
El reciente fallecimiento del Papa Francisco I y la convocatoria para la próxima reunión del Cónclave a partir del día 07 de mayo de 2025 ha despertado, como era de esperarse, la curiosidad de muchos en torno a la elección de los papas, como también ha disparado exponencialmente la cantidad de opinólogos y «vaticanistas» (lo que eso signifique) que ofrecen sus explicaciones en los medios de comunicación, generando más confusiones que claridad. Y al parecer una película reciente sobre las intrigas maquiavélicas en los pasillos vaticanos ha generado sensación. De modo que hemos querido aprovechar la ocasión para aclarar algunos puntos al respecto… o cuando menos intentarlo.
Se ha extendido entre los fieles la imagen consistente en que los cónclaves se realizan en el interior de la Capilla Sixtina con los cardenales en su interior en estado de trance místico mientras el Espíritu Santo, al parecer en forma de paloma, se posa sobre la cabeza de su elegido, punto a partir del cual los presentes en la nave despiertan de su arrebato para contemplar al nuevo Papa, levitando y cubierto de una nube ígnea, mientras se escucha el himno Tu es Petrus entonado por coros angelicales.
Cuando se dice con cierta simpleza que «el Papa es elegido por el Espíritu Santo» esa es, más o menos, el cuadro evocado. Pero los católicos, una vez superados los años de la infancia, tenemos que aprender a dar razón de lo que creemos evitando esos fetichismos que, en palabras del P. Castellani, hacen que nuestra fe se vuelva la irrisión de los infieles, por lo que nos vemos en necesidad de prescindir de tan sugestivos efectos especiales. ¿Quién elige al Papa? ¿Puede darse razón de su investidura? ¿De dónde viene la idea de la elección directa y exclusivamente atribuible al Espíritu Santo?
Hace no muchos años sostuvo Karl Rahner, teólogo alemán, que era distinguible en cada elemento de la Creación el sello de la persona divina que había fungido como su causa, como de igual modo era posible discernirlo, según su tesis, en los eventos de la Historia de la Salvación con un alto grado de especificidad. Se trata, desde luego, de una idea discutible desde la perspectiva tomista, que deriva de la simplicidad divina la actuación de consuno de la Santísima Trinidad. Pero no somos teólogos y no pretendemos resolver el punto, sino simplemente señalar que, cuando menos desde Rahner, se ha extendido la moda de atribuir al Espíritu Santo lo que otrora se solía atribuir a la Divina Providencia, actuación de la Santísima Trinidad en su conjunto. Entre otras cosas, la propia elección de los papas, desde entonces artificialmente envuelta en el misterio en lugar de ser explicada.
Insistimos en que la cuestión tiene un sinfín de puntos teológicos que no comprendemos y, por lo mismo, no pretendemos desarrollar aquí. Para ello mejor acúdase a un clérigo. Pero caben al respecto algunas consideraciones que no son exclusivamente teológicas y que creemos ser capaces de señalar.
En primer lugar, que tradicionalmente no se explicaba la elección de los papas como un evento mágico protagonizado por «el soplo del Espíritu Santo», sino a través del mismo esquema que se solía utilizar para explicar el origen de la potestad de los reyes legítimos. Procedente de un pasaje del Deuteronomio (XVII, 14 y 15), tal planteamiento sostiene, a grandes rasgos, que si bien la potestad viene de Dios, dato confirmado por múltiples pasajes del Nuevo Testamento, Él la confiere para su ejercicio a quien el pueblo en cuestión ha determinado a través de sus leyes, como las teorías de la traslación y de la designación indican.
Dicho esquema no sólo sirve para explicar la dinámica de la investidura, sino que tiene la virtud de enfatizar que el nombramiento del Papa es resultado, como todas las cosas importantes en la Historia, de la cooperación de las voluntades divina y humana. Cooperación que adquiere un grado adicional de importancia cuando se observa que el aspecto humano de la cuestión recibe además alguna inspiración, a manera de suaves sugerencias (en griego llamadas logismoi), que son la marca de la gracia cristianamente entendida y que no sólo aprovechan las virtudes de quien las recibe, sino que lo hacen de tal modo que no anulan su libre albedrío, invitándole a constituirse en «causa segunda» de la Divina Providencia, razón por la que adquiere tanta importancia rezar por los miembros de un cónclave.
En segundo lugar, referir a la Divina Providencia en lugar de hacerlo al «soplo» del Espíritu Santo tiene la virtud de reconocer la doble modalidad, activa y pasiva, que la voluntad divina puede adoptar al respecto. Desde luego puede la Providencia inclinar los números al pontífice más acorde con sus planes, pero como no se impondría violentamente a las voluntades rebeldes o ambiciosas (que las hay en los cónclaves), podría también permitir que salga victorioso el sujeto menos indicado, para luego servirse de él, con todos sus defectos, como instrumento para hacer Su voluntad, aunque por tales defectos también la Iglesia acabe eventualmente pagando la factura, pues si de algo rara vez nos salva la Providencia es de las consecuencias de nuestra propia estulticia.
Por tales razones, estimado lector, le invito a notar cuánto se pierde, cuánto se nos quita, si acudimos a la burda noción de la elección mágica que en tiempos recientes se ha puesto de moda. Y, desde luego, a elevar al Cielo una plegaria por los cardenales electores, para que les sea inspirado un fortísimo anhelo de cumplir con su deber.
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.
Deje el primer comentario