La ilegitimación de los «príncipes» liberales por infidelidad religiosa

La Revolución no sólo se ha limitado a despojar a los Monarcas españoles de los dominios que legal y jurídicamente les pertenecían, sino que ha pretendido además cohonestar el expolio a través de una ideología que ha sido reiteradamente condenada por el Magisterio de la Iglesia

María Cristina jura la Constitución el 18 de junio de 1837 en el antiguo Convento del Espíritu Santo (de la Orden de los Clérigos Regulares Menores), confiscado por los liberales para convertirlo en sede de su Congreso de los Diputados. Unos años después será demolido y sustituido por otro edificio, que ha persistido en esa misma función hasta nuestros días.

Cuando nos acercamos al tema de la pastoral preconizada por los Papas preconciliares en relación a los poderes constituidos revolucionarios, no nos mueve ningún ánimo de recriminación o reprensión –aun cuando nos resulte difícil evitar algún comprensible suspiro de queja o lamento–, sino ante todo la apología y defensa de la actitud manifestada por los carlistas como la verdadera y correcta de un católico español en la guerra contra la Revolución, y que tristemente les obligaba en conciencia a tener que responder a la política dimanada de El Vaticano con un respetuoso, pero no menos contundente: «se obedece, pero no se cumple» (si es que directamente no se encargaban Misas u organizaban rogativas por la «conversión» del Sumo Pontífice).

En el artículo «La quintaesencia de la herejía liberal moderna», recordábamos la formulación que León XIII, uno de sus más cabales expositores, hacía de aquella pastoral. En su Encíclica Au milieu des sollicitudes (16/02/1892), el meollo de su planteamiento radicaba en estas frases: el «poder, considerado en sí mismo, […] continúa siendo inmutable y digno de respeto, porque, considerado en su naturaleza, fue constituido y se hace necesario para proveer al bien común […]. Por consiguiente, cuando se constituyen gobiernos nuevos que representan este poder inmutable, aceptarlos no es solamente lícito, sino que lo exige y hasta lo impone la necesidad del bien social». Y en nuestro otro artículo «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (III)» nos fijábamos asimismo en su ulterior Carta Notre consolation (03/05/1892) a los Cardenales franceses, complementaria del anterior documento, cuyo núcleo esencial se podía reducir similarmente a este párrafo: «Sea como quiera de estas transformaciones extraordinarias en la vida de los pueblos, cuyas leyes calcula Dios y cuyas consecuencias ha de utilizar el hombre, el honor y la conciencia exigen siempre una sincera subordinación a los gobiernos constituidos en nombre de este supremo derecho, indiscutible e inalienable, que se llama razón del bien social».

Puesto que León XIII fue un fuerte y decisivo patrocinador de la recuperación para toda la Iglesia –con toda justicia– del pensamiento teológico de Santo Tomás de Aquino, nos permitimos contestar al Sumo Pontífice, en el artículo «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (II)», apelando, en la cuestión concreta del acatamiento a un poder ilegítimo de origen, a la respuesta que el Doctor Angélico daba al interrogante «¿Deben los cristianos obedecer al poder secular?», desarrollado en el a. 6, q. 104, de la II-II Parte de su Suma Teológica. En contestación a la objeción tercera, el Aquinatense sentenciaba: «en tanto el hombre está obligado a obedecer a los príncipes seculares, en cuanto lo requiere el orden de la justicia: y así es que, si no tienen un principado justo sino usurpado, o si mandan cosas injustas, no están obligados los súbditos a obedecerles, a no ser per accidens, por evitar escándalos o peligro» (traducción de Hilario Abad de Aparicio, ed. Moya y Plaza, Tomo III, 1882, p. 658).

