
Tras años de mi alejamiento de Dios, de conocer sacerdotes hippies, promotores de la aciaga Teología de la Liberación, y bien intencionados relacionistas comunitarios que poco o nada sabían sobre la fe católica; cuando por gracia de Dios, volví al abrigo de la Santa Madre Iglesia, mi primer encuentro con un sacerdote católico, en todo el sentido que la riquísima palabra puede contener, fue en el sacramento de la penitencia, impartido por don Edgardo Albamonte.

Celoso defensor de la fe de nuestros padres, maestro de método profundo y directo, valiente promotor de la verdad sin tapujos: don Edgardo Albamonte, luchó a lo largo de la mitad de su vida por devolver a Lima la Santa Liturgia Tradicional que un día supo irradiar a toda América; y que hoy se encuentra tristemente restringida en sus más de mil altares; constreñida, casi en su totalidad, a la pequeña capilla que con tanto amor, oración y sacrificio, este hombre de Dios gestionó y pastoreó por tanto tiempo.
Su legado, heredero de los primeros padres predicadores de estos reinos, vivirá en la obra restauradora de la Fraternidad en el Perú. Y en tanto la Santa Misa de siempre vuelva a nuestras ciudades, su memoria se hará más grande, y algún día recordaremos que caminamos al lado de aquel hombre que oficiaba y predicaba la sana doctrina, cuando esta se perdía sin cesar en todas partes. Que de su mano consagrada recibimos tantas veces a Nuestro Señor. Que con la entrega de su voluntad humilde, Dios nos rescató de nuestros propios males.
Que nuestras oraciones le acompañen cuando la Santa Virgen María lo conduzca el regazo de Cristo, que su memoria permanezca en la Tierra por el testimonio de nuestro trabajo, que un día volvamos a estar juntos; una vez más, ante la excelsa presencia de Cristo, nuestro rey.
Renzo Polo
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