La teoría de la delegación del poder secular (y II)

Como se puede observar, León XIII y San Pío X orientaron exclusivamente su anatematismo contra la ideología de Rousseau o de la delegación, sin querer entrar para nada en la controversia

Papa León XIII. (Getty Images)

Pasando ahora a un plano puramente teorético, al margen del caso práctico español, creemos que fue el Sacerdote del Opus Rafael M.ª de Balbín uno de los que mejor sintetizó las diferencias entre la doctrina tradicional escolástica de la traslación y la reprobada posición rusoniana de la delegación. En su libro La concreción del poder político (1964), Balbín recoge dos esquemas comparativos con siete diferencias, que pasamos a transcribir íntegramente (p. 78):

Doctrina de la Escolástica

  1. «El hombre se ordena por naturaleza a la sociedad civil.
  2. La autoridad procede de Dios.
  3. La potestad reside en la comunidad en cuanto tal, no en la suma de individuos.
  4. No se posee inalienablemente por el pueblo.
  5. Se transmite por consentimiento.
  6. La forma monárquica no es menos legítima que la democrática.
  7. El gobernante es poseedor de la suprema potestad recibida por el pueblo. No es una comisión sino una cesión, que no puede revocarse caprichosamente».

Doctrina de Jean-Jacques Rousseau

  1. «La sociedad civil no es natural.
  2. La autoridad procede sólo de los hombres.
  3. La potestad es la suma de todas las potestades individuales.
  4. Se posee inalienablemente por el pueblo.
  5. El pueblo nunca puede ser privado de la potestad suprema.
  6. Sólo la forma democrática es legítima.
  7. Los gobernantes son sólo esencialmente mandatarios del pueblo, a cuyo arbitrio pueden juzgarse y deponerse».

No obstante, debemos discrepar de Balbín cuando en otro lugar de la obra realiza el siguiente aserto: «Por otra parte, condenó Pío X, citando a León XIII, a los sillonistas, que mantenían que la democracia es la única forma de gobierno justa y afirmaban que la única teoría aceptable es la de la traslación» (p. 117). La segunda aserción referente a la traslación, no es correcta. San Pío X lo que condenó fue solamente la teoría rusoniana o de la delegación, en perfecta continuidad con su antecesor León XIII.

Puesto que el documento en que el Papa formuló esa censura, Notre charge apostolique (1910), está redactado originalmente en una lengua romance, el francés, nos resulta más sencillo comprobar cómo el Magisterio dirigió sus miras únicamente contra la teoría de la delegación; más aún si tenemos en cuenta que los pasajes latinos en que León XIII trataba este mismo tema, también fueron recogidos en dicha Encíclica traducidos al romance.

San Pío X, con ocasión de su desaprobación de las ideas del movimiento Le Sillon liderado por el democristiano izquierdista Marc Sangnier, aborda la cuestión concreta que nos ocupa en dos lugares. El primero se encuentra en el parágrafo §15, en donde apunta lo siguiente: «Primero, en política, Le Sillon no abole la autoridad; la estima, al contrario, necesaria; pero quiere partirla, o, por mejor decir, multiplicarla de tal manera que cada ciudadano devenga una suerte de rey. La autoridad, es verdad, emana de Dios, pero reside primordialmente en el pueblo y de él se desprende por vía de elección, o, mejor todavía, de selección, sin por ello abandonar al pueblo y devenir independiente de él; será exterior, pero en apariencia solamente; en realidad será interior, porque ésta será una autoridad consentida» (Acta Apostolicae Sedis, 1910, pp. 613-614).

