
Dos líneas extraviadas de especulación en relación al Logos se pueden identificar en el pensamiento teológico preniceno, dimanadas siempre de un afán por querer salvar de una u otra manera el incontestable dogma de la unicidad de Dios heredado de las Sagradas Escrituras del Antiguo Israel, pero cuyos resultados desembocaban finalmente en alguna forma de unitarismo, por utilizar anacrónicamente el término con que se conocerá el futuro antitrinitarismo reavivado desde los albores de la Edad Moderna. Huelga indicar que las conclusiones asentadas sobre el Logos se entendían automáticamente extendidas al Espíritu Santo, objeto de menor meditación durante este periodo, al menos según las parcas fuentes documentales que nos han llegado.
La primera línea se podría decir que posee una ascendencia judaica, y se localizaba fundamentalmente en la tradición asiática o antioquena: es la que los estudiosos actuales denominan monarquianismo. Se caracteriza por desconocer en el Logos su cualidad hipostática o personal, reservándosela exclusivamente a Dios-Padre. El Logos, como mucho, sólo sería una potencia del Dios único. De esta línea brotaron dos ramas. La primera es la del adopcionismo, difundida en Roma por Teódoto de Bizancio y Artemón, por la cual se afirma la divinidad de Cristo entendida como la recepción por el hombre Jesús de la gracia divina en algún momento de su vida, permitiéndole así poder ser llamado Hijo de Dios. Es decir, se aplica a Jesucristo la misma forma en que los cristianos son divinizados por la gracia y hechos Hijos de Dios, haciéndole simplemente uno más entre ellos, o, a lo sumo, concediéndole la primacía como fruto de una mayor gracia otorgada a su alma particular, pero nada más. La segunda rama es la del modalismo, pero antiguamente se conocía como sabelianismo por razón del hereje Sabelio, uno de sus principales impulsores en Roma. Afirmaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no eran sino tres modos que servían para denominar a un mismo y único ser hipostático divino, asignándosele cada cual en función de la específica actividad que en cada momento estuviere dispensando. Así pues, la Encarnación la realizó esa solitaria y singular Persona divina, quien por tanto fue también la que –en virtud de la comunicación de idiomas– padeció y resucitó, razón por la cual se les motejaba igualmente de patripasianos, al ponerse en evidencia que, con la indistinción de nombres, en realidad tanto daba profesar ser el Padre y no el Hijo el que hubiese padecido en el sujeto encarnado Jesucristo.
La segunda gran línea errada de pensamiento acerca del Logos se resentía de un cierto contagio o influjo diseminado de la mentalidad gnóstica, efecto colateral derivado de sus disputas apologéticas contra esa secta, unido a un temerario deseo de plantearlas partiendo del mismo viciado terreno filosófico-cultural en que se cimentaba el adversario. Tuvo su desarrollo especialmente en la tradición egipcia o alejandrina, de cuya metrópoli habían salido la mayoría de los grandes maestros del gnosticismo: Basílides, Carpócrates, Valentín (el más influyente de todos ellos), y sus dos discípulos Tolomeo y Heracleón. A esta segunda descarriada orientación se la conoce con la etiqueta de subordinacionismo. Se trata de un tipo de unitarismo más sutil y elaborado que el de sus contrarios monarquianos. Reconocen el carácter hipóstatico del Logos, y lo distinguen verdaderamente del Padre y del Espíritu Santo, quienes gozan igualmente de sus respectivas subsistencias personales. Pero, a fin de preservar el dogma de la unicidad divina, elevan la hipóstasis del Padre –a modo de Dios supremo y pleno– por encima de las entidades «divinas» del Logos y el Espíritu Santo, estimadas como inferiores, estableciéndose así una jerarquía entre las tres, en la cual el Logos está subordinado al Padre, y el Espíritu Santo al Logos, por lo que queda eliminada la total, absoluta y perfecta igualdad de substancia divina entre las tres Personas. Uno de los pilares en que pretendía basarse esa errónea construcción procedía del hecho de que San Juan, en su consabido Prólogo teológico, utilizase el término “el dios” (ho theos), con artículo determinado, para referirse al Padre, y el vocablo “dios” (theos), sin artículo, para designar al Hijo.
El controvertido Orígenes († 253) fue quien organizó la versión más acabada de esta teoría, englobándola en un sistema impregnado de elementos provenientes del naciente neoplatonismo que seguramente había bebido en las lecciones del alejandrino Ammonio Saccas († 243), a quien se considera fundador de esta escuela filosófica, doctrinalmente estructurada por su otro discípulo contemporáneo Plotino († 270), y que constituye la última de las grandes que emanaron de la antigüedad griega clásica hasta su final desaparición tras el cierre definitivo de la Academia de Atenas ordenada por el Emperador Justiniano en 529 (mismo año, por cierto, en que paralelamente San Benito fundaba su primera comunidad de monjes en Montecasino).
