Ave, spes unica

Todos los pueblos, todas las razas, todas las reliquias allí representadas, rinden homenaje de adoración al glorioso instrumento de la muerte de Cristo

Artículo de Dolores Baleztena publicado en «El pensamiento navarro», núm. 10.747,  del día 3 de mayo de 1932.

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Aparece radiante en Jerusalén la mañana del tres de mayo. Multitud de peregrinos se encaminan por las típicas y tortuosas callejas hacia la basílica del Santo Sepulcro, relicario monumental donde se conservan los lugares más venerables de la Pasión y Muerte de Cristo.

Van a celebrar el triunfo de la Cruz.

En los subterráneos del extraño y misterioso templo, se encuentra la llamada cripta de Santa Elena. Nos cuenta la historia que cuando la madre del gran Constantino vino a Jerusalén, con todo el fervor de su alma recién convertida, se dedicó a buscar las huellas de Cristo y, con imperial magnificencia, las fue encerrando en suntuosas iglesias, joyas de arte y riquezas.

Pero su afán especial consistía en buscar la Cruz, ese signo que su hijo viera refulgir en el cielo con la promesa de que por él vencería.

Sobre la cima del Gólgota, se abría una sima misteriosa, por la que nunca nadie había penetrado. La intrépida emperatriz, iluminada por inspiración divina, arrostró el peligro de aquella imponente exploración, y allí, en las entrañas de la tierra, la fe y el amor encontraron su premio.

Sobre las rocas de la caverna, yacían hacía cuatro siglos, las tres cruces que sirvieron para el suplicio de Cristo y los ladrones. Los judíos deseosos de huir del recuerdo de su crimen, y más aún, de hurtar a la veneración de los discípulos de Jesús tan preciado tesoro, las arrojaron confundidos a la desconocida sima.

¿Cuál de las tres era la Cruz del Salvador? ¿Cuál debía de ser expuesta a la adoración de los cristianos del mundo entero?

La emperatriz, siempre inspirada por el cielo, mandó traer un ciego, y haciendo que las cruces tocaran sus ojos sin luz, se abrieron estos al contacto del que fue cruel instrumento «donde la muerte fue vencida en el leño, cuando en él murió la Vida».

La cueva misteriosa, el subterráneo de piedra sumido en la obscuridad, se nos presenta radiante en esta bendita mañana de primavera. Multitud de lámparas, al estilo griego, brillan como estrellas entre las imponentes rocas.

El Patriarca de Jerusalén, acompañado de todas las autoridades eclesiásticas, oficia solemne la misa de Pontifical.

¡Cómo resuena por aquellos ámbitos la voz que canta el triunfo de la Cruz! «¡Salve oh Cruz, única esperanza nuestra y que nos traes la alegría! ¡Oh dulce leño que soportas peso tan suave!».

La procesión se organiza magnífica y la reliquia de la Vera Cruz, escoltada por los católicos, pasea triunfante por toda la basílica del Santo Sepulcro.

Resuenan más grandes que nunca las palabras de la Iglesia: «Ya del Rey tremola el estandarte, avanza, refulge el misterio de la Cruz en que la vida padeció muerte y en la muerte nos dio vida».

Los versículos se suceden sublimes. En grandioso desagravio, vibran las aclamaciones, allí donde resonaron los insultos, las blasfemias, los desprecios, donde se consumó la ignominia, la Cruz reina, la Cruz vence, la Cruz impera.

Los cismáticos griegos, los armenios, los rusos, los coptos venidos de Egipto, los melancólicos abisinios de mirada mística y nostálgica se inclinan a su paso, agobiados por la grandeza del misterio de la Cruz. Las mujeres vestidas a la usanza oriental, la saludan graciosamente y en mil lenguas le gritan sus cuitas y santos amores. Hasta los impávidos musulmanes que en la puerta de la basílica fuman su nargile, se inclinan deferentes ante el recuerdo de la Cruz en la cual murió el para ellos gran profeta Jesús, hijo de la dulce Myriam.

Todos los pueblos, todas las razas, todas las reliquias allí representadas, rinden homenaje de adoración al glorioso instrumento de la muerte de Cristo. «Publicad entre las naciones que el Señor reinó desde la Cruz»… y muchos católicos ¡Dios mío!, la desprecian, la apartan de su vida, la relevan de las mansiones de la ciencia y del dolor, donde era inspiración en las luchas del entendimiento, escuela de resignación en el sufrir…

Pero un pueblo canta su gloria. Unos súbditos por natural impulso y por orden de su Caudillo, se abrazan a ella amorosamente y con todo el ardor de su alma, con toda la vehemencia y ansia de justicia que hace palpitar sus corazones la aclaman entusiasta y fervorosamente: «¡Oh luz más esplendorosa que todos los astros, tan célebre en el mundo y tan digna de ser amada de los hombres! Tú sola fuiste digna de cargar con el precio del mundo. Salva a este pueblo hoy reunido para cantar tus alabanzas».

¡Salve oh Cruz, nuestra esperanza!

Dolores Baleztena.

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