Y unos párrafos después, en el parágrafo §21 y el comienzo del §22, encara por segunda vez el punto, de forma más extensa, con estas palabras: «Le Sillon coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, del cual deriva a continuación a los gobernantes, de tal manera sin embargo que continúa residiendo en él. Ahora bien, León XIII ha condenado formalmente esta doctrina en su encíclica Diuturnum illud sobre el Principado político, donde dice: “Modernos en gran número, marchando sobre las trazas de los que, en el siglo pasado, se dieron el nombre de filósofos, declaran que todo poder viene del pueblo; que en consecuencia los que ejercen el poder en la sociedad no lo ejercen como su autoridad propia, sino como una autoridad a ellos delegada por el pueblo y bajo la condición de que pueda ser revocada por la voluntad del pueblo del cual la tienen. Todo lo contrario es el sentimiento de los católicos, que hacen derivar el derecho de mandar de Dios, como de su principio natural y necesario”. Sin duda Le Sillon hace descender de Dios esta autoridad que coloca primero en el pueblo, pero de tal suerte que “ella remonta de abajo para ir arriba, mientras que en la organización de la Iglesia el poder desciende de arriba para ir abajo”. Pero, además de que es anormal que la delegación suba, puesto que es de su naturaleza descender, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Pues prosigue: “Importa remarcar aquí: los que presiden el gobierno de la cosa pública bien pueden, en ciertos casos, ser elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin repugnancia ni oposición con la doctrina católica. Pero si esta elección designa al gobernante, no le confiere la autoridad de gobernar; no delega el poder, designa la persona que será investida de él”. Por lo demás, si el pueblo permanece el detentador del poder, ¿en qué deviene la autoridad? Una sombra, un mito; no hay más ley propiamente dicha, no hay más obediencia» (pp. 615-617).

En fin, San Pío X deja bien claro desde el principio que León XIII «ha ajado “una cierta democracia que va hasta el grado de perversidad de atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo y hasta perseguir la supresión y la nivelación de las clases”» (p. 611. La frase aparece así entrecomillada en las Actas originales, pero no se indica la fuente de la que se toma).

Como se puede observar, León XIII y San Pío X orientaron exclusivamente su anatematismo contra la ideología de Rousseau o de la delegación, sin querer entrar para nada en la controversia, dentro del campo de la ortodoxia, entre las tesis de la traslación y la designación, no pretendiendo autorizar o desautorizar con sus sentencias a ninguna de estas dos. El único enunciado que, a primera vista, podría dar pie a ser interpretado en ese sentido, es aquel que dice: «si esta elección designa al gobernante, no le confiere la autoridad de gobernar; no delega el poder, designa la persona que será investida de él». Pero ya vimos en su día cómo Roma entendía realmente ese pasaje cuando estudiamos el asunto en nuestro doble artículo «¿Condenaron los Papas el origen divino mediato del poder civil?».

El principio de la soberanía nacional, consagrado por los liberales gaditanos a imitación de sus colegas afrancesados de Bayona, es el que ha permitido a los revolucionarios de cualquier denominación «revocar» el derecho de los sucesivos legítimos dueños de la potestad político-monárquica española, estableciendo en su lugar un sistema republicano con una Presidencia honoraria hereditaria en su vértice que, mediante la explotación de títulos y nombres hurtados y simulados, sirviera para una mejor disimulación de aquél. Así se verificó en las Constituciones de 1837 y 1845, escogiéndose a Isabel como tronco originario para ese nuevo puesto funcionarial republicano; en la Constitución de 1869, que facultaba para el nombramiento de Amadeo de Saboya a ese mismo cargo; en la Constitución de 1876, nominándose a Alfonso como nuevo tronco fundador en dicha magistratura; y en la Constitución franquista, habilitadora para la elección de Juan Carlos como tronco ex novo para el consabido empleo, confirmándosele como tal a su vez en la mera reforma constitucional de 1978. Fijémonos en que, aunque se trata de un aspecto que no afecta directamente a la ley divina natural o positiva, sino que atañe más bien a la ley humana positiva, el Magisterio de la Iglesia sin embargo no ha tenido reparo en condenarlo como contrario a la moral social católica. Otra cosa distinta es que luego, en su pastoral político-diplomática, Roma se haya conducido de modo discordante con esa enseñanza, pero ésta es otra historia que ya tuvimos ocasión de tocar sucintamente en el artículo «El alcance de los anatemas contra el liberalismo en la Iglesia preconciliar».        

Félix M.ª Martín Antoniano            

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