
Meditaciones provenientes del libro Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el santísimo rosario de Nuestra Señora, que recoge las consideraciones escritas por el P. Fr. Pedro de Santa María y Ulloa, O.P.
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Considera cómo después de todos estos oprobios y afrentas, acabaron de hacer la corona de espinas, que era en forma de casquete (S. Buenav. med. 7), que cogía la cabeza por todas partes, y de propósito la hicieron estrecha, para que entrase con dificultad (Sanct. Brigid. lib. 1. c. 10), y con eso se clavasen más las espinas y atormentasen doblado. Considera, pues, que los ves llegar delante del Señor, con mucha irrisión, con la corona en las manos; y haciéndole grandes cortesías, hincando la rodilla; y mirándole con desgarro, como a loco y hombre fatuo y sin juicio, le decían, como considera san Vicente Ferrer (Serm. de Pas.): ¡oh gran Rey! Alegraos. ¿Cuándo habéis merecido vos una dicha como esta, que los soldados romanos os coronen? Ea, enderezad esa cabeza y recibid la corona, que este es gran día para vos. Piensa cómo el Señor levanta su cabeza sacratísima, que por la grande vergüenza y confusión la tenía inclinada al suelo. ¡Oh qué mansedumbre! Atiéndela bien, y mira ahora cómo le ponen la corona sobre la cabeza, y luego cogiendo unas horquillas de palo, la fueron encajando con fuerza, y fueron entrando las espinas por su santísima cabeza, y empezó a correr la sangre a arroyos por los cabellos, oídos y el rostro: éntrase en los ojos y en la boca sacratísima en tanta abundancia, que como dice santa Brígida, quedó toda la cabeza como si la hubieran metido en una tina de sangre; y con tan gran dolor, que como dice san Vicente Ferrer, setenta y dos espinas se le entraron por la santísima cabeza; y como dice san Buenaventura, eran tan gruesas como clavos; y bien se conoce, por las que hoy se ven, después de cerca de mil y setecientos años, que están gruesas y largas. Esta es la materia de la meditación: ahora ponte a contemplar a tu Dios. Mira lo primero la crueldad de los ministros y la impiedad con que aprietan la corona; mira lo segundo la sangre que corre, y cómo se va entrapando con las salivas que estaban tendidas por el santísimo rostro, y se va poniendo como rostro de leproso; y por último, helada la sangre y secas las salivas, queda aquel divino semblante tan afeado, que parece más cosa monstruosa, que humano rostro. Así se dejó desfigurar y borrar la hermosura del cielo, para limpiar y borrar las manchas de nuestras almas: así se dejó manchar y afear, para quitar nuestra fealdad y purificar nuestras almas: echó sobre si nuestras miserias todas, para que de todo punto apareciésemos agraciados a los ojos de su eterno Padre.
Considera cómo habiendo coronado al Señor, trajeron aquel cetro de burla, que era una gruesa y pesada caña, y se la pusieron con grande mofa en la mano; dando a entender con esto, dice santo Tomás, que era loco, y que llevado de la locura y frenesí, afectaba ser Rey de los judíos; y habiéndosela puesto, venían y le hincaban la rodilla, como diciendo: ya estáis hecho de todo punto Rey, nada os falta: ya tenéis la púrpura, ya tenéis la corona y el cetro, y soldados de guardia que os adoran: ¿qué más queréis? Y diciendo esto, echaban mano a la caña, instigados por el demonio, e irritados por él, como dice Orígenes, le daban cruelísimos palos con ella sobre la misma corona, para apretarla más, y para que más penetrasen las espinas, y el dolor fuese más intenso: y así fueron tales los dolores que le causaban, dice san Buenaventura, que todos los nervios, venas y arterias del santísimo cuerpo se conmovieron y estremecieron con insufrible pena, y el Señor empezó de nuevo a arrojar gran copia de sangre por los oídos y por las narices; y por la viveza de los dolores le reventaron de nuevo las lágrimas, mas no lágrimas de agua, sino de sangre; y así empezó nuestro Dios a llorar sangre, que corría hilo a hilo por las sagradas mejillas. ¡Oh eterno Rey y Señor de nuestras almas! Nuestras culpas, nuestras vanidades, nuestras altiveces y nuestra codicia os tienen puesto en tanto aprieto que os hacen derramar lágrimas de sangre por esos divinos ojos. ¡Oh amantísimo Dios y Criador mío, Padre de infinita misericordia! Vos lloráis sangre por mis culpas y por la perdición de mi alma; y yo ni lloro mis culpas, ni siento mi perdición. Habed piedad de mí, Señor, y haced que vuestro dolor atraviese mi alma: vuestras espinas claven mi corazón: vuestra sangre ablande mi dureza; y vuestros golpes, así como en vos descargaron, descarguen en mis endurecidas entrañas.
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