Es verdad que las colectividades humanas, por necesidad natural, han de acabar teniendo, de una u otra forma, un poder fáctico sobre ellas. Las situaciones de anarquía son siempre pasajeras y se resuelven finalmente en la formación de un gobierno de hecho de uno u otro signo que impone un cierto orden entre la gente. Pero el dilema crucial que se suscita es cuál es la índole de ese poder establecido y, en consecuencia, cuál ha de ser en conciencia la disposición moral de los católicos ante el mismo. Santo Tomás, en su respuesta, al tratar de un poder intruso, hacía una importante distinción, en virtud de la cual al católico le es moralmente lícito no admitir o asentir a ese poder y procurar en todo momento restituirlo a su legítimo dueño, sin perjuicio de que en casos eventuales o esporádicos la prudencia indicara suspender la oposición o prestar algo de apoyo por razón de impedir un mal grave (así lo ordenaban, por ejemplo, los mismísimos proscriptos Reyes legítimos de España, cuando se intentaban o verificaban en ésta determinadas agresiones o injerencias perniciosas extranjeras). Pero incluso en este último supuesto, el católico seguiría manteniendo su rechazo y repudio hacia ese poder de facto y procurando constantemente el retorno de la potestad de iure. Esta distinción clave estaba nítidamente asentada en la tradición intelectual de la Escolástica, como se podía comprobar en la muestra ilustrativa que pusimos al final de nuestro ensayo «“El Restaurador”, portavoz por antonomasia de la ortodoxia católico-realista (y IV)».

Creemos que la debilidad del razonamiento pastoral de León XIII y demás Papas preconciliares se encuentra precisamente en la falta de reconocimiento de este primordial distingo. Para ellos pareciera que el problema tuviera que reducirse a una especie de «todo o nada», según el cual, o bien el católico acataba o aceptaba el poder constituido revolucionario, o bien necesariamente incurría en el delito moral de desobediencia o rebeldía al poder civil. Justamente los publicistas católico-carlistas, a fin de replicar las acusaciones de «malos cristianos» que les lanzaban los liberal-católicos de toda clase, trataban de interpretar las directrices pastorales de León XIII conforme a la susodicha doctrina tradicional de la Escolástica, piadosa tentativa de hermenéutica que resultaba un tanto forzada ante las palmarias y patentes normas dictadas desde Roma, las cuales implicaban una tácita y dolorosa «desautorización» de la recta intransigencia legitimista.

En la licitud y justificación de un comportamiento en oposición a un poder fáctico inicuo, nos hemos circunscrito al supuesto general de una soberanía ilegítima de origen. Pero Santo Tomás también discutió el asunto desde la óptica de un poder cristiano cuyo sujeto devenga en infiel. Así lo hace en el a. 2, q. 12, de la II-II Parte de la Suma Teológica, cuando se plantea la siguiente pregunta: «Por la apostasía, ¿pierde el príncipe el dominio sobre sus súbditos, de tal manera que no estén obligados a obedecerle?». Ya tuvimos igualmente oportunidad de referirnos a este pasaje tomista en el escrito «El juramento de Lealtad de Jacobo I de Inglaterra» a propósito de la controversia teológico-política habida entre el heterodoxo Rey británico y los maestros jesuitas habilitados al efecto por el Papa.

La tesis del Doctor Angélico es bien clara: «no se ha de obedecer a los príncipes que apostatan de la fe» (op. cit., p. 84). Así pues, el Aquinatense distingue entre los infieles que nunca han profesado la fe y aquellos otros que sí lo han hecho y ulteriormente la han repudiado de alguna forma, siendo solamente a estos últimos a los que alcanza su dictamen. Y para apoyar su aserto trae como prueba la práctica canónica tradicional de la Iglesia, la cual afirma que toda sentencia de excomunión contra un Príncipe cristiano conlleva la liberación de sus súbditos católicos de la debida sujeción a su potestad política.

