
En el artículo «Seguimos en pleno franquismo, Sr. Sánchez (I)» sintetizábamos el compromiso al que se llegó en las entrevistas y correspondencias habidas, durante la preparación del movimiento del 18 de julio de 1936, entre los agentes del Rey de España Alfonso Carlos I y el General carlista Sanjurjo, Jefe de la porción sublevada del Ejército liberal, en relación a la esencia o finalidad del Alzamiento, consistente en la formación de un gobierno provisional destinado a dar inmediato paso a la restauración de la Monarquía legal española con la conjunta restitución del Poder en su legítimo titular, eliminándose consecuentemente toda idea de una posible vuelta, en cualquiera de sus miembros, de la intrusa rama liberal-republicana isabelina, finalmente extirpada del suelo español en 1931 sin pena de casi nadie (al igual que en 1868).
Así pues, cuando la Junta de Defensa Nacional cedió la potestad ejecutiva en el General Franco, éste tenía dos opciones para su conducta: o bien ajustarse a esa misión fundacional del 18 de julio que condicionaba y delimitaba su mandato, o bien dar un Golpe de mano y autoerigirse –en conformidad con la dogmática del Liberalismo– en un nuevo poder constituyente (o «dictadura constituyente de desarrollo», como lo califica el Profesor Jerónimo Molina emulando a R. Fernández-Carvajal) en orden a forjar el enésimo experimento constitucionalista, convirtiéndose de esta forma en un simple relevo más en la carrera revolucionaria.
No hace falta recordar que Franco, como buen liberal, eligió la segunda alternativa. Su ilegal acción constituyente o marcha constitucionalista la encauzó en sus primeros años en una dirección claramente fascistizante, mimetizándose con los totalitarismos europeos, uno de cuyos efectos fue la generación de un clima de endiosamiento personal que en muchas de sus muestras alcanzaba extremos delirantes (Rafael Gambra, hablando como testigo ocular, trazaba un somero y expresivo cuadro de aquel disparatado ambiente en su ensayo «Sobre la significación del régimen de Franco», publicado en el n.º de noviembre-diciembre de 1980 de la benemérita revista Verbo). La victoria de las potencias democráticas en la Segunda Guerra Mundial obligó al Dictador a reorientar su proceso constituyente por unos derroteros que confluyeran mejor con la idiosincrasia de aquéllas, culminando este viraje de su política con el nombramiento del Gobierno de 1945 y la aprobación de las «Leyes» Constitucionales relativas al sufragio universal del Referéndum y a la Declaración de «Derechos» de los españoles.
Es en este contexto en el que Franco empieza a mencionar claramente en sus discursos la intención, verificada dos años después con la «Ley» Constitucional de 1947, de «recuperar» la institución española de la «Monarquía». Ahora bien, puesto que Franco –ya fuera por convencimiento subjetivo, ya fuera a fin de congraciarse con las democracias occidentales, o por ambas causas al mismo tiempo– entendía por tal la fundación, enmarcada en su dinámica constituyente, de un sistema de nuevo cuño que habría de quedar encarnado una vez más en un descendiente de la estirpe revolucionaria isabelina, se hacía necesaria la consiguiente desacreditación de quienes, en los preparativos del Alzamiento, habían representado exclusivamente a la única Monarquía católico-legal española, obstáculo engorroso para los planes constitucionalistas del General que dejaba en evidencia el criminal y traidor desvío o apartamiento de su actuación pública con respecto a la naturaleza y fines del compromiso fundacional del 18 de julio.
Teniendo como propósito la «desautorización» moral del poseedor de iure de la potestad monárquica española así como de las autoridades que en su nombre regían a los leales católico-realistas españoles, y dejando así vía libre a su propio proyecto personal divergente del 18 de julio, Franco redactó una versión falsaria de los acontecimientos que precedieron a la consecución del pacto configurador del Alzamiento. Destinada a ser la versión canónica de la Dictadura, apareció publicada ese mismo año de 1945 en un libro titulado Historia de la Guerra de Liberación (1936-1939), editado por el «Estado Mayor Central del Ejército, Servicio Histórico Militar». Con el encabezamiento de «Antecedentes de la Guerra», se supone que constituía el primer Volumen de una serie, de la cual sin embargo, que nosotros sepamos, no se llegarían a estampar más Tomos.
