
Hay muchos historiadores a los cuales el magín no les da para tomar el desvío o enredarse en claves psicologistas. Una gran mayoría prefiere la cómoda historia unilateral que, por ideológica, suple la reflexión. Sin embargo uno u otro estilo puede combinarse con el «relativismo histórico», eso que llamo «la historia como dispersión» y que se asemeja al baño de un elefante: levanta su larga trompa y empapa todo el entorno, por las dudas.
En la historia como dispersión no hay causa ni concausa; hay factores de todo tipo, no obstante alguno sea el dominante, que es lo que menos interesa. El historiador solamente se dedica a «traducir», a «convertir» esos factores en un «relato» asequible sin tener que explicar. Porque la explicación supone la previa reflexión; y ésta el saber previo; mas no cualquier saber, sino uno firme, sólido, un piso resistente por metafísico e histórico. Por eso que se recurre al estilo de la dispersión, porque se cree que hacer historia es inventariar una multitud de factores, ponerlos en un cuadernito de modo organizado y enviarlo a la imprenta.
Estas historias dispersas, cual elefantiásico baño lavador, me hacen pensar en el descompuesto vómito del joven que se pescó la primera borrachera; o en la ignorancia declarada de un fiscal que acusa, por las dudas, a todo el mundo.
Munido de tan elemental herramienta, el historiador practicante de la dispersión considera de la misma valía la prótesis dental de madera del Presidente Washington que su afiliación a la masonería; le da lo mismo que un Baruch de Spinoza sea ateo y republicano; no le interesa distinguir -por caso en nuestro Alberdi- su liberalismo de su republicanismo; pone en el mismo nivel el fiel de la balanza el empeño por la independencia de un Bolívar y su innoble orgullo demoledor de patrias. El historiador practicante de la dispersión no tiene problema alguno en decir que Juan Manuel de Rosas fue un defensor de la Patria a la vez que un entregador o traidor. Y podríamos seguir, pero para muestras basta con lo dicho.
La dispersión, como práctica histórica, consagra el «todo vale». Así la historia sigue «abierta» y el historiador «indemne». Pero entendámonos: no se trata de que el susodicho practicante de la historia «no se la juegue»; se trata de que no hay por qué jugarse; se trata de que en la historia no hay verdad, porque cualquier factor puede ser o verdadero o falso, vaya uno a saber con esta «anarquía multifactorial». Dejémonos llevar entonces por la pereza, es decir, por el relativismo, que es la mismísima virtud de la complacencia que suelen esgrimir los académicos.
Si —como cree el historiador y amigo Fernán Altuve Febres Lores— la historia es el ejército de reserva de la filosofía, porque entre nosotros no hay ya filosofía; si es así como él dice, hemos caído en manos de los cobardes, de los que en nada creen, de traidores al oficio, de «palos blancos» del gran embustero que fue mentiroso desde el comienzo.
Juan Fernando Segovia
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