
De nuevo sobrevino al joven otra grave enfermedad, esta vez cerebral. Su madre, viéndolo casi desahuciado, procuró a Tonico el bálsamo artístico que más anhelaba: la música. Por 8 pesetas consiguió que unos músicos tocaran para él. Aparisi tenía una gran pasión por la música; de hecho, la tarde en que murió en brazos de su íntimo amigo Gabino Tejado, salían de la ópera.
La enfermedad cerebral fue muy grave. Tanto, que olvidó gran parte de lo aprendido, pero gracias a su potentísima inteligencia y tras una dura convalecencia, comenzó la hercúlea tarea de reaprender todo lo olvidado. A sus 17 años ya se le consideraba una esperanza de la literatura por sus publicaciones en el Diario mercantil. El 3 de julio de 1839 recibió su investidura como abogado en Valencia.
Tras la inopinada muerte del padre de su novia María del Carmen, Francisco Adell, decidieron casarse el 4 de diciembre de 1842 y tuvieron 4 hijos, uno varón. Dada la pobreza de la familia, la madre de Aparisi les acogió en la casa familiar, habilitándoles un tabuco: «mientras hay cuartel general, hay alojamiento para todos los soldados», decía esta mujer incomparable.
Desde este momento se dedicó a la abogacía criminal con notabilísimo éxito, pero éste no le cegó lo más mínimo. Tal era su desapego por el dinero que solía decir: «La única parte dolorosa de la profesión es la necesidad de cobrar para vivir». Otra frase recurrente de Aparisi era: «difícilmente me aparto de una defensa aceptada; pero si es la de un pobre, nunca: mal me conoce quien imagine que tal pudiera yo hacer, por congraciarme con un rico o por el lucro que el pleito pudiera reportarme».
De hecho, pasó a ser conocido como el abogado de las causas perdidas: donde para todos era la culpabilidad manifiesta, el crimen notorio, la condena sin remedio, allí encontraba Aparisi culpabilidad dudosa, crimen improbado e inocencia probable. León Galindo dice de él: «Su elevado espíritu le llevaba a comprender que la mayor parte de los pleitos no son hijos de la perversidad, sino de los arrebatos momentáneos de las pasiones exaltadas o de la ciega ignorancia. Conocedor del hombre, penetraba en su pensamiento, se apoderaba de su alma, desentrañaba los móviles de su confesión, debida a coacciones morales, a consejos desesperados, a estímulos de la venganza, a engaños reprobables, e invalidaba ante el Tribunal, lo que inválido era ante la conciencia: Jurisconsulto eminente, pulverizaba las pruebas, elevábase a las razones de la ley, y desde los altos puntos de vista, de la letra que mataba, extraía triunfante el espíritu que había de salvar al reo.»
Tal era su finura y fama profesional, que hasta los republicanos conocedores de sus opiniones monárquicas le buscaban para que los defendiera. Pariente y amigo fraternal de Castelar, lo fue también de Sorní, de Peris y Valero y aun del propio general Prim. Nada de ello, recuerda el Prof. Ayuso, obstó a su catolicismo íntegro, sin fisuras en la doctrina ni en la conducta: «Crecí entre liberales —escribió un día— sin haber sido liberal ni un solo instante de mi vida».
Tan es así, que el ya citado Emilio Castelar y Ripoll, presidente a la sazón del Poder Ejecutivo de la 1ª República (1873-74), publicó un elocuente y merecido tributo en La Ilustración Española el 16 de noviembre de 1872, que por su relevancia transcribimos aquí, pese a su extensión:
«Donde sus facultades encontraban más grato empleo y adquirían toda su intensidad, era en la tribuna del foro, ejerciendo el sublime ministerio de la defensa. Quinientos reos de muerte ha disputado al patíbulo. Cuatro o cinco solamente ha podido arrebatarle el verdugo. Desde el punto en que la vida del reo dependía del poder de su palabra, no sosegaba Aparisi. Pasaba los días absorto en la meditación de su asunto y las noches inquieto en la fiebre, en el delirio de su caridad abrasadora. Convertíanse todas sus facultades al estudio de la causa, contemplábala bajo todos los aspectos y concluía por conocerla en su conjunto y en sus minuciosidades. Seguidamente iba a ver al reo, no como abogado, sino como padre. Le reconvenía unas veces dulcemente, le despertaba otras con afán la conciencia reveladora de su estado moral, le pedía noticias de toda su vida, le estudiaba como un moralista, como un fisiólogo y concluía por encontrar algo bueno, algo redentor en el fondo de aquel corazón perdido, de aquella alma sombría. Y desde el punto en que encontraba la estrella de aquella noche, casi, casi, le parecía el criminal inocente y se empeñaba en redimirle ante la justicia legal y ante la conciencia pública. Disponía prolijamente las pruebas morales y materiales que pudieran disculpar el crimen, no con la frialdad del sabio que analiza, sino con el calor del artista que redime y purifica. Llena de ideas la mente y de afectos el corazón, interesado ya como en causa propia, emprendía aquellas defensas, modelo de elocuencia, donde con aparente desorden y verdadero arte pasaba de las pruebas reales a las pruebas legales, de las morales a las reflexiones filosóficas, de las reflexiones filosóficas a la contemplación de la naturaleza humana en los extravíos de su voluntad, en los desmayos de su conciencia; y cuando todo estaba agotado, insinuábase en el corazón de sus Jueces, llamaba a sus sentimientos, ponía lágrimas en la voz, patético arrebato en su elocuencia, transfigurábase, hasta tocar en los límites donde le es dado alcanzar a la palabra humana; envolvía al Tribunal y al público entre las ráfagas abrasadoras de sus ideas enrojecidas en la más pura caridad y acababa por arrancar su víctima al verdugo, su triste presa a la muerte».
Santiago Ruiz, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)
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