
Aprovechamos este artículo de Óscar Méndez para desear a nuestros lectores una feliz y santa Pascua de Resurrección.
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Hay cosas que se entienden por contraste. El calor se entiende mejor en una noche de hielo. La luz, cuando se ha probado el túnel. La alegría cristiana —la verdadera, la que nace de Dios— se entiende hoy por su ausencia. Porque vivimos en un mundo que lo tiene todo, excepto alegría.
Nunca hubo tanto confort, tanta seguridad, tanto entretenimiento… y sin embargo, nunca vimos tantos rostros apagados. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué razón el alma moderna —que se ha deshecho de la cruz, de la penitencia, del ayuno, del infierno, del cielo— ya no ríe con el corazón? ¿No era el cristianismo el problema?
Y aquí empieza nuestro canto. Porque cuando todo lo demás falla, la alegría verdadera sigue siendo un argumento irrefutable. No como espectáculo, sino como signo de salud del alma, como prueba silenciosa de que el corazón está ordenado al Bien.
1.La alegría cristiana no niega la cruz: la transfigura
El mundo confunde la alegría con la comodidad, con el éxito, con la euforia. Pero los cristianos —los verdaderos— han sonreído en las cárceles, han cantado en los martirios, han dado gracias bajo la nieve, han bendecido a quienes los golpeaban. La alegría no era el premio: era la señal.
San Francisco de Asís, con los pies descalzos y el cuerpo herido, enseñaba a sus frailes lo que llamaba «la alegría perfecta»: no ser amado, no ser servido, no ser comprendido, sino ser despreciado por Cristo. Y en esa paradoja se escondía una victoria: el alma unida a Dios es invenciblemente alegre.
Santa Teresa decía con humor castizo: «Dios nos libre de santos tristes». Y tenía razón. No porque los santos no sufran, sino porque su alegría nace de lo eterno. Han encontrado la fuente verdadera y la llevan por dentro como un río secreto.
2.La alegría como fruto de la virtud y del orden interior
Santo Tomás de Aquino, ese gigante del pensamiento, lo explicó con precisión: la felicidad verdadera no está en las cosas externas, sino en el acto perfecto del alma que ama el bien verdadero. Y cuando el alma ama rectamente, experimenta delectación espiritual: un gozo, una paz, una plenitud que no depende del clima, del cuerpo o de la opinión ajena.
San Agustín, que probó las otras «alegrías», dijo con sabiduría inmortal:
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
La inquietud del mundo moderno es exactamente eso: no sabe dónde reposar. Corre tras la distracción, la dopamina, la validación, y todo eso —una vez digerido— deja más vacío. Porque la alegría es hija del orden, y el alma desordenada jamás puede reír de verdad.
3.Los santos como testigos del gozo de la verdad
San Felipe Neri, el apóstol de Roma, bromeaba con sus penitentes y los llamaba a la confesión con juegos y refranes. Pero su alegría no era superficial: era teologal. Había visto a Dios y no podía callar su júbilo. Su lema era claro: «Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía».
Santa Teresita del Niño Jesús, en la oscuridad de su última enfermedad, sonreía aún. No porque no doliera, sino porque amaba. Y cuando uno ama a Dios con todo el corazón, aún las lágrimas saben a cielo.
San Bernardo de Claraval habló de la dulzura interior que nace de la caridad. San Buenaventura dijo que el alma que contempla a Dios conoce una alegría superior a todo placer sensible. Todos —los doctos y los humildes, los mártires y los místicos— cantaron la alegría como una consecuencia de la verdad vivida.
4.Una pregunta al hombre moderno
Y ahora, querido lector —sí, usted que ha llegado hasta aquí con sed de algo verdadero— permítame una pregunta:
¿Cuándo fue la última vez que se alegró sin motivo externo?
¿Cuándo experimentó una paz que no nacía del éxito, sino del silencio?
¿Cuándo sintió gratitud por existir, sin reclamar explicaciones?
La alegría cristiana no se compra, no se impone, no se finge. Es el resplandor de un alma que vive en gracia, que sabe para qué fue creada, que ha conocido el Amor y se deja abrazar.
Por eso, el gozo del cristiano no desaparece con la muerte, sino que la atraviesa. Porque está unido al gozo eterno, al júbilo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y si hoy vivimos tiempos oscuros, no es porque la Iglesia haya apagado su lámpara, sino porque el mundo ha cerrado los ojos.
5.Conclusión: la alegría como diagnóstico del alma
La alegría cristiana es una medida de buena salud interior. No se trata de reírse siempre, sino de tener una luz constante, aún en las sombras. El alma bien ordenada, bien amada, bien dirigida… brilla.
Por eso, si usted no está alegre, no se culpe, pero pregúntese. Haga examen, no de conciencia moral, sino de conciencia ontológica:
—¿Vive en gracia?
—¿Ama la verdad?
—¿Se deja amar por Dios?
Y si al fondo de su alma descubre una chispa… ¡avive el fuego! Porque esa chispa es el Espíritu, que da testimonio de que la verdad no oprime, sino libera; que el bien no encadena, sino exulta; y que la virtud no marchita, sino canta.
Porque, al final, lo sabemos todos:
Un santo triste es un triste santo.
Cante, pues. Aunque sea solo. Aunque sea herido. Aunque el mundo no entienda.
Porque el que tiene la verdad, tiene alegría,
y el que tiene alegría… ya ha empezado a resucitar.
Óscar Méndez
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