En efecto, así se recoge, dentro de la recopilación jurídico-eclesiástica del Decreto de Graciano, en los dos últimes Cánones de su Parte II, Causa 15, Cuestión 6. El primero, el Canon 4, bajo el título «No se mantengan sujetos al excomulgado por vínculo de fidelidad», se trata de una prescripción del Papa San Gregorio VII –famoso por la reforma eclesiástica canónico-disciplinar que lleva su nombre y que le enfrentó con el Emperador Enrique IV en la llamada «querella de las investiduras»– emitida como Capítulo 15 en un Sínodo Romano presidido por él y que se celebró entre el 27 de febrero y el 3 de marzo de 1078. Dice así: «Nos, manteniendo los estatutos de nuestros santos predecesores, absolvemos con nuestra autoridad apostólica del juramento a aquellos que están sometidos por juramento o fidelidad a excomulgados, y les prohibimos por todos modos les observen fidelidad hasta que los mismos vengan a satisfacción». (Tomamos el texto latino de la edición crítica en dos Tomos del Corpus Iuris Canonici cuidada por Emil Albert Friedberg, Tomo 1, columna 756).

El segundo, el Canon 5, con el encabezamiento «Antes de reconciliarse, nadie esté compelido a conservar fidelidad a los excomulgados», se trata de un mandato de su sucesor (tras el fugaz pontificado de Víctor III) el Beato Urbano II –conocido por ser el Papa que convocó a la Cristiandad a la Primera Cruzada contra los infieles mahometanos tras su célebre grito Deus vult en el Concilio de Clermont en noviembre de 1095– dirigido en fecha incierta al entonces Obispo Vapincensi (esto es, lo que hoy es la Diócesis de Gap-Embrun, en la Provincia del Delfinado) y tocante al anatematizado Hugo V, Señor del Condado de Main. Reza así: «Prohíbe a los soldados juramentados del Conde Hugo que no sirvan al mismo mientras esté excomulgado. Quienes pretendan los sacramentos, adviértaseles que es menester servir antes a Dios que a los hombres. Pues ninguna autoridad les cohíbe a cumplimentar la fidelidad que juraron a un príncipe cristiano adversario de Dios y de sus santos y pisoteador de sus preceptos» (ibid.).

La Revolución no sólo se ha limitado a despojar a los Monarcas españoles de los dominios que legal y jurídicamente les pertenecían, sino que ha pretendido además cohonestar el expolio a través de una ideología que ha sido reiteradamente condenada por el Magisterio de la Iglesia y que recibe comúnmente el nombre de Liberalismo. Su principio básico consiste en la elevación de la voluntad humana colectiva de una particular nación o comunidad por encima de todo derecho divino y humano, proclamándose a sí misma como criterio último para juzgar en cualquier instante de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. A esta voluntad general se la denomina soberanía nacional; se plasma formalmente a través del instrumento de las Constituciones; y es actualizada permanentemente por medio de aquellos que en cada coyuntura se exhiben como sus representantes o intérpretes (ya sean parlamentarios o dictatoriales). Es preciso no olvidar, en fin, que cualesquiera declaraciones de aparente «catolicidad» que se expresen en esas Constituciones, nacen también de esa misma voluntad general endiosada, y, por tanto, no son sino engañosas manifestaciones fútiles, por no decir sacrílegas, que se encuentran del mismo modo subordinadas, en última instancia, al axioma fundamental de la soberanía nacional (así lo evidenciamos, siguiendo las enseñanzas de Rafael Gambra, en nuestro artículo «La esencia liberal de toda Constitución, incluida la franquista (I)»).

Vemos, pues, que la contradicción de los católicos carlistas a los consecutivos poderes constitucionalistas que han venido surgiendo hasta hoy, podría justificarse, siguiendo a Santo Tomás, no sólo en la licitud moral de insumisión hacia el usurpador, sino también en la rectitud moral de repulsa hacia un expoliador «cristiano» que ha devenido a fortiori hereje o apóstata por el hecho de haber abrazado o asumido, con vistas a formalizar su detentación, una idea «ius»-racionalista anticatólica reprobada por los Sumos Pontífices. Y es que la peculiaridad de los expolios patrocinados por la Revolución estriba en su inextricable unión con ese postulado liberal de la soberanía nacional que le sirve perpetuamente de soporte y cimiento.

