La quintaesencia de la herejía liberal moderna

El Papa reconoce que, en el desenvolvimiento histórico-social de las diferentes comunidades políticas, ha ido surgiendo dentro de las mismas un orden legal específico

Papa León XIII

El rótulo de esta columna constituye un tema recurrente que hemos solido tocar estrictamente o de manera incidental en diversas colaboraciones en el diario La Esperanza. Siempre señalamos que la mejor y más exacta definición magisterial del liberalismo es la que dio Pío IX en su decisivo escrito Quanta cura (§4), suplementada en el Syllabus a través principalmente de las proposiciones condenadas en los números 59, 61 y 63. Paralela a esta firme oposición doctrinal encontramos igualmente en la praxis la desacertada (por usar un término suave) pastoral política pontificia preconciliar, paradójicamente tendente a un colateral favorecimiento de las huestes liberales y sus conquistas acompañado con la correspondiente preterición (en el menos hiriente de los casos) de las fuerzas católicas auténticamente contrarrevolucionarias.

Paradigma de esa pastoral es la que, impulsada durante el pontificado de León XIII, se llamó política de ralliement, o adhesión a aquellos nuevos poderes constituidos que, al amparo del esencial principio liberal de la soberanía nacional, iban suplantando a las formas políticas de Cristiandad. Los fundamentos en que se basaba fueron trazados por ese Papa en su Encíclica de 1892 Au milieu des sollicitudes dirigida a toda la Iglesia francesa, completada pocos meses más tarde con la Carta Notre consolation enviada a los Cardenales franceses. Ya tuvimos ocasión de analizarlos, ciñéndonos únicamente a dicha Carta, en la serie de artículos «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar». Quisiéramos ahora realizar unas breves acotaciones a la citada Encíclica, que complementarán lo que en su día dijimos en relación al contenido de la Carta.

El meollo del asunto se localiza en la parte central del documento, cuando el Papa pasa a tratar de «la conducta que deben observar con la República actual». Aunque el Santo Padre se está refiriendo aquí, claro está, a los católicos franceses, las normas que se prescriben son perfectamente extrapolables a los fieles de cualquier otra parte del mundo. León XIII comienza recordando la clásica indiferencia de la Iglesia ante las distintas formas de gobierno consideradas en abstracto, subrayando que «en este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier ciudadano, disfruta de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente en virtud de no oponerse por sí misma ninguna de estas formas sociales a las exigencias de la sana razón ni a las máximas de la doctrina católica». (Seguimos prácticamente a la letra la traducción publicada en los números de 22 y 23 de febrero de 1892 de El Siglo Futuro).

Pero la cosa cambia «si de las meras abstracciones se desciende al terreno de los hechos». Y así, en unas líneas que son de vital importancia para una correcta intelección de la cuestión que nos ocupa, añade seguidamente el Papa: «si cada una de las formas políticas es buena en sí misma y puede ser aplicada al gobierno de los pueblos, sin embargo, sucede de hecho que no en todos los pueblos se encuentra constituido el poder político bajo formas idénticas, sino que cada uno ostenta la suya propia. Esta forma particular procede del conjunto de circunstancias históricas o nacionales, pero siempre humanas, que hacen surgir en una nación sus leyes tradicionales y hasta fundamentales, y éstas son las que determinan la forma particular de gobierno y la base de transmisión del supremo poder. Innecesario es traer a la memoria que todos los ciudadanos tienen el deber de aceptar tales formas de gobierno y no intentar nada para destruirlas o modificarlas. De aquí procede el que la Iglesia, guardadora de la verdadera y más elevada noción de la soberanía política, puesto que la hace derivar del mismo Dios, siempre haya condenado las doctrinas y los hombres rebeldes a la autoridad legítima, y que les condenara hasta en los tiempos en que los depositarios del poder político abusaban de éste contra Ella […]. Tratándose de este asunto, nunca serán bastante meditadas las célebres enseñanzas que en medio de la persecución daba el Príncipe de los Apóstoles a los primeros cristianos: “Honrad a todos; amad la fraternidad; temed a Dios; respetad al Rey” (2 Pe., II, 17). Y estas otras de San Pablo: “Recomiendo, pues, ante todas cosas, que se hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias, por todos los hombres; por los Reyes y por todos los constituidos en alto puesto; a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad y honestidad; porque es una cosa buena a los ojos de Dios, Salvador nuestro” (1 Tim., II, 1 y ss.)”».

