
I. Antes de todo: la danza del ser
Antes de que el mundo fuera mundo, antes de que las estrellas aprendieran a cantar, ya danzaba un fuego trino en el seno del Ser: la Belleza, la Verdad y la Bondad no como atributos dispersos, sino como una sola llama indivisible.
La Belleza era la forma esplendente del Ser, la Verdad era su latido inteligible, la Bondad era su desbordamiento amante.
Y cuando Dios, que no crea por necesidad sino por gozo, quiso hacer surgir las criaturas, no sembró fragmentos dispersos, no arrojó partículas de caos, sino que bordó sobre el ser esta triple firma sagrada: ser bello, ser verdadero, ser bueno —todo a la vez, como una única luz.
Cada flor, cada piedra, cada alma humana, fue creada para ser un reflejo encarnado de esa trinidad de gloria.
II. La memoria del instinto bautizado
Hubo un tiempo —sí, hubo— en que los hombres sabían, sin tratados ni escuelas, que levantar un templo hermoso era besar la Verdad, que componer un canto limpio era abrazar la Bondad, que tallar una imagen luminosa era besar el rostro de Dios escondido en la materia.
No era ciencia: era instinto bautizado. Se sabía —como se sabe el perfume de la primavera— que la Belleza no era adorno, sino sacramento visible de la Verdad y el Bien.
III. El amor de Agustín: hermosura antigua y nueva
San Agustín, maestro de lágrimas y éxtasis, no se rindió ante silogismos, sino ante una irrupción de Hermosura.
No escribió en su Confesiones «tarde te entendí», ni «tarde te obedecí», sino: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva!».
Amó. Y al amar, vio que el esplendor visible del mundo no era sino el reflejo tembloroso de la Belleza eterna.
IV. La belleza no se inventa: el arte como adoración
Porque la Belleza verdadera —como comprendió el alma de Patricio R. Handler— no es una creación humana, no es un lujo para tiempos de abundancia, no es una entretención decorativa. La Belleza auténtica no se inventa: se recibe, se contempla, se encarna.
El arte cristiano, si es fiel, no es un acto de autoexpresión, sino un acto de adoración.
El verdadero artista no es demiurgo, no es fabricante de ficciones: es servidor de lo real. Recoge, como agua pura en vasija humilde, el resplandor que baja del cielo, y lo traduce en color, en canto, en palabra, en piedra, para que los hombres puedan ver con los ojos del alma lo que sólo intuían en la penumbra.
V. La transparencia de la belleza verdadera
Así, toda belleza cristiana verdadera es transparencia: una ventana limpia hacia el misterio, un umbral visible que invita al alma a entrar.
Cuando el bien es pleno, irradia belleza como el fuego irradia luz, como el corazón irradia vida, como la rosa no puede ocultar su perfume.
Cuando la verdad resplandece sin máscara, canta. No porque sea poeta, sino porque todo ser verdadero es un canto en acto.
Y cuando la bondad se derrama en el mundo, enciende la materia misma con una hermosura que no necesita justificación: como el sol que ilumina incluso a quien cierra los ojos.
VI. La herejía moderna: el susurro de la soberbia
Pero el drama comenzó —como comienzan las grandes tragedias— no con un estallido, sino con un susurro de soberbia.
El hombre moderno, cansado de adorar, pretendió crear belleza sin verdad, predicar verdad sin belleza, ofrecer bondad sin verdad ni belleza. Así nacieron los espectáculos que fascinan pero corrompen, las doctrinas que enseñan pero no convierten, los moralismos que ordenan pero no sanan. La belleza fue prostituida en artificio, la verdad en dogmatismo árido, la bondad en sentimentalismo vacío. Y el mundo, que estaba llamado a ser un himno, se convirtió en una feria ruidosa.
VII. El alma no olvida: el suspiro de la luz perdida
Sin embargo, el alma —aunque herida— no olvida. Aún recuerda, como una melodía lejana, que el arte no existe para distraer, ni la belleza para embelesar, ni la bondad para consolar superficialmente.
Sabe, en su raíz más profunda, que todo arte verdadero debe ser, como enseñaba Handler, una encarnación humilde de la Verdad y el Bien, una forma visible donde se refleje el rostro oculto de Dios. Sabe que la Belleza verdadera salva, porque no termina en sí misma, sino que lleva de la mano al Bien y a la Verdad.
VIII. El retorno a la llama primera
Y por eso, toda restauración auténtica no será un cambio de estilos ni una reforma estética, sino un retorno amoroso a la llama primera.
Será necesario:
- Discernir la belleza como quien distingue, entre mil voces, la voz de su madre.
- Educar el alma a preferir lo noble a lo llamativo, lo verdadero a lo brillante, lo fecundo a lo fácil.
- Redignificar los altares, los templos, las ciudades, hasta que cada piedra y cada canto respiren de nuevo a Dios.
- Vivir como obras de arte andantes, templos vivos donde Belleza, Verdad y Bondad no sean ideas, sino carne resplandeciente.
IX. El canto que no se apagará
Porque vendrá el día —y ya asoma como aurora sobre los escombros— en que todo lo falso se desplomará, en que toda impostura será barrida, y sólo quedarán en pie los que hayan vivido y amado la unidad de la Belleza, la Verdad y la Bondad.
Entonces, en el corazón mismo de la nueva Jerusalén, cuando ya no haya llanto ni noche, resonará un canto.
No será un canto nuevo: será el himno eterno que nunca dejó de arder en el corazón de Dios. Y el alma fiel, arrodillada ante la Verdad hecha Belleza, oirá al fin la voz que siempre buscó: «Todo lo verdadero era hermoso. Todo lo hermoso era bueno. Todo lo bueno era Yo».
Óscar Méndez
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