Poncio Pilatos, por Juan Vázquez de Mella

«El transaccionismo doctrinario que cree en la iniquidad de Barrabás y en la justicia de Jesús, y, por satisfacer las corrientes de la opinión, liberta al primero y azota al segundo, debe reconocer en Pilatos al jefe de la escuela»

«¿Qué es la verdad? Cristo y Pilatos», cuadro del pintor ruso Nikolai Ge (1831-1834)

Como cada Viernes Santo, La Esperanza dedica enteramente sus páginas a tan señalada fecha evitando que el mundanal ruido de la llamada actualidad de que suele hacerse eco penetre inoportunamente las conciencias de sus lectores. El texto cuya lectura se propone hoy es una reflexión sobre Poncio Pilatos y el juicio a Jesús en el Pretorio del gran tribuno carlista Juan Vázquez de Mella (1861-1928), a petición de nuestros amigos asturianos del círculo homónimo.

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Al lado de la figura siniestra de Judas y la sombría y feroz de Herodes, aparece en la historia de la Pasión la del pretor de Judea, eterno modelo de los jueces débiles y de los cortesanos de la plebe.

Aquel grupo despreciable que forman a la puerta del Pretorio los ancianos, escribas y príncipes de los sacerdotes, delatando como iniquidada la justicia misma, es el prólogo digno de aquel sublime interrogatorio en que el Dios-Hombre contesta al juez prevaricador que le pregunta si es Rey: «Mi reino no es de este mundo». Es decir, no depende del mundo, porque no está comprendido en las fronteras de los siglos, y sale de los linderos del tiempo para dilatarse por la eternidad.

Y si a la deducción capciosa del gobernador romano: «Luego eres rey», replica el Redentor del mundo: «Para ésto nací, y para ésto vine almundo, a dar testimonio de la verdad; aquel que la sigue escucha mi voz», Pilatos pronuncia esta frase, compendio de todos los escepticismos, que repetirán, acompañándole con la sonrisa del incrédulo, sus discípulos, como suprema conquista de una ciencia que tiene por principio la duda y por término la nada: «¿Qué es la verdad?».

Delante del que es el camino, la verdad y la vida, Poncio Pilatos pregunta, como la impiedad contemporánea delante de la Iglesia: «¿Qué es la verdad?» Y ellos mismos dan la contestación, entregando el Justo a Herodes, recibiéndole después y proclamando delante de los pérfidos acusadores su inocencia con esta oprobiosa contradicción, escarnio de la «justicia»: «No he hallado en ese hombre culpa alguna: ni Herodes tampoco. Y así, le daré libertad después de haberle castigado».

¿Qué es la justicia para el que pregunta qué es la verdad? Un nombre vacío, como la virtud para el estoico romano. Virtud, verdad y justicia, no son en la realidad más que una misma cosa; y por eso Ia duda que hiere a una, alcanza con la negación a las otras.

Cristo es inocente, y Pilatos no sabe lo que es la verdad, ni por lo tanto el error; se contradice, y, temiendo por un lado el remordimiento de su conciencia y por otro el furor de la turba que grita, le propone, antes del injusto castigo, que elija entre Barrabás y Jesús.

Los que habían recibido en triunfo al Señor, y hacía pocos días entonaban el hosanna, piden ahora la libertad del criminal y la muerte del Justo, dando perpetuo ejemplo de la movilidad caprichosa y tornadiza del rey turba, y de la incierta y precaria existencia de lo que sobre su voluntad soberana se levanta.

—¿Y que haré de Jesús?— pregunta tímidamente el juez cobarde.

—¡Crucifícale! ¡Crucifícale!— contesta la turba insaciable.

—¡Pero si no hallo en Él culpa! Le castigaré con azotes y le soltaré.

Esta solución infame produce la sangrienta y horrible escena en el patio del Pretorio, donde la soldadesca injuria y atormenta al que, coronado de espinas, con una caña en la mano y la irrisoria púrpura en los hombros, muestra Pilatos, diciendo:

—Ved aquí el hombre.

Y él, el juez, señala la figura ensangrentada del Redentor a la compasión de la muchedumbre, frenética de ira y sedienta de sangre. Y el ¡crucifícale!, ¡crucifícale! infernal sale otra vez, con ensordecedor clamoreo, de aquellos labios manchados por la blasfemia.

—¡Crucificadle vosotros!

—¡Debe morir, según la ley, porque se hizo Hijo de Dios!— contestan las turbas.

Y Pilatos, débil, cobarde, cede ante los gritos y vociferaciones de la multitud. Interroga de nuevo al Justo; y no encontrando en Él culpa alguna, está dispuesto a absolverle, cuando el grito de «¡Si le sueltas no eres amigo del César!» le hace retroceder.

—¿He de crucificar a vuestro Rey?— dice con adulación y sarcasmo.

—No tenemos más Rey que el César— replica la muchedumbre.

Y entonces Pilatos, lavándose las manos, consuma la iniquidad entregando el Justo, después de declararle inocente por última vez.

¿Qué es la verdad?… Es inocente; pero le castigaré… ¡Crucificadle vosotros!… Soy inocente de la sangre de ese Justo… pero os lo entrego… La debilidad, la cobardía, la adulación servil a la masa sanguinaria forman el rasgo dominante de este modelo perpetuo y acabado de todos los políticos prevaricadores.

El transaccionismo doctrinario que cree en la iniquidad de Barrabás y en la justicia de Jesús, y, por satisfacer las corrientes de la opinión, liberta al primero y azota al segundo, debe reconocer en Pilatos al jefe de la escuela.

Teme disgustar al César y desagradar a la muchedumbre, y por eso cede, claudica y traiciona a la verdad y ajusticia el derecho.

La Iglesia es la depositaria de la verdad, de su parte está la razón, y la justicia es su causa… pero no hay que desagradar a la falsa opinión que grita y ruge a las puertas del templo. Es preciso transigir. Dejemos la verdad eterna en brazos de la turba deicida, y así evitaremos mayores males.

¡Como si pudiera haberlos mayores que la condenación de los apóstatas y la muerte de los pueblos que tienen la desgracia de sufrirlos!

Proclamar la verdad y la inocencia para crucificarla después de haberla cubierto de escarnio, es el perenne procedimiento de los discípulos de Pilatos, con los cuales no transigiremos jamás los servidores de Cristo, dispuestos a confesarla siempre y dar la vida en holocausto.

Juan Vázquez de Mella y Fanjul

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