El Papa reconoce que, en el desenvolvimiento histórico-social de las diferentes comunidades políticas, ha ido surgiendo dentro de las mismas un orden legal específico. Más que de «leyes tradicionales y hasta fundamentales», preferiríamos hablar simple y llanamente de una legalidad jurídicamente vigente en un pueblo o colectivo civil, por la cual quedan determinadas, entre otras cosas, la forma política y el modo de transmisión de la potestad, como bien apunta León XIII. Puesto que es una obligación de derecho natural el sometimiento a esa legalidad humana o positiva, el Papa recuerda a su vez, como corolario, el deber de los cristianos de acatar la distintiva configuración sociopolítica y la concreta legitimidad jurisdiccional que brotan de aquélla, rechazando las subversivas teorías contrarias al respecto y aduciendo pasajes de las Sagradas Escrituras en confirmación de lo asentado.

No creemos proferir nada extraño si afirmamos que estos enunciados pontificios no suponen ningún problema en absoluto para un católico carlista, ya que no son más que puras verdades morales elementales que han servido siempre de norte para dirigir rectamente su conciencia y su actuación en la vida pública a lo largo de toda nuestra Edad Contemporánea, en contraposición a aquellos que se conducían (y conducen) bajo la directa o indirecta aceptación del principio liberal de la soberanía nacional.

El conflicto con la pastoral papal preconciliar emerge a partir de las siguientes sentencias de la Encíclica, que conforman la parte débil, por así decir, del razonamiento pontificio en materia práctica sociopolítica. «Conviene observar cuidadosamente al llegar a este punto –empieza aseverando el Santo Padre– que, sea cual fuere en una nación la forma de los poderes civiles, de ningún modo puede considerarse esa forma tan definitiva que haya de permanecer inmutable, ni aun cuando así lo hubiese querido la voluntad de los que en su origen la determinaron. Sólo la Iglesia de Jesucristo ha podido conservar, y conservará hasta la consumación del tiempo, su forma de gobierno […]. Mas tratándose de sociedades puramente humanas, es un hecho cien veces consignado en la Historia que el tiempo, este gran transformador de todo lo terreno, obra profundísimos cambios en las instituciones políticas. A veces se limita a producir alguna modificación en la forma del gobierno establecido, y a veces llega hasta a reemplazar las formas primitivas con otras absolutamente diversas, sin exceptuar siquiera el modo de transmisión del poder soberano».

En estas frases tampoco encontramos, en principio, escollo alguno. Entendemos que el Papa simplemente ha querido dejar constancia del indudable dato sociológico de que las comunidades seculares son susceptibles de sufrir transformaciones en su contextura sociopolítica en el decurso de los siglos, a diferencia de la Iglesia Católica que, por garantía divina, permanecerá hasta el fin de los tiempos con la misma constitución con la que su fundador N. S. Jesucristo quiso instituirla. Ahora bien, la controversia se suscita ante las concretas metamorfosis fácticas producidas por la Revolución, que revisten un carácter singular por el principio anticristiano de la soberanía nacional que las informa. Desconocer este decisivo factor, y abordarlas como si fueran un caso más indistinto a cualquier otro de la Historia, es donde radica el núcleo de la dificultad.

