Por el bien de tu alma, no apagues tu inteligencia

Cristo no quiere autómatas: quiere testigos que se santifican en la Verdad

I. El peligro de una obediencia sin inteligencia

Hay errores que no nacen de la malicia, sino de la confusión. Y hay silencios que no provienen del respeto, sino del miedo. En nuestra época, muchos católicos han sido formados en una obediencia mal entendida: una obediencia que exige repetir sin pensar, someterse sin discernir, y callar incluso cuando la doctrina es diluida como azúcar en agua tibia.

Pero esta forma de obedecer no es virtud: es abdicación. Y lo más grave no es que adormece el pensamiento, sino que puede oscurecer la salvación.

II. La verdadera fidelidad exige luz

La Iglesia jamás ha enseñado que la fidelidad consista en apagar la inteligencia. Al contrario: el alma católica, para ser verdaderamente obediente, debe ser profundamente lúcida. Porque la Verdad no se honra con repeticiones mecánicas, sino con adhesión consciente, firme y razonada.

Cristo no fundó su Iglesia para fabricar autómatas, sino para engendrar santos. No nos llamó a la imitación pasiva, sino al testimonio ardiente. No desea una grey que asienta a todo, sino discípulos que escudriñen, comprendan, y se entreguen a la Verdad, aunque duela, aunque incomode, aunque contradiga al mundo.

III. Formación: condición de la verdadera obediencia

Y para eso, no basta con un impulso emocional ni con una piedad desconectada de la razón. Hace falta una formación doctrinal sólida, un uso recto de la inteligencia iluminada por la fe. Porque no se puede amar lo que no se conoce, ni defender lo que no se entiende.

Y para formarse, hay que beber de las fuentes verdaderas. El alma católica debe nutrirse no del ruido doctrinal del día, sino del pensamiento que no caduca: los Padres, los Santos, los Doctores, el Catecismo auténtico, el Magisterio constante. Santo Tomás de Aquino, faro de equilibrio y verdad, nos recuerda que la fe es un acto de la inteligencia movida por la voluntad: no se cree porque se siente, se cree porque se conoce.

Y el criterio más seguro para no caer en el error —venga de donde venga— es aquel que los Padres de la Iglesia definieron desde antiguo: lo que ha sido creído siempre, en todas partes y por todos. Esa es la medida de la catolicidad. Y cuando uno forma su alma según esa medida, ninguna moda, ningún abuso, ningún desvío pastoral logra turbarlo.

IV. La autoridad verdadera nunca traiciona la verdad

Por eso, no se trata de desconfiar de las autoridades, sino de confiar primero en la Verdad. Si un obispo, un sínodo, un teólogo o incluso el Papa dijera algo que contradice lo que la Iglesia ha enseñado siempre, el alma bien formada no se pierde. No grita. No insulta. Pero tampoco asiente. Se mantiene firme. No por desobediencia, sino por fidelidad. Porque sabe que la autoridad eclesial no fue dada para cambiar la fe, sino para custodiarla.

El Papa merece amor, respeto, oración y obediencia —pero una obediencia que brota de la fe, no del miedo; que se apoya en la verdad, no en la incertidumbre. Su autoridad es inmensa, pero no infinita: tiene por límite el depósito de la fe. Cuando enseña lo que la Iglesia ha creído siempre, lo seguimos con alegría. Cuando siembra confusión, lo sostenemos con oración. Y si alguna vez resbalara hacia el error, no lo seguiríamos hacia él, sino que lo esperaríamos con fidelidad, recordándole con mansedumbre su misión: confirmar a sus hermanos en la verdad.

V. Apagar la razón es excluir la salvación

El pensamiento católico no se rinde ante el poder: se rinde ante la Verdad. La unidad eclesial no se sostiene en el servilismo, sino en la comunión doctrinal. Y la caridad no consiste en aceptar la mentira, sino en proclamar la Verdad con mansedumbre, pero sin concesiones.

Por eso, si la obediencia se vuelve miedo a razonar, ha dejado de ser virtud. Y si la fidelidad se convierte en adhesión incondicional a lo nuevo por el solo hecho de que es nuevo, ha dejado de ser católica.

Dios no quiere admiradores confundidos, sino hijos que conozcan su rostro. No quiere sumisión por reflejo, sino libertad interior entregada con inteligencia. No quiere ritualismo sin alma, sino Verdad hecha carne en cada vida.

La Verdad no cambia. No se adapta al aplauso. No evoluciona según el boletín de prensa. Y por eso, quien ama de verdad a la Iglesia debe recordar que la Verdad no necesita defensores vociferantes, sino testigos firmes, humildes y verdaderamente formados.

VI. Formarse no es proclamarse pastor

Pero cuidado: formarse no es convertirse en juez de la Iglesia, ni asumir el papel que sólo pertenece al Magisterio.
No queremos millones de pastores protestantes disfrazados de comentaristas católicos.
Queremos fieles bien formados, que piensen con la Iglesia, vivan en su Tradición, y reciban con humildad lo que no han inventado, sino heredado.
El alma que se educa en la Verdad no se vuelve tribunal, sino testigo.

VII. Conclusión: la inteligencia es puerta de salvación

Por el bien de tu alma —por amor a Cristo, por fidelidad a la Iglesia— no apagues tu inteligencia.
Porque solo quien piensa con la mente de Cristo, puede obedecer con el corazón de un santo.
Y solo quien se forma en la Verdad, puede dar razón de su esperanza.

Como decía G.K. Chesterton, con la lucidez que sólo tienen los conversos:

«La Iglesia Católica es la única cosa que salva al hombre de la esclavitud degradante de ser hijo de su época.
Es la única cosa que lo libera del servilismo humillante de ser esclavo del espíritu del tiempo.
No queremos una Iglesia que se mueva con el mundo.
Queremos una Iglesia que mueva al mundo.
La Iglesia no nos pide que dejemos nuestra cabeza en la puerta, sino nuestro sombrero».

Por eso, quien entra a la Iglesia dejando el sombrero, y no la cabeza, no sólo entra con reverencia: entra con esperanza.
Porque sólo una inteligencia despierta distingue entre la sumisión que esclaviza y la obediencia que salva.
La fe sin razón puede conmover por un momento, pero sólo la verdad comprendida salva para siempre.

Óscar Méndez

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