Vienen, comen, se van

no podemos dejar de observar importantes paralelismos entre las hormigas, las langostas y los colegios cardenalicios

En Isla Hormiga hay una colonia de hormigas. El descubrimiento es sorprendente, casi tanto como la falta de imaginación de los guionistas de Bichos, un clásico de Pixar que narra en clave cómico-infantil una historia que podría ser una adaptación de algún western de segunda fila.

La colonia de hormigas de Isla Hormiga es fervorosamente monárquica (como todas las hormigas decentes, por otra parte); y habita un microcosmos en el que la Naturaleza se muestra lo bastante generosa como para que su simple economía basada en la recolección baste para alimentar a todo el hormiguero. Y a unos insidiosos visitantes anuales, en forma de langostas[1] (de las bíblicas, no de las de mar, por más que hayamos dicho que la historia transcurre en una isla).

Una vez al año, hacia el final de la primavera, una siniestra bandada de langostas hace su viaje anual (desde su guarida en un viejo y roñoso sombrero adosado a un cactus[2]) hasta la citada Isla, donde las laboriosas hormiguitas les han preparado una generosa ofrenda de semillas y bayas, primorosamente dispuesta sobre una especie de gigantesco megalito de minúsculo tamaño (porque no dejan de ser hormigas). Mientras las langostas se dan un pantagruélico festín, las hormigas permanecen escondidas y temerosas a la espera de su marcha, bien cobijadas en las espaciosas salas subterráneas del hormiguero. Al final del banquete, las langostas se largan, sin siquiera dar las gracias, y las hormigas, contentas y aliviadas, pueden comenzar de nuevo a recolectar sus sabrosas vituallas para pasar el invierno.

Las hormigas temen, razonablemente, a las langostas y aguardan con ansiedad el desarrollo de los acontecimientos. Por eso el filme nos ofrece, como botón de muestra, a la noble Princesa Ata, llamada a la sucesión, repitiéndose de manera casi maníaca la fórmula que, generación tras generación, las laboriosas hormiguitas se repiten como explicación del singular y terrible rito realizado por sus salvajes explotadoras:

«— Vienen, comen, se van. Vienen, comen, se van».

Durante años y años, las langostas han venido, se han comido su suculenta ofrenda y se han marchado; sin dar las gracias, pero sin aplastarle la cabeza a la Reina ni comerse a ningún miembro de la colonia. Lo cual es de agradecer. Durante años y años, las gentiles, pero indefensas hormiguitas no se han preocupado ni del cómo ni del por qué ni de qué harán durante el resto del año las perezosas langostas y de por qué no se encargan ellas mismas de recolectar cosas para comer, en lugar de explotarlas miserablemente. A nadie se le pasa por la cabeza, evidentemente, plantarles cara, ni siquiera en nombre de la justicia y de la equidad; es que a nadie se le pasa por la cabeza, ni siquiera, que las cosas puedan suceder de otro modo a como están llamadas a suceder desde hace varias generaciones.

Las cosas son así y cuando las langostas hayan venido y comido, se irán. Volverán a sus respectivos cubiles y nos dejarán en paz, como si nada de lo sucedido en Isla Hormiga les afectase mínimamente, hasta que se vean obligadas a regresar. Las hormigas, por su parte, saldrán de su hormiguero y comenzarán a recolectar, otra vez, tratando de olvidar los rigores sostenidos bajo los calores estivales para preparar una primera ración de comida, apresuradamente devorada por sus tiranos.

En fin, que a las langostas no les importa demasiado que haya una monarca en Isla Hormiga, porque para cuando ésta se ponga a dar órdenes, ellas estarán ya lejos.

Aunque no debería ser así y aunque resulte muy doloroso reconocerlo, no podemos dejar de observar importantes paralelismos entre las hormigas, las langostas y los colegios cardenalicios. Y aunque este artículo ha sido escrito antes de que los Eminentísimos entren en cónclave, no crean que por ello lo que hemos de decir ha de modificarse en modo alguno según sea uno u otro el color del elegido, si es que ha habido elegido entre tanto.

Es cierto que la mayoría de los cardenales no son insectos depredadores del laborioso trabajo de los demás. Y estoy casi seguro de que ninguno de ellos puede volar por sus propios medios. Pero no es menos cierto que, en algo, se parecen a las langostas de Bichos.

Para empezar, en que nadie tiene muy claro lo que hacen durante aquella parte de sus vidas que no pasan en Roma haciendo cónclaves. ¿Cuántos de nosotros sabíamos que los actuales purpurados pasan de 250 y que entrarán a votar al próximo Papa la friolera de 133[3]? ¿Cuántos de nosotros podíamos nombrar, antes del fallecimiento de Francisco, más de 10 ó 15? ¿Quién de nosotros sabía que, además de Cobo, Omella y Cañizares había otros dos cardenales españoles con voto en Cortes (digo, en Capilla), uno en la Curia y otro en Marruecos?