«¿Cómo se verifican –continúa explicando el Papa– los cambios políticos de que estamos hablando? Generalmente suelen ser resultado de crisis violentísimas, las más de ellas sangrientas, en las cuales perecen de hecho los gobiernos anteriores. Entonces todo queda entregado a la anarquía y no tarda el orden público en verse trastornado hasta en sus mismos fundamentos; de donde resulta que se impone a la nación una necesidad social, la de mirar por sí misma. ¿Cómo podría no tener en tal caso el derecho, más aún, la obligación de defenderse de un estado de cosas que tan hondamente la perturba, y de restaurar la paz pública en la tranquilidad del orden? Pues esta necesidad social justifica el establecimiento de nuevos gobiernos, sean cualesquiera las formas que para ellos se adopten, puesto que, en la hipótesis de que estamos hablando, tales gobiernos nuevos responden necesariamente a exigencias del orden público, el cual es imposible sin gobierno. Síguese de aquí –prosigue infiriendo León XIII– que, en tales ocasiones, la novedad se reduce a la forma política que adoptan los poderes civiles, o al modo cómo se transmiten; mas de ninguna manera afecta al poder, considerado en sí mismo, el cual continúa siendo inmutable y digno de respeto, porque, considerado en su naturaleza, es constituido y se hace necesario para proveer al bien común, objeto supremo que dio existencia a la humana sociedad. Lo diremos en otros términos: en cualquier hipótesis, el poder civil, considerado como tal, es de Dios, y siempre es de Él, “porque no hay potestad que no provenga de Dios” (Rom., XIII, 1). Por consiguiente –concluye el Sumo Pontífice–, cuando se constituyen gobiernos nuevos que representan este poder inmutable, aceptarlos no es solamente lícito, sino que lo exige y hasta lo impone la necesidad del bien social que les da vida y les mantiene; tanto más cuanto que la insurrección atiza el odio entre ciudadanos, provoca las guerras civiles y puede sumir a la nación en el caos y la anarquía. Y esta estrecha obligación de respeto y dependencia durará cuanto lo requieran las exigencias del bien común, puesto que, después de Dios, el bien común es la primera y última ley de la sociedad». (El subrayado es suyo).

La tesis de León XIII pareciera establecer una especie de necesaria orientación al bien común de todo poder fáctico, por el solo y mero hecho de ser poder. Para un caso general de usurpación sería chocante aventurar un juicio de ese tipo, pues justamente las miras del intruso, así como de sus potenciales sucesores, inevitablemente habrán de focalizarse en el bien particular de sostener y preservar a toda costa ese vacilante poder ilícitamente conseguido, relevando a un segundo plano cualquier consideración relativa a un bien común. ¿Qué bien común cabría esperar, en definitiva, en una república fundada sobre una iniquidad originaria que la condiciona por entero, a menos que se esté intentando sugerir la posibilidad de promover un bien universal y continuo al margen de los fueros de la justicia? ¿Es que acaso no tiene la comunidad el derecho a ser regida por aquél al que legítimamente le corresponde, siendo ese derecho requisito sine qua non para una vera consecución del bien común? ¿Y no sería entonces admisible toda oposición y sana insurrección que procurase la verificación de ese indispensable derecho? Pero, aparte de todo eso, insistimos en que el revolucionarismo contemporáneo presenta un elemento peculiar que lo cualifica de un modo especial, no equiparable a ninguno de los variados trastornos sociopolíticos previamente sufridos en la Historia. El postulado de la soberanía nacional en que se substancia el Nuevo Régimen constitucionalista, es absolutamente anticatólico; por lo que resulta imposible cualquier pretensa apelación al bien común bajo un sistema presidido por ese axioma. Por lo demás, un aserto como el de que «en cualquier hipótesis, el poder civil, considerado como tal, es de Dios, y siempre es de Él», nos llevaría a absurdos como, por ejemplo, el de tener que reconocer los cristianos del futuro el eventual poder del Anticristo como procedente asimismo de Dios.

Comparando aquel primer bloque de frases de León XIII que trajimos más arriba, y que pensamos que un católico carlista no tendría inconveniente en suscribir, con este segundo y último bloque problemático, la contradicción salta rápidamente a la vista, y no es complicado descubrir la clave de ese antagonismo en la palabra justicia, que brilla por su ausencia en esas postreras reflexiones del Papa en torno al bien común, las cuales parecerían más bien remitir al concepto de «razón de Estado».

Quizás la primera formulación cabal de esta deformación paródica de la genuina noción del bien común, fue justo la que dictaminaron las autoridades religiosas judías cuando resolvieron asesinar a N. S. Jesucristo, el Mesías profetizado: «Entonces los Pontífices y Fariseos juntaron consejo, y dijeron: ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos así, todos creerán en él: y vendrán los Romanos, y arruinarán nuestra ciudad, y la nación. En esto uno de ellos llamado Caifás, que era el Sumo Pontífice de aquel año, les dijo: Vosotros no entendéis nada en esto, ni reflexionáis que os conviene el que muera un solo hombre por el bien del pueblo, y no perezca toda la nación. […] Y así desde aquel día no pensaban sino en hallar medio de hacerle morir» (Jn., XI, 47-50 y 53. Versión Vulgata. Traducción de Félix Torres Amat, La Sagrada Biblia, Tomo V, 21832, p. 277). Es la consagración de la divisa antimoral «el fin justifica los medios», por la cual se autoriza a las personas a cometer un mal ético para lograr un bien (o un supuesto bien).

