
En la fiesta de Nuestra Señora de Luján, en su patria natal, y en la de la aparición del Arcángel San Miguel en el Monte Gargano, en la Apulia, para la Iglesia universal, según el calendario litúrgico tradicional, ha fallecido en Mendoza el profesor Juan Fernando Segovia. Se me agolpan los recuerdos de más treinta años de estrechísima amistad, algunos de los cuales voy a compartir aquí.
En agosto de 1996 me encontraba en la ciudad de Mendoza, en mi primer viaje al sur del continente americano. Acababa de llegar a la habitación de mi hotel y, sin siquiera haber deshecho el equipaje, sonó el teléfono. Al otro lado de la línea, la voz de Carlos Ignacio Massini, profesor de la Universidad de Mendoza, a quien había conocido en Madrid más de diez años antes, pues en un primer momento solía dejarse caer en sus viajes por la inolvidable tertulia de los martes en la sede de la revista Verbo. Luego el Opus Dei, al que pertenecía, fue concentrando todas sus energías y dejamos de verle. Pero, el querido Patricio Randle, que me iba a recibir días después en Buenos Aires, una vez hubiera terminado de impartir mi curso de doctorado en la Universidad Nacional de Cuyo, creyó equivocadamente que Massini oficiaba de anfitrión y le llamó por teléfono. Éste, naturalmente, no sabía nada, pero intuyó que la invitación había de ser en la Universidad Nacional de Cuyo y sin gran dificultad me localizó. Además de proporcionarle el dato del hotel en que estaba alojado a Randle, me llamó de inmediato para improvisar una cena en su casa esa misma noche con empanadas criollas y excelente vino de la tierra. Invitó a un número no pequeño de colegas, entre los que recuerdo a Ricardo Crespo, Abelardo Pithod, Héctor Jorge Padrón, Miguel Verstraete, Jorge Martínez Barrera y Juan Fernando Segovia. Me pareció que el tono se correspondía en general con el que había cultivado el primer Opus Dei, que en España había ido dejando atrás y que en la Argentina pronto lo dejaría también. Fue para mí una reunión gratísima y con parte de los asistentes trabé una relación con se prolongó en el tiempo. Algunos ya no están con nosotros.
Al término de la reunión, el organizador pidió a Juan Fernando Segovia el favor de que me acompañara de vuelta a mi hotel. Y, como durante el trayecto se hubiera evidenciado una corriente de simpatía, surgió natural la idea de detenernos a tomar unos tragos, que completaran el vino que habíamos trasegado. Así lo hicimos en un boliche que conocía mi conductor. Fueron varios y se nos hizo verdaderamente tarde. Pero la conversación, fluvial, que discurrió por campos variados de evidente interés común, prometía continuidad. En nuestro caso, la verdad, el intercambio había estado precedido por una reseña que yo había publicado en Verbo de su tesis doctoral sobre Julio Irazusta, cuatro años antes, en 1992. Que había motivado alguna correspondencia a continuación.
Fui atendido durante esos días con gran simpatía por dos profesores de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo, Rodolfo Juárez y Juan Manuel González. Aproveché también los tiempos libres para visitar a don Rubén Calderón Bouchet, con quien también había tenido correspondencia, pero a quien nunca hasta entonces había conocido en persona, que acababa de enviudar y con quien tuve dos encuentros memorables, que he contado en su obituario. Encontré también a Enrique Zuleta, que había sido rector de la Universidad de Cuyo, cuyo hijo había frecuentado las reuniones de los martes un decenio atrás, cuando vivía en Madrid, y que me presentó a otra parte de los viejos representantes del conservadurismo mendocino. Al llegar mi estancia a su término, saliendo de la Universidad, me topé de nuevo con Juan Fernando Segovia y reanudamos la conversación nocturna de mi primer día mendocino. También cargó mi equipaje de modo notable con parte de su producción intelectual.
