El camino hacia el Concilio de Nicea (I)

para combatir los errores del mundo antiguo (de los cuales surgen realmente, en última instancia, las herejías modernas) y reafirmar el dogma católico, fue por lo que se convocó el Concilio de Nicea

Icono conmemorativo del Concilio de Nicea

El Obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, Pierre Mamie, revocó el 6 de mayo de 1975 la aprobación canónica de la Hermandad Sacerdotal San Pío X que había otorgado su predecesor François Charrière el 1 de noviembre de 1970. El Papa Pablo VI envió al Arzobispo Marcel Lefebvre una carta, fechada el 29 de junio de 1975, en la que le anunciaba haber confirmado la decisión del Obispo suizo y le instaba a someterse a ella «con todas sus consecuencias prácticas». En esa misiva se incluía el siguiente párrafo: «Habéis dejado invocar en vuestro favor el caso de San Atanasio. Es verdad que este gran obispo permaneció prácticamente solo en defender la verdadera fe, dentro de las contradicciones que le venían de todas partes. Pero, precisamente, se trataba de la defensa de la fe del reciente Concilio de Nicea. El Concilio fue la norma que inspiró su fidelidad, como además en San Ambrosio. ¿Cómo a día de hoy alguien podría compararse a San Atanasio, osando combatir un Concilio como el segundo Concilio del Vaticano, que no hace menos autoridad, que es incluso bajo ciertos aspectos más importante todavía que el de Nicea?». (Texto francés de la carta visto en la página digital La Porte Latine).

Se podría argüir que, si Monseñor Lefebvre se opuso al Concilio Vaticano II y sus asociadas reformas posteriores implementadas a todos los niveles, propensas a hacer converger a la Iglesia con los errores del mundo moderno (tanto en su vertiente protestante, como en la racionalista), fue justamente por fidelidad al Concilio de Trento y sus concordantes reformas ulteriores, corroboradas en el Concilio Vaticano I, tendentes a escudar a la Iglesia frente a ese mundo moderno y confirmarla en su perenne naturaleza, empezando por el corazón de la Fe (lex credendi) y la Liturgia (lex orandi). Similarmente, para combatir los errores del mundo antiguo (de los cuales surgen realmente, en última instancia, las herejías modernas) y reafirmar el dogma católico, fue por lo que se convocó el Concilio de Nicea, de cuya apertura se cumplirán 1.700 años el próximo 20 de mayo.

En su biografía de la Santísima Virgen, Mística Ciudad de Dios, la Venerable M.ª de Jesús de Ágreda, tras relatar la historia de la génesis y proclamación del Credo de los Apóstoles, concluye: «Este Símbolo, que vulgarmente llamamos el Credo, ordenaron los Apóstoles después del martirio de San Esteban y antes que se cumpliera el año de la muerte de Nuestro Salvador. Y después la Santa Iglesia, para convencer la herejía de Arrio y otros herejes en los Concilios que contra ellos hizo, explicó más los misterios que contiene el Símbolo de los Apóstoles y compuso el Símbolo o Credo que se canta en la Misa. Pero en sustancia entrambos son una misma cosa y contienen los catorce artículos que nos propone la doctrina cristiana para catequizarnos en la Fe, con la cual tenemos obligación de creerlos para ser salvos (Tercera Parte, Libro VII, Capítulo 12, § 218).

Ese Credo que se recita, entre la Homilía y el Ofertorio, en la Misa romana tridentina, es el llamado Credo niceno-constantinopolitano, por razón de su origen en las fórmulas consagradas en los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) en contradicción con la heterodoxia arriana y las demás que derivaban de ella.

Normalmente se suele conocer, con plena razón, a la Iglesia prenicena como la Iglesia de las Persecuciones o de los Mártires, por la cruenta situación de proscripción a la que los Emperadores romanos habían reducido a los cristianos. Pero no hay que olvidar tampoco que fue una época en la que proliferaron asimismo diversas corrientes heréticas que continuamente amenazaban a los fieles en el campo de Fe.

El Maestro Canals Vidal, en su obra Mundo Histórico y Reino de Dios (2005), reunió una serie de ocho conferencias sobre Teología de la Historia impartidas en 1993, seguidas de un anexo constituido por varios artículos aparecidos a lo largo de su trayectoria literaria ligados a la misma temática. En el libro se refiere varias veces a las dos principales desviaciones que rondaban a los cristianos de los primeros siglos: el ebionismo y el gnosticismo. Para ilustrarlas, Canals cita el siguiente pasaje de Contra las herejías, obra magna de San Ireneo († 202), Padre griego que culminaría sus años como Obispo de Lyon antes de su martirio final: «“No sería Jesús, el Cristo, aquel que tiene carne y sangre por la que nos redime, si no recapitulase en sí todo lo que Dios había creado en Adán. Vanos son los de Valentín [= los gnósticos] que dogmatizan excluyendo la salvación de la carne y desprecian lo que Dios ha creado. Vanos son también los ebionitas, que no aceptan la unión de Dios con el hombre, sino que perseveran en la vieja levadura. Rechazan la mezcla del vino celeste y no quieren ser sino agua secular. No aceptan que Dios venga a unirse a ellos, y perseveran en el Adán que cayó y fue desterrado del Paraíso” (Adversus haereses, lib. V, cap. 1, núms. 292-292)» (p. 218).