Por otro lado, lo hemos visto con las sucesivas revueltas del episcopado africano contra Fiducia Supplicans, con las de varios obispos de China y del resto de Asia contra los acuerdos del Vaticano con los mandarines rojos, con el interminable Sínodo pangermánico y con otro sinfín de asuntos: lo que pase en Roma, se queda en Roma. El principal resultado de una iglesia en salida y sinodal, es que aquí cada cual hace lo que le viene en gana en su diócesis, incluso criticar abiertamente a Roma y al Papa, siempre que lo haga con elegancia y tino. El caso Strickland es caso, sobre todo, porque faltó la diplomacia que, manifiestamente, sí que abundó en el caso Huonder, que no fue tal, o en el caso Schneider, que tampoco parece merecer la atención del Vaticano. Aunque habría mucha más tela que cortar, nos parece…

Hay algo mucho más profundo y más importante que se ha roto en la Iglesia que la transmisión inmutable de la doctrina y de la liturgia. Porque, de hecho, la transmisión de la doctrina y de la liturgia, aunque interrumpida y embarrada por añadidos de lo más rocambolesco o por disimulos y sutiles negaciones que son dantescas, por no decir diabólicas, no ha desaparecido del todo. Porque no puede desaparecer del todo, porque la Verdad, como Dios, no puede morir. La Verdad puede ser ignorada y negada, sin dejar por ello de ser Verdad. Y el que la busca, la halla.

La Verdad no es una virtud. Las virtudes sí pueden desaparecer y, además, desaparecer por completo. La virtud de la obediencia y su imprescindible correlato, el principio de autoridad, están hoy tan entredicho que casi se dirían muertas y enterradas.

Por supuesto, no nos referimos a la obediencia puramente exterior; a esa obsequiosidad tan repulsiva como melindrosa de que hacen gala todos esos patéticos papistas que repiten bobaliconamente lo humilde y lo pobre que era ese Papa que se gastó una fortuna en su tumba para poder distinguirse de todos sus predecesores. Esa sigue viva y coleando. Y es peligrosísima.

Nos referimos a la verdadera obediencia, a la que se desprende del principio de toda autoridad, que es Dios. A la obediencia que, en ocasiones, se enfrenta, en caridad y en fraternal corrección a la autoridad humana porque más vale obedecer a Dios que a los hombres. Y que no es desobediencia, porque es obediencia a una instancia superior.

En la Iglesia asistimos hoy a una desbandada general en la que nadie respeta los dictados del Papa, no por ser contrarios a la Tradición y a la Revelación (que haberlos, los hay y es justo y necesario desobedecerlos), sino por ser contrarios al sentir del pueblo de Dios. Fiducia Supplicans no exige nuestra adhesión porque sanciona la inmoralidad, no porque en ciertos países de África la sodomía sea un crimen. Si la sodomía fuese un deber ciudadano, Fiducia Supplicans no sería por ello más digna de obediencia. La desobediencia al Papa y a los obispos no es un epifenómeno del posconcilio, es una nueva dinámica de la Iglesia sinodal, en la que la contestación, la revuelta y la oposición a lo establecido, mandado e inyungido es un principio fundamental de hermenéutica y de reforma.

Efectivamente, como cacarean, como hormigas temerosas, los conservadores, incluso con un Papa progresista (¡como si existiera, realmente, la posibilidad de que lo fuere de otro pelaje!), seguirá habiendo focos de resistencia, en torno a verdaderos pastores y doctores como los cardenales Burke, Ambongo y Erdö. No en nombre de una inmutable Tradición, en la que no creen, sino en nombre de una serie de categorías mentales, sociológicas y psicológicas un tanto menos modernas que las de un Zuppi o un Cobo. No en nombre de Dios, sino en nombre del pueblo de Dios.

Pero no es menos cierto que, como repiquetean como temerosas hormiguitas los progresistas, incluso con un Papa, no ya conservador sino, incluso, tradicional, incluso aunque resulte elegido Papa el Superior General de la FSSPX, seguirá habiendo numerosos focos de resistencia en torno a verdaderos pastores con olor a oveja, como Tagle, Hollerich y Marx. No en nombre del legado de Francisco, que ya está muerto y enterrado, sino en nombre de una serie de categorías mentales, sociológicas y psicológicas un tanto más modernas que las de un Sarah o un Pizzaballa. No en nombre de Dios, sino en nombre del pueblo de Dios.

A diferencia de las hormigas de Isla Hormiga, los católicos de la Iglesia católica, en realidad, no están asustados. No temen, seriamente, el desenlace del cónclave, porque, desde que comenzó la auto demolición de la Iglesia (no lo dice García-Vao, lo dice Pablo VI), saben que, pase lo que pase, pasará lo de siempre. Tras un entretenido viaje a Roma, todos los cardenales volverán a pontificar desde sus cátedras, cada cual, según sus impresiones, mientras en Isla Hormiga, o en el Vaticano, tanto monta, seguirá reinando la misma afanosa confusión. Salvo milagro, tendrían que pasar muchos años de un pontificado firme y serio para que Roma recuperase la autoridad (tanto moral como real) que le permitiese controlar a su episcopado y a su cardenalato. Entre tanto, estimable lector, no se angustie Vd. ni se afane por el porvenir. Los cardenales son como las langostas:

Vienen, votan y se van.

[1] El doblaje insiste machaconamente en llamarlas saltamontes. Son langostas. Saltamontes quizá suene mejor o quizá evite que gente de poca cultura piense que los traductores están confundiendo unos pequeños insectos voladores con deliciosos moluscos que, lejos de comer semillas y bayas, se comen con salsa americana. Pero, en cualquier caso, son langostas.

[2] ¿Hablan las langostas de la versión original con acento mejicano? No lo sabemos. No nos sorprendería. Los estadounidenses ya eran anticatólicos y anti españoles (e, incluso, lo eran mucho más), mucho antes de ser trumpistas.

[3] Salvo recientes cambios de los que no estemos al corriente.

G. García-Vao

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