A mi vuelta a Madrid le envié mi tesis doctoral sobre Elías de Tejada, así como el libro sobre la crisis del Estado y otras publicaciones recientes. Me contestó con una extensa carta y empezó una relación constante, que prosiguió con un segundo viaje mío a Mendoza en 1999 y otro suyo a Madrid en 2001. A partir de entonces, con la multiplicación de los encuentros personales, la amistad se estrechó y la colaboración se reforzó. Nano se había formado en el mundo del nacionalismo católico, había tenido contacto con FASTA y con Verbo (argentino), aunque luego se había distanciado –sin litigio, cosa que en a Argentina es obligado destacar– para pasear por los predios de un cierto liberalismo conservador, o conservadurismo liberal, con el que había hecho incluso sus pinitos en política municipal. Quizá el hecho de que su maestro universitario fuera Dardo Pérez Guilhou pudo haber tenido algún relieve en ello. Precisamente, en otro viaje mío a Mendoza, de 2001, me lo presentó y, pese a las diferencias doctrinales, nos entendimos con facilidad. Había conocido durante su doctorado en España a Elías de Tejada y Fernández de la Mora, entre otros, de modo que la conversación tuvo esos puntos comunes que facilitan el inicio de una amistad. Así puedo decir que ocurrió en mi caso con Pérez Guilhou, para moderada sorpresa de Nano. Pero, como yo fuera a visitar siempre a don Rubén Calderón, que se había trasladado a vivir a La Carrodilla con su encantadora hija Elena, colega de Nano, al igual que don Rubén había sido su profesor, poco a poco mi amigo Segovia empezó a recuperar viejas adhesiones, purificándolas también progresivamente. En aquellos años Mendoza se convirtió en escala obligada en mis giras anuales por el cono sur. Como los almuerzos o las comidas nocturnas con don Rubén. Para 2004 Nano había de participar ya, suavemente, sin cambios abruptos, en todas las actividades en que yo andaba metido, y que tenían por ejes el Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, fundado por Elías de Tejada, brazo cultural de la Comunión Tradicionalista, así como la Ciudad Católica con su revista Verbo. El vértice de ambos era a la sazón Juan Vallet de Goytisolo, quien de facto había delegado en mí la ejecución. En Verbo, tras la discreta retirada a un segundo plano de Estanislao Cantero, caían sobre mí la confección de la revista y de las reuniones anuales de amigos de la Ciudad Católica. Dentro del Consejo, que tenía como Alto Patrono a S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, Juan Vallet era el presidente y quien escribe el director científico. Se constituyeron tres secciones, de estudios de derecho natural, políticos e históricos, con dirección respectiva de Ricardo Dip, Danilo Castellano y Juan Fernando Segovia.
Nano se convertía, pues, en una de las piezas clave de nuestro equipo. Su colaboración en Verbo comenzó a ser intensísima y basta ver el buscador de la revista en el sitio web de la Fundación Speiro para tener la prueba irrefutable. Con el tiempo ha sido uno de los más prolíficos autores de los últimos dos decenios, con artículos sesudos y valientes, pero también con recensiones tan extensas como aceradas. En las reuniones anuales de los amigos de la Ciudad Católica se convirtió en ponente fijo, ejecutando el encargo con un rigor y una generosidad difícilmente comparables. Pero, merced a esas cualidades, empecé a contar con él para todas las actividades internacionales. En Colombia, después de 2005, merced al ímpetu apostólico de don José Ramón García Gallardo, que estaba allí destinado y que propició un viaje de S.A.R. Don Enrique de Borbón, al que acompañé durante dos semanas, codo con codo con el benemérito sacerdote de la Hermandad de San Pío X, se abrió pronto una brecha que no desaprovechamos. Alejandro Ordóñez, primero presidente de Consejo de Estado y luego procurador general de Colombia, tuvo en ello papel destacado. Lancé así unas jornadas internacionales de juristas católicos, en la Universidad Católica de Bogotá, tras haber probado en la Universidad Sergio Arboleda, a la que quince años después hemos terminado volviendo. En aquélla pude organizar además un programa de maestría en derechos humanos. Nano Segovia fue ponente en todas las ediciones de las jornadas y uno de los profesores más valiosos de la maestría. Cuando, de nuevo a impulsos de don José Ramón, completamos las jornadas con unas convivencias en Paipa, a unas dos horas de Bogotá, en una preciosa hacienda jesuítica del siglo XVII, Segovia brilló particularmente en las mismas. Esas Conversaciones de Paipa, así las llamamos, tuvieron a Segovia y a Danilo Castellano como puntales, y pasaron por ellas otros queridos amigos como Julio Alvear, Fernán Altuve, Luis María De Ruschi, José Joaquín Jerez o Miguel de Lezica… Nano nunca faltó y su participación no se limitó a introducir las cuestiones para el ulterior diálogo, sino que distribuyó su ciencia a manos llenas en los tiempos libres y las comidas como ningún otro. A las de Paipa siguieron otras Conversaciones en Méjico, concretamente en Tlaxcala. Aprovechando algunos de los Congresos Mundiales de Juristas Católicos, pues yo fui nombrado en 2009 presidente de la Unión Internacional de Juristas Católicos, cargo que desempeñé durante un decenio, o las Jornadas Hispánicas de Derecho Natural, y Nano fue ponente en todas las ocasiones, las reuniones de Tlaxcala se convirtieron en otro lugar de encuentro imprescindible. Aunque las comparaciones son odiosas, en Tlaxcala los frutos maduraron quizá con más abundancia que en Paipa. La participación de Nano Segovia, siempre junto con Danilo Castellano y don José Ramón García Gallardo, dejó honda impresión en los asistentes. La Comunión Tradicionalista en la Nueva España se ha nutrido en buena medida de aquellas convivencias inolvidables y me resulta difícil concebir su siempre añorada reanudación sin Nano, una vez que la miopía de los superiores de don José Ramón también nos ha privado últimamente de su concurso imprescindible. Pero, cuando intentamos algo parecido en La Reja, en el Gran Buenos Aires, con el nombre de Conversaciones del Ángelus, por el nombre de la casa de Alejandro Bunge, donde se celebraron las primeras ediciones, tampoco faltó nuestro amigo mendocino. Como no lo ha hecho en ninguna de las iniciativas que he animado y en las que su presencia siempre fue destacada.
