
Meditaciones provenientes del libro Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el santísimo rosario de Nuestra Señora, que recoge las consideraciones escritas por el P. Fr. Pedro de Santa María y Ulloa, O.P.
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Considera lo quinto en la agonía con que el Señor murió, y en la amargura con que su Madre María santísima le vio morir; pero porque lo uno y lo otro excede incomparablemente a la capacidad humana y a la de los ángeles, sólo te pondré aquí lo que acerca de esto reveló nuestra Señora a santa Brígida, con sus mismas palabras: «era mi Hijo de milagrosa complexión, y así batallaba en él la muerte con la vida: subía el dolor de los pies y manos clavadas, de la cabeza traspasada, y de los nervios y venas rotas al corazón tiernísimo, y lo atormentaban con increíble angustia. Resistía la valentía del corazón la violencia del dolor, y así volvía a difundirse por los miembros, y se prolongaba la muerte con indecible amargura. Estando en esta batalla de infinitas agonías, volvió hacia mí la vista, y conociendo la grandeza del tormento que padecía mi alma, fue tanta la amargura y turbación de su amabilísimo corazón, que rendido a la inefable angustia de la muerte, según la humanidad, clamó a su Eterno Padre, diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Para que conozcas, cristiano, que la aflicción, amargura y dolor de María santísima llenó de tanta compasión al piadosísimo corazón de su divino Hijo, que le quitó la vida. Prosigue nuestra Señora y dice: «como yo, la más triste y afligida de todas las criaturas, oyese el clamor de mi Hijo, y conociese que era señal de su muerte, tuve tanta tristeza y dolor en mi alma y cuerpo, que empecé a temblar con tanta fuerza, que las entrañas se me estremecían, y todos los miembros y huesos de mi cuerpo temblando se daban unos con otros, con tanto pavor y espanto, con tan amargo dolor de mi corazón, que faltan palabras para explicarlo. Volví a mi Hijo santísimo la vista, y conocí que su corazón se le partía por medio de dolor. Vi que todos los miembros de su divino cuerpo horrorosamente se estremecían y temblaban. Vi que levantó un poco su santísima cabeza, y luego la inclinaba a mí, su afligida y dolorosa Madre. Vi que la boca se le abría, que la lengua se le divisaba toda cubierta de sangre helada. Vi que sus manos sacratísimas se retiraron un poco de los clavos, y se alargaron las heridas, y todo el peso del cuerpo se dejaba venir sobre los divinos pies. Vi que los dedos de las manos y los brazos se estiraban y ponían yertos: las espaldas se apretaban fuertemente contra la cruz; y entonces expiró con inefables angustias y amarguras la vida de mi alma, mi Jesús». Hasta aquí santa Brígida. ¡Mira, cristiano, qué muerte tan dolorosa! ¡Mira qué amargura la de un corazón de una Madre que miraba todo esto, y le amaba más que todos los serafines! ¿Cómo no se quedó muerta con el Hijo muerto? ¿Quién la confortó? La omnipotencia de Dios con poderoso milagro.
Considera las señales que sucedieron en la muerte del Señor: el sol se obscureció, el velo del templo se rasgó de arriba abajo, la tierra tembló y las piedras se hacían pedazos, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos resucitaron, todo en testimonio del sentimiento universal que hacían las criaturas por la muerte de su Criador. El sol se obscureció y el velo del templo se rasgó de sentimiento por las blasfemias que se decían contra el Señor, imitando la ceremonia de los judíos, que en oyendo alguna blasfemia rompían los vestidos. La tierra se estremeció, no pudiendo sufrir sobre sí los parricidas, impíos y crueles perseguidores del Señor. Las piedras se hicieron pedazos, y los monumentos se abrieron para dar testimonio de que el que moría era el Señor de la vida y de la muerte: y así todas las criaturas insensibles mostraron sentimiento en la sagrada pasión y muerte del Señor, y las sensibles no sé si las sienten. ¡Oh clementísima Madre de misericordia! Doleos de nuestra insensible dureza y de la ceguedad miserable de nuestras almas; pues a vista de un tan doloroso espectáculo se quedan muy serenas nuestras almas, duros y empedernidos nuestros corazones, frías y heladas nuestras voluntades.
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