
No quisiera ir de iluminado, he de reconocer que el apagón ha sido para mí ocasión para alumbrar algunas ideas. Supongo que la primera de ellas, que nos acabó resultando patente a todos, es que, por muy tradicionalistas que seamos y por muy enemigos del Estado liberal que nos pretendamos, a todos nos gusta y nos resulta la mar de conveniente que la maquinaria de la Administración Pública funcione como es debido. A todas luces, me dije entonces, los carlistas no estamos por la labor de un retroceso, por ordenado que éste sea, a una paleo-sociedad sin hervidores de agua y sin teléfonos.
La otra idea, que es también, ante todo, una constatación y constatación universal (para todo aquel que conserve siquiera una esquirla de sentido común), es que nuestra dependencia, no ya como individuos, sino como sociedad, de la estabilidad de nuestra red eléctrica es, cuando menos, preocupante.
Y aunque, manifiestamente, no exista ninguna virtud moral cuyo objeto propio sea regular la utilización de la electricidad, sí que me parece que, salvando las distancias, podemos establecer una analogía que nos permita hallar un justo medio aristotélico que satisfaga, a un tiempo, nuestras legítimas aspiraciones de defensores a ultranza de la sociedad tradicional y nuestros no menos legítimos intereses creados al calor de la transformación de nuestra sociedad en una en la que, quien más quien menos, todos tienen en casa algún cacharro que otro que funciona enchufado a la corriente y sin el cual las tareas más elementales, sin ser imposibles, se vuelven innecesariamente tediosas.
Resulta evidente que cualquier persona normal puede vivir sin un hervidor de agua y poner el agua para el té en un cazo (o en una kettle; a condición, claro, de tener una cocina de gas. Resulta evidente que se puede barrer en lugar de pasar la aspiradora y resulta, también, bastante evidente, que la calidad de un barrido que pueda medirse al del aspirado medio exige un tiempo y una dedicación que nuestro mundo, en aceleración continua, ni quiere ni, habitualmente, puede permitirse. No hablemos de esos adminículos electrónicos, tan denostados, criticados y demonizados que todos llevamos con nosotros en nuestro día a día y que, resulta, son una pieza clave del sistema económico y social en el que nos movemos y existimos (y vivimos, pero de una manera casi metafórica). Por lo que se refiere a este artículo, no se trata de moralizar sobre Internet en general y sobre los teléfonos móviles en particular, ni tampoco de precaver ni de advertir. Todo comienza con las antedichas constataciones, de las que tan sólo pretendemos sacar algunas conclusiones.
La principal es, reiteramos, que, firmeza ideológica aparte, a todos nos fastidió el apagón, porque lo queramos o no, tenemos que formar parte de una sociedad de la que forman parte el Metro, los ordenadores, los semáforos y el alumbrado público. Y, por otro lado, que esa sociedad, aunque haya aumentado de manera impresionante la capacidad de acción y de intervención del hombre en el cosmos, también le ha colocado en una situación de preocupante fragilidad por su pueril dependencia de arcanos, no ya naturales, sino artificiales.
Lo interesante es que el apagón ha despertado los adormecidos instintos poéticos (en sentido muy amplio) de la ciudadanía. A favor o en contra; destacando las supuestas ventajas antropológicas de unas cuantas horas sin electricidad o ponderando con líricos acentos la rara belleza de un sistema administrativo y productivo que funciona como se pretende que funcione; o, simplemente, transformando los aburridos discursos y declaraciones de rigor en torrentes de abundosa palabrería.
El apagón ha dado lugar, en resumidas cuentas, a una escena nacional que se parece mucho a los primeros compases de El hombre que fue Jueves, de G.K. Chesterton, sólo que con tres poetas, en lugar de dos, y con una poética discusión que se ha desarrollado, principalmente, en el ágora internáutica (poniendo de manifiesto, así, la mala fe de todos los apologetas del apagón, que sólo han sabido hacer su apología gracias a los impagables servicios de Internet), en lugar de en las soleadas y floridas veredas de Saffron Park.
El hombre que fue Jueves comienza con una interesante conversación entre dos autodenominados poetas (si mi memoria no me falla, más allá de sus respectivas personas[1] y de sus reiteradas declaraciones, en toda la novela no vemos deslizarse un solo verso), que discuten acaloradamente sobre la oportunidad o inoportunidad de mandar a paseo el sistema. Por lo que a nosotros se refiere, a lo que hemos asistido es a una conversación de un elevado lirismo, en ocasiones, entre tres escuelas de poetas que debatían la oportunidad de mandar a paseo el sistema eléctrico.