Las dos tendencias unitaristas se oponían la una a la otra en una especie de diálogo de besugos: mientras los monarquianos acusaban a los subordinacionistas de emparentarse con el politeísmo pagano, estos últimos acusaban a los primeros de enlazarse con el judaísmo. Por su parte, la tradición romana, custodia de la ortodoxia, siempre condenó ambas inclinaciones desviadas, en una neta dirección teológica que culminaría con las definiciones de Nicea. El prestigioso patrólogo Manlio Simonetti († 2017) opinaba, no obstante, que en dicha tradición imperaba una creencia que él calificaba como «monarquiano moderada», en contraposición al monarquianismo extremo que vendría a estar representado por las ideologías anteriormente expuestas bajo ese rubro.
A nuestro humilde entender, las pocas pruebas que aduce el estudioso italiano son meramente circunstanciales, e insuficientes para llegar a esa conclusión. Básicamente se reducen a dos. En primer lugar, el pensamiento del Papa San Calixto I († 222), quien supuestamente habría sostenido una vía media entre el monarquianismo sabeliano y el subordinacionismo, ambos condenados por él. Pero la descripción de esa doctrina ecléctica supuestamente suya, sólo la conocemos a partir del texto (un tanto abigarrado, dicho sea de paso) de un tratado titulado Refutación de todas las herejías de un autor coetáneo incierto (que algunos doctos identifican con el primer Antipapa de la Historia, Hipólito de Roma), un subordinacionista enemigo de dicho Pontífice, a quien le acusaba de defender presuntamente la postura referida: datos todos éstos que invitan a tomar esa declaración a lo menos como sospechosa. La segunda prueba provendría de la posición del Papa San Dionisio († 268), tal como quedaba reflejada en la carta enviada a su homónimo del Patriarcado de Alejandría. Pero en la misma tampoco se observa ningún rastro concluyente de «monarquianismo moderado». En ella, después de enunciar la enésima condenación de las dos equivocadas vías sabeliana y subordinacionista, se insiste una vez más en la recta inteligencia de la unidad divina de las tres hipóstasis. Y el Patriarca alejandrino, por otro lado, en su contestación al Sumo Pontífice asevera que no tiene problema alguno en aceptar el término «consubstancial» (homoousion) para denotar dicha unidad, registrándose así el primer precedente explícito de la terminología ortodoxa asentada en Nicea.
¿Cuáles fueron las fuentes de la versión antitrinitaria peculiar del Presbítero Arrio († 336), desencadenante de la convocatoria del Concilio Ecuménico? Tratándose de un Sacerdote que ejercía su ministerio dentro de la jurisdicción del Patriarcado de Alejandría, es lógico que su titular, San Alejandro († 326), fuera el primero en censurar las ideas propagadas por el heresiarca y sus adeptos y en excomulgarles, todo lo cual se verificó en un Sínodo celebrado al efecto en 318. Según este Patriarca, la raíz remota de las concepciones arrianas hay que ubicarla en los ebionitas y en Artemas (esto es, Artemón, que ya vimos que era uno de los promotores del monarquianismo adopcionista). Como fuente inmediata, San Alejandro señala a Pablo de Samosata († 275), antiguo Patriarca de Antioquía, depuesto en 268 por profesar una variante del adopcionismo en que se incluía la noción del Logos, pero entendido sólo como una simple fuerza o potencia impersonal del Dios único, produciéndose la divinización del hombre Jesús por la inhabitación en el mismo de ese Logos. Discípulo de Pablo fue el Sacerdote Luciano de Antioquía († 312), fundador de la Escuela (Didaskalion) teológica de Antioquía, en la cual se habría formado Arrio, quien expresamente reconocía a Luciano como a su maestro.
Según estas denuncias vemos, pues, que la herejía arriana parecería descender del enfoque judaico-monarquiano del unitarismo, propio de la tradición asiática. No obstante, si nos atenemos a los rasgos que se nos han conservado de la modalidad antitrinitaria de Arrio, pensamos que está más justificada la filiación del arrianismo en el subordinacionismo, habiéndose limitado el heresiarca alejandrino a llevar los postulados de esa perspectiva hasta sus últimas consecuencias. Así lo vio San Epifanio de Salamina († 403), quien, en su Panarion (377) o Botiquín de antídotos contra los venenos de las herejías, fue el primer Santo Padre de la Iglesia en delatar la doctrina de Orígenes –principal intelectual de la susodicha errada tradición alejandrina– como la verdadera semilla de la planta arriana. Así lo repetía en una carta al Obispo origenista Juan de Jerusalén, fechada en 394, en la que, recordándole un anterior encuentro personal algo violento que había tenido con él, le exhortaba con estas palabras: «Por eso yo te ruego, amadísimo, y te suplico postrado a tus pies: hazme a mí, hazte a ti la gracia de salvarte, como está escrito, de esta generación perversa [Mt. 17, 16], y apártate, carísimo, de la herejía de Orígenes y de todas las herejías. Pues veo que toda vuestra indignación tiene como causa el que yo os haya dicho: “No debéis alabar al padre de Arrio, al que es raíz y progenitor de las demás herejías”» (Carta 51 del Epistolario de San Jerónimo, §3, Tomo Xa de sus Obras Completas, ed. B.A.C., trad. Juan Bautista Valero). (Continuará).
Félix M.ª Martín Antoniano
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