Pienso en los distintos estudios homenaje, o las conmemoraciones de los centenarios de Francisco Elías de Tejada, Juan Vallet de Goytisolo o Rafael Gambra, entre otros. Precisamente, en 2017, al coincidir las de Vallet y Elías de Tejada, junto con el también centenario de las apariciones de Fátima, hicimos una gira agotadora que nos llevó a las Reales Academias de Jurisprudencia, primero, y a la de Ciencias Morales y Políticas, después, junto con una universidad lisboeta y la peregrinación a Fátima. Pienso en el lanzamiento de Fuego y Raya, la revista semestral hispanoamericana de historia y política, según reza el subtítulo, que ha dirigido desde sus primeros pasos en 2010. Pienso finalmente en las Conversaciones de La Esperanza, que pusimos en marcha en 2020 y siguen su camino. En efecto, durante la pandemia de Covid-19, amigos colombianos y mejicanos nos pidieron un plan de formación que aprovechara la circunstancia del encierro forzoso. Don José Ramón García Gallardo, una vez más, comprendió la importancia de la coyuntura y convocó unos ciclos de conferencias virtuales en los que Juan Fernando Segovia cargó con parte importante. Meses después, en diciembre de 2020, salía una segunda época de La Esperanza, el legendario diario carlista, y sus Conversaciones siguen hasta el día de hoy. En ellas, hasta el final, Nano ha seguido prodigando sus saberes con la magnanimidad acostumbrada.
No es de sorprender, pues, que obtuviera entre nosotros algunas distinciones, para las que su patria natal le resultó más esquiva. En efecto, Juan Fernando Segovia, investigador del CONICET, además de dirigir Fuego y Raya, así como el Centro de Estudios Históricos del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, fue nombrado académico de honor de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España a propuesta de Juan Vallet. También, S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, informado de su valía, quiso incorporarlo a la Orden de la Legitimidad Proscrita, creándole caballero en 2021. Como no es tampoco de echar al olvido que la mayor parte de sus libros se han publicado en esta margen oriental de nuestra común nación. Así, sus estudios sobre los derechos humanos y el constitucionalismo (2004), la democracia deliberativa (2008), la organización artificial del Estado (2010), la ley natural en Locke (2014), la tolerancia religiosa y la razón de Estado (2021), la crítica católica de la posmodernidad (2021), el personalismo (2022), la política natural (2023), la revista Verbo en el pensamiento tradicional hispánico (2024) y el dogma de Cristo Rey (2025). Nada menos que diez libros en tres colecciones: Prudentia iuris (Marcial Pons), Res publica (Dykinson) y De Regno (Scire y Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II). Finalmente, en la ocasión de su jubilación administrativa, le dedicamos un volumen de estudios en su honor, con el título Experiencia, doctrinas políticas y derecho público. La lectura histórico-filosófica de Juan Fernando Segovia (Madrid, Marcial Pons, 2023). Las colaboraciones ayuntadas fueron de Danilo Castellano, Bernard Dumont, Ricardo Dip, Luis María De Ruschi, Miguel Ayuso Rudi Di Marco, Miguel de Lezica, Julio Alvear, José Luis Widow y Horacio Sánchez de Loria. Su hermano Gonzalo, único que le sobrevive, me ayudó con la bio-bibliografía. Los temas fueron los suyos, los que –como hemos visto– Juan Fernando roturó a lo largo de su fructífera vida: la posmodernidad, el derecho natural católico, el orden artificial del Estado, la política natural (junto con la católica), el constitucionalismo y los derechos humanos, la lectura crítica de Locke, la tolerancia y la libertad religiosa, la democracia deliberativa de Habermas o la constitución peronista…