En otro lugar, Canals comenta: «Mientras que los gnósticos utilizaban el lenguaje cristiano y pretendían apoyarse en el Evangelio de San Juan, ocultando todo lo que se refería al Cristo encarnado, los ebionitas, aunque fingían citar algún texto de San Mateo sacado de su contexto, propiamente no eran herejes cristianos, sino “judíos”» (p. 177). Y unas páginas después, el Profesor catalán resalta a su vez la reverberación de esos dos deletéreos movimientos en las sucesivas épocas hasta nuestros días: «La vana deformación ebionita de la esperanza del Reino en el humanismo secular ha continuado su obra a lo largo de los siglos. E igualmente la antítesis, la gnosis hostil a la naturaleza y que reviste el odio a Dios de desprecio de los bienes terrenos. Gnosis y milenio se sintetizan por otra parte reiteradamente en la Historia y, con influencia patente y universal, entrañan los errores de nuestro tiempo» (p. 206).

Nos atrevemos a sugerir una pequeña matización en la caracterización de los ebionitas que realiza Canals, pues pensamos que sí fueron herejes «cristianos»: judeo-«cristianos» o judaizantes si se prefiere. Ciertamente, bajo una falsa interpretación del Evangelio que redactó San Mateo, el primero de los cuatro en componerse y dirigido a los antiguos israelitas a fin de probar el cumplimiento en Cristo de las profecías contenidas en las Escrituras, los ebionitas creían sinceramente que Jesucristo era el verdadero Mesías anunciado por los Profetas, pero tenían de Él una visión puramente terrenal, hasta el punto de que la rama más burda de la secta le llegaba incluso a considerar como nacido igual que los demás hombres, sin parto virginal. Integraban la figura de Jesús en el horizonte mental del Antiguo Testamento, reputándole en la estela de los antiguos Profetas, en un grado desde luego comparativamente eminente en cuanto a la recepción de los mismos carismas divinos, pero, al igual que aquéllos, no más allá del plano meramente humano. Las promesas del siglo futuro, en fin, las rebajaban a un materialismo craso circunscrito a este mundo, conocido comúnmente con el nombre de milenarismo o –dicho en griego– quiliasmo.

M.ª de Jesús de Ágreda, en su citada obra, afirmaba lo siguiente: «El último de los cuatro evangelistas que escribió su Evangelio fue el Apóstol San Juan en el Año del Señor de cincuenta y ocho. Y escribióle en lengua griega estando en el Asia Menor, después del glorioso Tránsito y Asunción de María Santísima [en el año cincuenta y cinco], contra los errores y herejías que luego comenzó a sembrar el demonio […], que principalmente fueron para destruir la fe de la Encarnación del Verbo divino, porque, como este misterio había humillado y vencido a Lucifer, pretendió luego hacer la batería de las herejías contra él. Y por esta causa el evangelista San Juan escribió tan altamente y con más argumentos para probar la divinidad real y verdadera de Cristo Nuestro Salvador, adelantándose en esto a los otros evangelistas» (Tercera Parte, Libro VIII, Capítulo 9, § 563).

Aunque la religiosa concepcionista no lo menciona explícitamente, es claro que la causa del Evangelio de San Juan fue sobre todo contra la herejía ebionita, como así lo declara expresamente San Jerónimo († 420) en la entrada que dedica al Apóstol de la caridad en su Libro de los claros varones eclesiásticos (Cfr. Tomo II de sus Obras Completas, ed. B.A.C.). Aunque todo el Evangelio es una clara demostración de la divinidad del hombre Jesucristo, desde el principio destacó primordialmente la excelsa profesión teológica encerrada en el Prólogo con el que se inicia el sagrado texto del Apóstol San Juan, y que se recita al final de la Misa romana tridentina. Desgraciadamente, a medida que se iba arrinconando el ebionismo a un ámbito marginal por gracia de la intervención joánica, venía creciendo paulatinamente en su lugar, al calor de una espuria interpretación de ese mismo Evangelio, el que sin duda habría de ser el más formidable enemigo de la ortodoxia prenicena: el gnosticismo. Testimonio de los primeros coletazos de esa serpiente venenosa nos lo dan los avisos recogidos en las últimas epístolas de San Pablo (es decir, las llamadas Cartas Pastorales) o en la primera epístola del propio San Juan, si bien su eclosión masiva se producirá a partir de la primera mitad del siglo II.

La batalla en materia teológica que, frente a las sectas gnósticas, judaicas y filosóficas extraeclesiásticas, libraron los apologistas y escritores de la Iglesia, quedó centrada desde entonces en torno a la verdadera naturaleza de aquel Logos divino encarnado en Jesucristo que había predicado San Juan en su Prólogo, no manteniéndose sin embargo exentas de distorsiones doctrinales las distintas reflexiones al respecto de algunos de estos últimos, que habrían de ser germen potencial de consiguientes desvaríos más avanzados aparecidos con posterioridad, como el del arrianismo, en los que ya no se vacilaba en extraer abiertamente las lógicas implicaciones. (Continuará).

Félix M.ª Martín Antoniano

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