
Meditaciones provenientes del libro Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el santísimo rosario de Nuestra Señora, que recoge las consideraciones escritas por el P. Fr. Pedro de Santa María y Ulloa, O.P.
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Considera cómo puesto en pie el Señor, fue caminando con indecible flaqueza, hasta que, como dice san Buenaventura (L. in vit Christ. cap. 17), el Metafraste (Serm. de Assumpt.) y santa Brígida (Ubi sup.), se encontró con su Madre Santísima, que por verle y juntársele había atajado algunas calles, y le estaba aguardando allí, por donde sabía que había de pasar. Ahora mira tú si hallas palabras para ponderar la pena y el dolor de los dos, Hijo y Madre. ¡Qué sentiría aquel tiernísimo corazón de nuestra Señora cuando le vio venir tan quebrantado, tan lastimado, ensangrentado y fatigado, que a las mismas fieras moviera a compasión! ¡Qué sentiría aquel clementísimo Señor cuando alzase los ojos, y encontrase con los de la santísima Madre que le miraban! ¿Quién puede aquí explicar el quebranto y dolor de aquellos dos amantes corazones, y el sentimiento que de repente les sobresaltó, y lo que interiormente se hablaron uno a otro, sin mover los labios? Esto, ni hay consideración que lo pueda penetrar, ni menos puede haber corazón, por duro y empedernido que sea, que si lo considera, no se deshaga en llanto. Tú puedes considerar, que nuestra Señora se quedó yerta e inmóvil, y a no haberla asistido con singularísima providencia la Omnipotencia, en aquella calle se hubiera caído muerta, aunque tuviera mil vidas. Considera también que el Señor se quedó tan traspasado con el dolor mortal que le ocasionó la vista lastimosa de su inocentísima Madre, que suspendió algún tanto los pasos; y entonces le dieron tan grande empellón los verdugos, que cayó en tierra como muerto; y esta puedes entender, que fue la tercera caída, en donde reveló su divina Majestad a mi padre santo Domingo, (B. Alan. p. 4. cap. 10), que totalmente desfalleció, sin poderse mover debajo de la cruz. Ves aquí, cristiano, al Hijo santísimo caído delante de su Madre, y a la Madre casi muerta delante del Hijo: ves aquí al sol y la luna eclipsados, y fijos cada uno en su lugar, sin poder moverse: mira lo que les cuesta tu alma: mira qué cara empresa la de tu salvación, y qué gran peso el de tus culpas; pues llega a rendir los hombros de aquel gigante invencible de la eternidad.
Considera cómo aquellos ministros del demonio, de todo punto irritados tantas veces como caía nuestro Señor, le maltrataron mucho más en esta que en las otras: dábanle golpes, tirábanle por la soga, pero todo en valde; porque aunque el Señor forcejaba para levantarse, era tal el temblor de todos sus miembros, que flaqueaban y no podían sustentar el peso del cuerpo. Piensa tú ahora que aquellos sacrílegos príncipes y pontífices de los judíos viendo que el Señor no se levantaba, como fieras y lobos rabiosos, se acercarían, y con su maldita cólera le dirían muchas y grandes injurias, junto con muy malos tratamientos: levántate embustero, engañador (le dirían): ¿no decías tú que eras Hijo de Dios, y que te atrevías a derribar el templo de Dios por ti solo, y volverlo a edificar en tres días? Según eso, fuerzas tienes; pues levántate y camina. Y con esto le daban golpes y le herían, mas el Señor por más que le molían, y se mataban en darle golpes y puntapiés, no se movía; porque con lo que hacían para que su divina Majestad se levantase, con eso mismo lo postraban más; y así lo conocieron que estaba en grande manera debilitado, y que si no se daban priesa, se les había de quedar muerto entre las manos, y no habían de conseguir el fin que pretendían, que era el que muriese en la cruz; y con eso trataron de buscar quien se la ayudase a cargar. ¡Oh Reina de los ángeles y Madre de piedad, y qué tan terrible encuentro habéis tenido! ¡Oh alma santísima y corazón piadosísimo! ¡Qué tal sería el dolor y sentimiento que pasasteis con tan lastimosa vista, viendo delante de vos así postrado, desfallecido, apurado y tan inhumanamente tratado a vuestro Hijo santísimo! Y vos, omnipotente Señor, que sustentáis el orbe con un dedo, ¿cómo estáis tan flaco? ¿Puede por ventura la grandeza de los tormentos quitarle a vuestra divinidad las fuerzas? ¿Pues cómo no aplicáis a vuestra santísima humanidad las que le faltan? Mas, ¡oh altísima disposición del divino amor! quería el Señor admitir a los hombres a la gloria de su cruz porque por ella había determinado darles la de su bienaventuranza: quería que sus amigos le ayudasen a llevar la cruz y no consintiesen que sólo su divina Majestad la cargase, sino que cada uno aplicase a ella el hombro, y cargándola lo siguiesen. Por eso suspende la divinidad el socorro y esfuerzo a la santísima humanidad, porque quiere que desde luego se entable en los hombres el cargar la cruz, y seguir al Cordero con los dolores y amarguras. ¿Sí te harás de rogar ahora viendo lo que ves, cristiano?
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