Juan Fernando Segovia, doctor en Derecho y en Historia, diversificó su enseñanza en los terrenos del derecho público, en particular constitucional, la historia de las ideas políticas y la filosofía jurídico-política. Quizá al principio se concentró en los dos primeros de los campos, como se observa en sus primeras obras. Entre las que son de recordar, del lado de la historia de las ideas, particularmente argentinas, además de su libro ya mencionado sobre Irazusta (1992), el dedicado a Pellegrini (1989) o el escrito en colaboración con su amigo Carlos Egües en torno a los derechos del hombre y la idea republicana (1994). Junto con los trabajos, ahora en el ámbito del derecho público, sobre el estatuto de los partidos políticos (1982), las atribuciones del Presidente y el Congreso (1986), el derecho público provincial (1990), el derecho constitucional de la reforma de 1994 (1995), entre otros muchos. Todos ellos en el seno de las investigaciones del Instituto Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos, fundado por su maestro el profesor Pérez Guilhou, y que Segovia llegó a presidir a finales del siglo pasado y durante los primeros compases del actual. En todo caso, nunca abandonó este tipo de estudios, como muestra el libro sobre Irigoyen (1999) o el reconocido título sobre la formación ideológica del peronismo (2005). Los últimos veinte años, en todo caso, marcan una suerte de transfiguración de los mismos, siempre más problemáticos y menos dogmáticos, cada vez más tradicionalistas y menos nacionalistas, progresivamente más católicos y menos conservadores. Al mismo tiempo, en coherencia con esa evolución, otros temas teológicos y filosófico-políticos stricto sensu se despliegan en su obra, hasta el punto de que puede afirmarse que sigue siendo el mismo de siempre, pero sin dejar al mismo tiempo de aparecer profundamente renovado.
No tuvo Nano una vida fácil, pese a lo que enfrentó virilmente todas las dificultades y supo encontrar en ellas motivos de crecimiento intelectual, humano y espiritual. Tenía una pugnacidad sana y frontal, muy diferente de la que se conoce en sus pagos. En ese sentido, creo que su apellido (nomen omen) expresaba a las mil maravillas su temperamento de castellano viejo. Danilo Castellano decía de él, como de otro amigo felizmente en activo al que no menciono para no perjudicarle, que no parecía argentino. Yo, que tengo tantos amigos en el Río de la Plata, y que tanto he disfrutado de sus tierras y gentes, que siento mías, creo que es una observación aguda. Hay en la Argentina algo de un sentimentalismo y emotividad desbocados, que dificultan las relaciones y las emponzoñan con frecuencia. Nano estaba muy por encima de esas internas tan ardientes como con frecuencia disolventes. Era sí, sí y no, no. Llamaba pan al pan y vino al vino. De modo franco, abierto, natural, quizá a veces brusco, pero noble. En alguna de las polémicas en que se vio envuelto, puedo dar fe de que se comportó como un caballero y como un cristiano, lo que por desgracia no se puede afirmar de sus oponentes. Ese modo de ser suyo le valió también, en otras ocasiones, no tanto injurias y difamaciones, como distancias e incomprensiones. Injustificadas. Así, un conocido colega, podía decir sin más a quien le preguntara por Nano que no sabía quién era. Al tiempo que otro trataba de cancelar su nombre, por razones que no llego a alcanzar, de una importante publicación ligada a la filosofía práctica. ¡Qué pena! Treinta años de amistad íntima, en un apostolado intelectual íntegro y natural, entre congresos sesudos, conversaciones y convivios o retiros en la paz de una abadía benedictina tradicional me permiten decir, sin énfasis que no iban con él, que se trataba de una de las personalidades más ilustres del mundo del tradicionalismo católico e hispánico. Deja, pues, un hueco imposible de llenar. Pero no dudo de que Dios nos ha de ayudar a no cejar en el servicio de su Causa.
Descanse en paz. Y reciban, Graciela, su esposa, Rafael y Pilar, sus hijos, así como sus nietos y su hermano Gonzalo, tan cercano a él, nuestra condolencia más sincera y auténtica.
Miguel Ayuso Torres
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