
I. El maestro
En la hora en que el alma vuela hacia su destino eterno, el nombre de Juan Fernando Segovia no se pronuncia solo con la tristeza de la partida, sino con el honor debido al maestro que fue y al ejemplo que deja.
Maestro en el sentido clásico, que no se limita a enseñar, sino que forma. Formó generaciones no solo en las aulas de Mendoza o en las tribunas universitarias, sino en ese ámbito más alto donde la filosofía se hace vida y la vida se ordena hacia la verdad. Desde las páginas de Verbo, las conferencias de la Comunión Tradicionalista, los congresos y los diálogos donde se jugaba el destino del pensamiento hispánico, su voz resonó con esa claridad serena que solo tienen los que han bebido en las fuentes puras del tomismo y de la filosofía realista.
No pretendió nunca la originalidad hueca ni el lucimiento retórico. Siguió el camino de los sabios que saben que decir de nuevo lo perenne es el único progreso verdadero. En sus manos, la crítica de los derechos humanos modernos, del constitucionalismo desarraigado y de la falsa libertad se convirtió no en mera demolición, sino en anuncio y restauración del orden natural y cristiano.
II. El caballero en el buen combate
Pero el maestro fue también caballero.
Quienes estuvieron junto a él, en las lides intelectuales y políticas, saben que no solo se batió en la cátedra o la pluma. Peleó —como manda el Apóstol— el buen combate. No huyó nunca ante los desafíos del siglo. Ni se replegó en la comodidad de la neutralidad académica. Su pensamiento fue una espada: forjada en la tradición católica, templada en la razón recta y empuñada con valentía.
No fue pensador de escritorio ni contemplador aislado. Recorrió el camino largo de los congresos, jornadas y conferencias, cruzando ciudades y naciones, llevando la luz de la verdad a discípulos, colegas y públicos de todo el orbe hispánico. Donde era llamado, acudía con generosidad y sin vanagloria, no como quien busca audiencia, sino como quien responde al deber de enseñar y servir. Y su enseñanza no fue solo palabra pasajera: allí donde habló, sembró raíces que hoy comienzan a dar fruto en hombres, instituciones y obras que continúan el combate y la siembra. Su enseñanza fue peregrinación y su pensamiento, testimonio vivo.
Se le vio rechazar las claudicaciones de los tibios, las componendas de los «moderados» y las ilusiones del liberalismo disfrazado de catolicismo. Y su esfuerzo no fue solitario: fue uno más entre quienes, sin buscar nombre ni honores, sostuvieron la bandera del pensamiento católico tradicional y de la aplicación de las verdades perennes al orden social y político, allí donde la ley natural y la Revelación trazan el camino de la verdadera justicia.
III. El amigo franco
Pero no solo el maestro y el caballero nos convoca hoy a su memoria. También el amigo.
Juan Fernando Segovia fue amigo franco y leal. Nunca rehuyó la conversación difícil, ni la discrepancia honesta. En su trato brillaba esa virtud hispánica que une la nobleza de espíritu con la sencillez.
Siempre dispuesto a cruzar un vino o un tequila, sabía que el diálogo entre amigos no es mera tertulia: es un sacramento laico donde se comparte no solo el pensar, sino el vivir.
Fue amigo de muchos, pero sobre todo, amigo de la Verdad. Y esa amistad lo hizo siempre accesible, siempre dispuesto a escuchar, siempre sencillo en medio de su grandeza.
IV. Soldado de Cristo Rey
En cada palabra y cada acto, su corazón latía al ritmo de una certeza que no se aprende en los libros: la esperanza del Reino de Cristo.
Cuando hablaba de Cristo Rey, su voz se llenaba de una emoción que era a la vez firmeza doctrinal y serena pasión espiritual. No era la repetición de una consigna política. Era la proclamación de quien sabe que la historia tiene un sentido y un fin, y que ese fin es la realeza social y espiritual de Nuestro Señor.
Su pluma fue su espada. Y esa espada no se rindió jamás.
V. Conclusión: en la patria verdadera
Hoy que el maestro ha partido, no lloramos su ausencia como los que no tienen esperanza. La muerte no ha sido para él naufragio ni pérdida, sino cumplimiento del deber y tránsito a la verdadera Patria, donde cesa el combate y reina el orden definitivo.
Su voz ya no resuena en las aulas ni en los auditorios temporales. Sin embargo, su magisterio permanece. No como simple memoria, sino como semilla fecunda en los discípulos formados, en las obras inspiradas y en la inteligencia que supo proyectar la enseñanza de los grandes maestros a las circunstancias de nuestro tiempo.
Su pensamiento, arraigado en la tradición política y jurídica hispánica, no se limitó a custodiar lo recibido. Supo —como corresponde a los herederos fieles— renovar la presencia de la Verdad en la hora que le fue dada. Y así, su vida no fue solo testimonio: fue siembra. Una siembra que continúa dando frutos en el combate que prosigue.
Su tarea en el tiempo ha sido cumplida. Y nosotros, que quedamos aún en la trinchera, proseguimos en la misma lucha, sabiendo que lo que aquí comenzó será recapitulado en Cristo Rey.
Requiescat in pace.
Maestro. Amigo. Soldado de Cristo Rey.
Óscar Méndez
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