Hemos señalado a Franco como autor directo de los pasajes de la obra referidos a nuestra cuestión, ya que el historiador democristiano Luis Suárez (fallecido el pasado mes de diciembre) ha recogido en varias de sus biografías del General unas notas manuscritas de éste que coinciden esencialmente con las ideas contenidas en el Volumen, copiándose incluso dichas notas casi a la letra en algunos párrafos. La parte concerniente a la actuación de los dirigentes legitimistas se circunscribe a las páginas 429-431. El más elemental cotejo con las declaraciones de los protagonistas que intervinieron en los intercambios entre las autoridades carlistas y los Generales Sanjurjo y Mola, muestra a las claras los múltiples y burdos errores y equivocaciones históricos de que está repleto el relato auspiciado por Franco. Pero ni siquiera haría falta esa comparación, pues un simple análisis de su carencia de lógica interna basta para certificar su general falsedad. De hecho, Suárez, en una de las veces que traslada esos manuscritos de Franco, los presenta con esta precaución previa que virtualmente pondría al menos en duda su fiabilidad histórica: «Veamos ahora cómo explicaba Franco, años más tarde, estas negociaciones. Sirven sin duda para hacernos entender algunos de sus actos en los años inmediatos siguientes. No se trata de una relación pormenorizada en sus detalles, ni exacta en el orden de los sucesos, sino de un juicio sobre determinadas conductas» (Franco, Editorial Ariel, 2005, pp. 33-34).
El texto del «Servicio Histórico Militar» empieza refiriéndose al encuentro de altos oficiales militares conspiradores que se celebró en la casa madrileña del agente de Bolsa José Delgado y Hernández de Tejada, al cual asistió el propio Franco al parecer. En todo caso, es seguro que fue la última intervención directa que tendría éste en alguno de los preparativos del Alzamiento, ya que dicha junta tuvo lugar unos días antes de embarcarse el 9 de marzo para su nuevo destino en Canarias.
En esa asamblea –citamos– «se acordó también en principio, a propuesta del primero [= el General Franco], que tal Movimiento [= Alzamiento] fuese exclusivamente por España, sin ninguna etiqueta determinada, pero sin cerrar el camino a que, una vez triunfante aquél y restablecido el orden, pudiese instaurarse el régimen que más conviniese a la Nación (1). Asimismo se acordó que el Movimiento restaurase la bandera antigua, amada y querida de toda la Nación. Lo que no se declararía hasta después del hecho consumado. Sin embargo, el General Franco, antes de salir para Canarias, visitó a Alcalá Zamora y Azaña para prevenirles del gravísimo peligro que se cernía sobre España y excitarles a salirle al paso, cuando todavía era tiempo, por los medios legales que tenían a su alcance. Pero D. Niceto no creía en el peligro comunista, y Azaña declaró jactanciosamente que no temía a las sublevaciones. “Lo de Sanjurjo [= su pronunciamiento del 10 de agosto de 1932] –añadió– lo supe y pude evitarlo, pero preferí verlo fracasar”. También se entrevistó Franco con José Antonio (hacia el día 11). El Jefe de Falange le informó de los recursos con que contaba su organización en Madrid y en provincias. Y análoga gestión efectuó el ilustre General con los tradicionalistas, cuya asistencia requirió para el día en que la Patria requiriese la unión de todos los españoles. Esta gestión, que por parte de José Antonio Primo de Rivera fue acogida con el máximo entusiasmo y calor, fue llevada cerca del Jefe político de los tradicionalistas por intermedio de un correligionario suyo, D. Alfonso Jaráiz, hermano político del General Franco. El requerimiento fue rechazado por el Jefe carlista, diciendo que él no prometía la asistencia de su gente si no sabía si se iba por un rey y por qué rey se iba. Ante esta repulsa y condicionamiento de aquel señor en momentos tan graves y difíciles para la Patria, se prescindió de él en la seguridad de la asistencia de sus juventudes». (Continuará).
Félix M.ª Martín Antoniano
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