En la Parte 1ª, Capítulo X, Sección §2ª, del Catecismo de San Pío X, la penúltima pregunta, «¿Por qué es tan perseguida la Iglesia Católica?», es respondida de este modo: «La Iglesia Católica es tan perseguida, porque así fue también perseguido su divino Fundador, y porque reprueba los vicios, combate las pasiones y condena todas las injusticias y todos los errores» (Catecismo Mayor. Segunda Parte del Compendio de la Doctrina Cristiana, traducción de Pablo Villada S. J., 121914, p. 31). La Revolución se instala en suelo español mediante la injusticia cometida en 1833 contra el poseedor de iure del Trono de la Monarquía Católica. Tanto él como los subsecuentes titulares del mismo reciben su legitimidad de la legalidad preconstitucionalista, única que goza de fuerza jurídica, en oposición a la ilegalidad constitucionalista, que adolece de nulidad de pleno derecho, y representa el mecanismo en que cristaliza la máxima liberal de la soberanía nacional, pilar en que se apoyan para autojustificarse todas las usurpaciones que se han venido perpetuando ininterrumpidamente desde ese año hasta el presente.

Por otro lado, San Pío X, en la primera Encíclica de su reinado, E supremi apostolatus, firmada el 4 de octubre de 1903, fijaba como programa para su pontificado el lema: «instaurar todas las cosas en Cristo» (§4). A este fin vincula el Pontífice las directrices que va esparciendo por el texto, pero nada impide aplicar análogamente algunas de ellas al objetivo temporal propio del Carlismo, la justa y debida restitución de la legítima potestad político-monárquica española, pues esta primaria reparación de la justicia conllevaría a su vez la reposición o retorno al marco legal católico-realista que, como efecto derivado consiguiente, permitiría y favorecería esa instauración (o, mejor dicho, restauración) de todas las cosas en Cristo.

El Papa da testimonio del «funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios» (§4), y agrega más adelante: «Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición (2 Tes., II, 3), de quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario –ésta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol–, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que –aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene–, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios (2 Tes., II, 4)». (§5. Citamos casi literalmente de la versión traducida existente en la página oficial digital de la Sagrada Congregación para el Clero. Los subrayados aparecen así en el texto original latino).

«Efectivamente –proclama San Pío X–, nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres (Sab., XI, 24), como olvidado de su poder y majestad; pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de fuerza (Sal., LXXVII, 65), romperá la cabeza a sus enemigos (Sal., LXVII, 22) para que todos reconozcan que el Rey de toda la Tierra es Dios (Sal., XLVI, 7) y sepan las gentes que no son más que hombres (Sal., IX, 20). Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo con asiduidad: Álzate, Señor, no prevalezca el hombre (Sal., IX, 19), sino –lo que es más importante– con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente observado de todos» (§6 y §7).

«Esto –concluye el Santo Padre– es no sólo una exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano. ¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Venerables Hermanos, por el temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se enorgullece, no sin razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que es casi una lucha de todos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no la reclame con vehemencia. Sin embargo, una vez rechazado Dios, se busca la paz inútilmente porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y, quitada la justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia (Is., XXXII, 17). Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, a saber, de tranquilidad del orden, se unen en grupos y facciones que llaman “de orden”. ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno solo: el de quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario promover y a él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz» (§7).

El Papa, en fin, recalca que esta labor de restauración –aplicable también, repetimos, a la privativa y característica finalidad de la Causa legitimista– ha de estar animada de la caridad (que incluye la magnánima caridad política), que es «paciente y benigna» (1 Cor., XIII, 4). «¿Cómo no vamos a esperar –remata el Pontífice– que el fuego de la caridad cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha prometido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza» (§13).

Félix M.ª Martín Antoniano            

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