Hemeroteca. Lágrimas de San Pedro

¡Oh Dios justo y clemente, habed compasión de mi flaqueza, ya que mis lágrimas interpretan fielmente mi arrepentimiento! ¡Pero, Señor, qué hice yo!»

«San Pedro penitente», por Murillo

Seguimos publicando elementos devocionales de recogimiento y oración para la Semana Santa que ya culmina. En esta ocasión lo hacemos con la hemeroteca de la primera época de La Esperanza. En particular, con un artículo que el benedictino asturiano Domingo de Silos Hevia Prieto, OSB, escribiera para la Semana Santa de 1866, que reproducimos a continuación.

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A los desgarradores gemidos que el más acerbo dolor hizo exhalar a Cefas, conmovido el amado discípulo y lleno de terror, apenas se atrevía a preguntarle por la causa de su desolación, porque pensaba tal vez que habían quitado ya la vida a su divino Maestro: «¿Vive todavía, querido Simón, vive aún nuestro adorado Jesús? ¿Qué significan si no, esas abrasadoras lágrimas y esos solitarios gemidos en el pórtico del palacio de Pilatos? —Nada me digas, afortunado discípulo, le contesta Pedro; déjame morir en la soledad, último asilo de mi dolor. Sí; busco la muerte, porque ¡ay! el Señor está perdido, y yo lo estoy también. ¡Horrible Judas! Ha vendido al mejor de los Maestros; y yo, cobarde y pérfido amigo como tú, también lo he vendido; mi boca infiel, ¡ay! lo ha negado a la faz de sus mortales enemigos. Aléjate, pues, de mí, discípulo fiel; huye del miserable Simón, y déjalo morir de su justo dolor. ¡Ah! el hijo de Dios vivo, proclamado como tal poco antes por mí, muere condenado al suplicio mas afrentoso y cruel; y yo, su bárbaro amigo, lo he vendido en tan críticos y terribles momentos…». Tales eran las dolorosas quejas del afligido Apóstol.

Y se retiró del amado discípulo, que dejó, al oírle, mudo y atónito de espanto, y siguió llorando su crimen hasta que las lágrimas de la aurora vinieron a templar el fuego de su acerbo lloro. Apoyada su frente sobre la piedra, fría largo tiempo, corrieron sus lágrimas en el silencio de la noche. Y, por último, su fiero y amargo dolor prorrumpe en estos inconsolables lamentos: «¡Apartaos de mí, mortales terrores, que como espada de dos filos traspasáis mi pecho criminal! ¡Ah! ocultadme aquella mirada compasiva y dolorosa que me dirigió cuando yo cometí la más horrenda maldad…; en aquel terrible momento yo he negado al más dulce y tierno de los amigos: he negado al que me amó con el más fino y generoso amor. Yo soy perdido, ¡ay de mí! ya no me reconocerá entre los ángeles del cielo. Ya no seré el primero de sus fieles discípulos, porque no me atreví a confesarlo delante de sus perseguidores…

«¡Oh Dios justo y clemente, habed compasión de mi flaqueza, ya que mis lágrimas interpretan fielmente mi arrepentimiento! ¡Pero, Señor, qué hice yo! ¡Horrible recuerdo cuyos dardos crueles llevo enclavados en mi desolado corazón! ¡Cómo no me muero. Señor!». Así se lamentaba el doliente discípulo, sabiendo que la justicia del Eterno no se ablanda con el espanto del réprobo, sino con el ardiente llanto del corazón arrepentido; el ángel de su guarda participa del dolor del Apóstol; pero lleno de inefable júbilo, silencioso, viendo renacer para la virtud el corazón de Cefas, que, dejando la dura piedra qué ablandaron sus lágrimas, dirige sus temblorosos brazos al cielo con los acentos de esta ferviente plegaria: «¡Oh Juez formidable del universo, Creador de los ángeles y los hombres, ve mi corazón destrozado por el dolor y mi alma desgarrada por el remordimiento, pues he negado al Hijo de tu divino amor! ¡Clemencia, Dios mío! Él va a morir por la salvación de la humanidad, y yo no soy digno de morir con Él por mi pecado. Pero ¡ah! cuando menos, antes de que lo cerque de horribles tinieblas la pavorosa noche del sepulcro y su constante amor derrame sobre sus discípulos el tesoro inmenso de sus poderosas bendiciones, séame dado verlo en este supremo y último instante, a fin de que pueda yo columbrar en sus benignos y eclipsados ojos una sola mirada de perdón. Indigno yo de las bendiciones de los justos que públicamente confesaron su nombre sin avergonzarse como yo, espero, no obstante, de su infinita bondad la clemencia, perdón y misericordia, que humilde, como David, con mis ardorosas lágrimas imploro. Sí, Dios mío; yo conocí al más grande y más hermoso de los hijos de los hombres. Pero he sido, como lo soy, indigno del destino elevado queme aguardaba, indigno de figurar en el número de sus elegidos, indigno, en fin, de su divino amor, porque le he negado en el momento del peligro, quebrantando alevoso mis antiguas promesas de serle fiel hasta morir con Él y por Él. Los pobres que amó, los enfermos que curó, los muertos que resucitó son los pregoneros de su inefable misericordia; y, sin embargo, los enemigos le quitan la vida entre los más atroces tormentos, porque aborrecían sus obras divinas». Tal es el modelo del arrepentimiento de nuestros pecados que hoy nos presenta el Príncipe de los Apóstoles, a quien, por desventura nuestra, tantos cristianos imitamos en su extravío, y no en su pronta conversión. ¡Oh feliz penitencia que mereció a Simón Pedro la brillante corona del martirio! El pecado fue ahogado por un torrente de lágrimas ardorosas. ¡Ay pues de los desgraciados mortales, falsos cristianos y falsos políticos, que con más cruel fiereza, con más rencorosa perfidia que los judíos en el siglo I, no solo negaron, sino que atormentan y crucifican en el siglo XIX al divino Salvador del mundo con todo género de pecados, injusticias, sacrilegios, blasfemias y abominaciones! La sangre del Justo está cayendo, hace ya medio siglo, sobre sus cabezas y sobre las de sus hijos… Jerusalem! Jerusalem! con vertere ad Dominum Deum tuum… (De la Mesiada de Klopstock, canto VI).

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