Por una parte, están quienes, como el anarquista Gregory de la novela, consideran que hay una intrínseca belleza en la revolución, en la destrucción y en el desorden; que las horas que pasamos sin luz les permitieron retomar antiguas costumbres, como cenar a la luz de las velas, cocinar con un hornillo de gas e, incluso, charlar con sus semejantes (¡algunos hasta hablaron con sus vecinos!) y, en fin, restañar los vínculos con un modo de vida más humano y menos mediatizado por las pantallas, las conexiones inalámbricas y la técnica. Estos poetas del caos, constataron, como el inefable Gregory chestertoniano, que «todos los trabajadores, todos los obreros que cogen el metro tienen un aire triste y cansado, profundamente triste y cansado […] Es porque saben que el metro [o la red eléctrica] funciona como es debido. Es porque saben que llegarán a la estación indicada en su billete. Es porque saben que después de Sloane Street la próxima estación será Victoria, y nada más que Victoria. ¡Qué éxtasis, en cambio, qué resplandor no aparecería en aquellos ojos muertos, qué dicha inefable no invadiría aquellas almas, si la próxima estación fuere, sin que se supiese por qué, Baker Street!». O, por aplicarlo al caso que nos ocupa, ¡qué tedio indescriptible en las caras de tantos españoles que cogen el metro, escuchan la radio, hablan por teléfono y se detienen en los semáforos, porque saben que el suministro eléctrico no va a desaparecer así, de repente! Pero, ¡qué sensación de aventura, qué cosquilleo de inquietud, si supiesen que, a cada instante, el sistema eléctrico español puede depararnos un total fundido a negro!
Los poetas, como Gregory, quieren romper faroles, como los conspiradores de El Barberillo de Lavapiés.
Por otro lado, están los poetas del Orden, de la Ley y de las Convenciones, como el infatigable y risueño rival de Gregory, Gabriel Syme. A este género de poetas, admiradores rendidos de la tecnocracia y del Derecho Administrativo, no les hizo ninguna gracia el apagón, ni los fuegos de artificio verbal de los anarquistas del metro. Ante la provocación de Gregory y sus comparsas, «¡Si me equivoco [al decir que el medio más propicio al arte es el desorden], habría que reconocer que el Metro de Londres es la cosa más poética del mundo!», los poetas del Sistema, responden con una no menos vehemente apología: «Si eso que dice usted sobre los trabajadores es cierto, es que son tan prosaicos como su poesía. Lo raro, lo maravilloso, es dar en el blanco. Lo vulgar, lo corriente, es no acertar. Resulta admirable, como una gran epopeya, que un hombre alcance con una flecha un ave que se halla a gran distancia. Y, ¿acaso es menos épico que el hombre, gracias a una máquina salvaje, pueda alcanzar una estación lejana? El desorden es aburrido, porque el desorden puede hacer que, efectivamente, el tren llegue a cualquier parte: a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un mago, cuyo poder consiste en poder decir “Victoria” y que, ¡oh, maravilla!, la siguiente estación sea Victoria […] Quédese con su Byron, que conmemora las derrotas del hombre; y deme a Bradshaw[2], que conmemora sus victorias». O, si lo prefieren, ¡qué rara felicidad, si nos parásemos a pensarlo, que, día tras día, sin faltar un solo instante, las diversas y lejanas centrales eléctricas sigan transmitiéndonos, paciente y diligentemente, el sagrado licor que corre por las arterias de nuestra moderna civilización, en forma de nutritivos vatios! ¡Qué terrible estupor, qué fracaso, que se nos corte la corriente!
Los poetas, como Syme, cantarán con dolorosos acentos el apagado de la farola del mar, que esta noche no alumbra; y proclamarán, elegíacos, como el sereno de La Verbena de la Paloma, que esta calle tenía tres faroles, no más, y ¡dos han suprimido!
Les invitamos, pues, a observar con ojo crítico, lo que hemos dado en llamar la inesperada lírica de la farola.
Continuará…
P.S. «Don Gildo, mencionó Vd. tres poetas, aunque en la novela, como en su artículo, sólo hay dos». Y es cierto: el tercero es de la escuela simbolista, como la ministra Aagesen[3], que se inspira (aunque sólo en cuanto al vocabulario, en absoluto cuanto a la temática), en la Subida al monte Carmelo de San Juan de la Cruz. Porque cuando se le pregunta, poéticamente o no, por las causas del apagón, nos responde, como el gran místico castellano: «Nada, nada, nada. Y en la Moncloa, nada».
[1] Tómese el vocablo en el sentido más helénico posible.
[2] Autor de unas famosísimas guías de ferrocarril, muy apreciadas entre finales del XIX y principios del XX. En la actualidad, el programa de viajes en tren presentado por Michael Portillo, que ha hecho furor, las ha vuelto a poner de moda.
[3] ¿O es «Apagasen» ?
G. García-Vao
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