Ciertamente los Papas preconciliares, en el contexto de su pastoral diplomática, no se han prodigado a la hora de declarar incursos en excomunión a esos nuevos poderes liberales, lo cual hubiese supuesto un espaldarazo a la firme conducta de los católicos carlistas; pero ello no impide que se pueda reconocer objetivamente la condición liberal de esos soberanos, con todas sus consecuencias prácticas en orden al debido desenvolvimiento de los católicos españoles en la vida pública.

Si hubiera que apuntar un hito histórico en que quedaron perfectamente delimitadas las dos posiciones contrapuestas entre los católicos carlistas y los liberal-católicos, ése fue clarísimamente la Constitución de 1837. Al principio de la controversia, quizá podía originarse todavía alguna duda, ya que la traidora María Cristina y sus secuaces revolucionarios recurrieron –fraudulentamente– a algunos preceptos de la legalidad católico-monárquica española para proscribir a D. Carlos M.ª Isidro de Borbón y los leales españoles. Pero María Cristina y los suyos se quitaron rápidamente la máscara y revelaron con franqueza su naturaleza liberal, primero indiciariamente con la consagración del parlamentarismo a través del llamado «Estatuto Real» de 10 de abril de 1834, y luego llanamente con el restablecimiento de la Constitución de Cádiz por disposición de 13 de agosto de 1836. En ésta enunciaba María Cristina: «ordeno y mando que se publique la Constitución del año de 1812, en el ínterin que, reunida la Nación en Cortes [sic], manifieste expresamente su voluntad, o dé otra Constitución conforme a las necesidades de la misma».

De entre esas dos alternativas, finalmente se optó por la creación de una nueva Constitución, aprobada por el Congreso soberano el 8 de junio de 1837, y que comenzaba con estas inequívocas palabras: «Siendo la voluntad de la nación revisar, en uso de su soberanía, la Constitución política promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, las Cortes [sic] generales, congregadas a este fin, decretan y sancionan la siguiente Constitución». Naturalmente, entre las omnímodas atribuciones de la soberanía nacional se encontraba a su vez, tal como se reflejaba en la Constitución, la de poder «revocar» licenciosamente los derechos al Trono español del Rey Carlos V, instituyendo en su lugar una República en cuya Presidencia honorífica hereditaria se colocaría a Isabel, a quien no obstante se otorgaría la confusionaria facultad de hacer especioso uso de los títulos propios de la Realeza española. Este aspecto específico de la soberanía nacional, conocido como teoría de la delegación, ha merecido igualmente la condigna censura del Magisterio eclesial.

Éste es, en definitiva, el mismo esquema que se ha venido repitiendo básicamente en las sucesivas Constituciones, generándose hasta hoy en suelo español dos realidades legales paralelas, o mejor dicho, una sola legalidad católico-monárquica jurídicamente vigente, y una multifacética ilegalidad o constitucionalismo (liberal-republicano, por definición) fácticamente impuesto que ha querido suplantar a aquélla. Los legítimos poseedores de la potestad político-monárquico española derivan sus derechos de ese único orden legal preconstitucionalista, mientras que los múltiples intrusos sólo pueden alegar como fuente de sus pretensiones cualesquiera de las diversas Constituciones que han ido proliferando hasta nuestros días, lo cual comporta una previa admisión expresa o tácita del principio liberal de la soberanía nacional, ya sea mediante su participación en la formación de alguna de esas «Leyes» constitucionalistas, ya sea prestando su libre adhesión jurada a cualquiera de las mismas.

Félix M.ª Martín Antoniano                 

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