía política es terminante: «La que se supone, o se quiere suponer, residir en la Nación, ya la enajenó o trasladó a sus Reyes electivos y después a los hereditarios, pues, como se ha demostrado, y lo acreditan las Leyes de nuestros Códigos, los Reyes de España han sido siempre sin interrupción soberanos, supremos legisladores, etc. La Nación entonces no era soberana, sino el Rey, porque es al parecer una cosa disonante que la Nación dé a su Rey toda la soberanía para que la dirija, gobierne, conserve y defienda, y se quede con toda ella para dirigirse, gobernarse, conservarse y protegerse; que, haciendo a su Rey cabeza de la Nación, la Nación sea cuerpo y cabeza de sí misma, y haya dos cabezas en un solo cuerpo; y si en el Reino el pueblo es sobre el Rey, el Gobierno del Reino es popular [= republicano], no monárquico. De aquí se sigue que, trasladada por la Nación la soberanía a su Monarca elegido, queda éste constituido Soberano de su nación, y nadie le puede despojar del derecho de la soberanía» (pp. 1712-1713).
Finalmente, Aguiriano denuncia que con ese artículo, en relación al Rey Fernando VII, el «pueblo» pretende «por medio de sus representantes en Cortes [sic] degradar su dignidad, estrechar su poder, deprimir su imperio, envilecer su señorío, apropiándose a sí mismo la soberanía que tenía cedida», y termina proclamando: «désele el goce de la soberanía; no se le prive de lo que es suyo; es contra todo derecho; nadie puede ni debe despojarle de esta Suprema potestad, que, aun cuando no fuera derivada a su Real persona inmediatamente de Dios, está ya cedida a sus ascendientes, y a nuestro deseado Fernando le toca por derecho de sucesión y justicia, pues se halla jurado y proclamado solemnemente Rey de España y de las Indias» (p. 1713).
El Sacerdote José Miguel Guridi y Alcocer, diputado por la provincia novohispana de Tlaxcala, afirmaba seguidamente que «en esta proposición “la soberanía reside esencialmente en la Nación”, me parece más propio y más conforme al derecho público que, en lugar de la palabra “esencialmente”, se pusiese “radicalmente” o bien “originariamente”. Según este mismo artículo, la Nación puede adoptar el Gobierno que más le convenga, de que se infiere que […] pudo escoger el de una Monarquía rigurosa, en cuyo caso hubiera puesto la soberanía en el Monarca. Luego puede separarse de ella, y, de consiguiente, no le es esencial, ni dejará de ser Nación porque la deposite en una persona o a un cuerpo moral» (pp. 1713-1714). El «Conde» de Toreno, diputado por Asturias, impugnaba por su parte esa propuesta de modificación: «El Sr. Alcocer ha querido suprimir el adverbio “esencialmente” y sustituirle el de “originariamente” o “radicalmente”; apartémonos de esta variación […]. “Radicalmente” u “originariamente” quiere decir que, en su raíz, en su origen, tiene la Nación este derecho, pero no que es un derecho inherente a ella; y “esencialmente” expresa que este derecho co-existe, ha co-existido y co-existirá siempre con la Nación mientras no sea destruida; envuelve además esta palabra “esencialmente” la idea de que es inajenable, y cualidad de que no puede desprenderse la Nación, como el hombre de sus facultades físicas, porque nadie, en efecto, podría hablar ni respirar por mí: así, jamás delega el derecho, y sólo sí el ejercicio de la soberanía» (p. 1715). A su vez, Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura y miembro de la Comisión preparadora del Proyecto de Constitución, último en intervenir en el debate, rechazaba la propuesta de que «la soberanía reside originaria o radicalmente en la Nación; pero que, por la institución misma de la Monarquía, el pleno ejercicio de los poderes que constituyen aquélla pertenecía al Rey» (p. 1725).
La selección de oraciones que hemos tomado de este episodio histórico, nos ha permitido ilustrar modestamente los caracteres básicos de las dos posiciones enfrentadas: la tesis católica de la traslación, y la liberal de la delegación. Ello nos ha obligado a dejar fuera muchas otras frases que matizan o profundizan los juicios de los diversos contendientes, puesto que, aun siendo interesantes para una completa comprensión de las distintas perspectivas en torno al global objeto sociopolítico discutido en aquellas dos sesiones, no concernían directamente a nuestra temática específica. (Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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