
Hace unos años ya que Adrián Barbón, presidente del Gobierno asturiano, decidió instituir un «Día de la Bandera de Asturias» para conmemorar el 25 de mayo de 1808, fecha en que la Junta General del Principado de Asturias declaró la guerra a Napoleón en tiempos de la francesada. En aquel entonces, el pueblo asturiano se levantó en armas en nombre de sus libertades y de su rey cautivo contra el «tirano de Europa» tremolando la bandera de la Cruz de la Victoria que catorce años antes Jovellanos había señalado como la propia de Asturias en su famoso dictamen al Marqués de Camposagrado.
El Veinticinco de Mayo se trata, pues, de una efeméride de neta significación contrarrevolucionaria que los asturianos ejercientes siempre hemos reivindicado con orgullo, a pesar de la vieja pretensión asturtzale de usarla como sustituto laico (si es que puede serlo una declaración de guerra hecha «en obsequio de la Religión, la Patria y la común felicidad») de la fiesta de la Virgen de Covadonga (que ya hubo de padecer en los años ochenta la superposición de un oficial «Día de Asturias»). ¿La nueva fiesta de Barbón resucita aquella vieja pretensión? «Nun se trata —decía entonces a caballo entre el mal castellano, la llingua de postín y el disputado eonaviego— de poner un día más en coloráu nel calendariu nin de competir col 8 de setiembre», sino de defender «un símbolo que salta por derriba das siglas y das ideoloxías, que nun compite con identificacióis relixosas nin culturales». El adagio latino bien puede responder al lector que se lo pregunte: excusatio non petita…
Claro que toda sospecha sería infundada si se diese a la efeméride el significado que realmente tiene y no se proyectara sobre ella la consabida cosmovisión nacionalista con que tirios y troyanos han tomado Asturias de rehén. Pero no es el caso. El motivo de instituir la fiesta se aleja del sentido histórico de la efeméride, como prueba la burda propaganda que el Gobiernín autonómico, con cargo a la depauperada cuenta de los asturianos, ha desplegado este año para la ocasión (véase el panfleto web banderadeasturias.es): se trata en efecto de aquella manida interpretación liberal-nacionalista según la cual la Junta General del Principado de Asturias habría asumido la soberanía del pueblo en una suerte de avanzadilla de la defensa de la soberanía nacional que más tarde las Cortes de Cádiz habrían de apadrinar. Y en esto los nacionalistas asturianos y españoles se dan la mano sin cogerse el brazo: para los primeros, el Veinticinco de Mayo constituye un indiscutible ejercicio de soberanía nacional del pueblo asturiano; para los segundos, el pueblo asturiano participó entonces de la única e indisoluble soberanía nacional española. Ambos abanderan el mismo principio, aplicado con diámetros distintos. Ambos retuercen nuestra historia, complicando en ello además el buen nombre de Jovellanos y de los asturianos que se levantaron en armas.
Lo cierto es que aquellos asturianos nada sabían de soberanías nacionales, ni cortes constituyentes. Luchaban en defensa de su religión, su patria y su rey, una bandera que desde entonces será enarbolada en todas las contiendas civiles de España y no precisamente por el bando que querrían los prebostes del falso asturianismo que hoy cree reivindicar el blasón astur. En cuanto a Jovellanos, nadie mejor que él les representó. «Según el Derecho Público de España —son sus palabras—, la plenitud de la soberanía —veremos más abajo en qué sentido— reside en el monarca y ninguna parte de ella existe en otra persona o cuerpo fuera de ella. Y, por consiguiente, es una herejía política decir que una nación cuya Constitución es completamente monárquica es soberana, o atribuirle las funciones de la soberanía».
Por la pluma del prócer gijonés respondía todo el pueblo asturiano cuando contestó al ofrecimiento del general francés Sebastiani de participar en el gobierno de José Bonaparte: «No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición, ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los Grandes de España: lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra Religión, nuestra Constitución y nuestra independencia». Y también el 21 de mayo de 1809 cuando informó a la Junta Central a propósito del naciente proyecto de constitución liberal para toda la nación: «Y aquí notaré que oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución y aun de ejecutarla, y en esto sí que, a mi juicio, habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda, porque ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos y los medios saludables para preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce?».
Porque la constitución es para Jovellanos «siempre la efectiva, la histórica, la que no nace en turbulentas asambleas, ni en un día de asonada, sino en largas edades y fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional, con el concurso de todos y para el bien de la comunidad. Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito, ni conveniente, ni quizá posible destruir, so pena de suicidio nacional peor que la misma anarquía. ¡Qué mayor locura que hacer una constitución como quien hace un drama o una novela!».

Por eso el carlista cangués Juan Vázquez de Mella (1861-1928), padre del (verdadero) asturianismo político, pudo decir que «en los proyectos de las Cortes de 1812 representaba nuestros principios Jovellanos en los apéndices a la Memoria de la Junta Central». Y su paisano y correligionario Jesús Evaristo Casariego (1912-1990), glosando aquel párrafo de don Gaspar, escribe: «A Jovellanos le repugnaba el extranjerismo pedante y doctrinario de los liberales de las Cortes de Cádiz y su descabellado intento de reformar la vida por Decreto, mediante la simple traducción de la constitución francesa de 1791. (…) No puede expresarse mejor la postura tradicionalista del gran Jovellanos. Desgraciadamente para España, nuestro pintoresco y extranjerizado, retórico y perturbador liberalismo abortado en Cádiz siguió un camino muy distinto al que para su patria quería el primer patricio de la Ilustración asturiana».
En efecto, mientras las armas francesas fracasaban en el campo de batalla, sus ideas, en cambio, triunfaban en los gabinetes de Cádiz, cuajando en una constitución que era imagen y semejanza de la del país galo al que los españoles combatían. Lo explican mejor que nada los versos de Pemán en su conocida obra Cuando las Cortes de Cádiz: «Y que aprenda España entera / de la pobre Piconera, / cómo van el mismo centro / royendo de su madera / los enemigos de dentro, / cuando se van los de afuera. / Mientras que el pueblo se engaña / con ese engaño marcial / de la guerra y de la hazaña, / le está royendo la entraña / una traición criminal… / ¡La Lola murió del mal / del que está muriendo España!».
Pero volvamos ahora a la propaganda del Gobiernín. En concreto, a «La significación histórico-política del 25 de mayo de 1808», obra colectiva editada en 2022 por el propio Gobierno del Principado de Asturias, que la ha incorporado al referido panfleto web de este año y que nos obliga a elevar el tono académico. La obra recoge varias intervenciones en el marco de las jornadas conmemorativas del Veinticinco de Mayo del año correspondiente.
Sobre la intervención de José María Fernández González, presidente a la sazón de la Asociación de Amigos del País de Asturias, que fuerza la continuidad entre la teoría escolástica de la traslación y la teoría liberal de la delegación para encajar en ésta la soberanía asumida por la Junta General, baste ahora como cumplida respuesta remitir a los artículos de Félix M.ª Martín Antoniano en estas páginas sobre el mismo tema. Y de la intervención de Ignacio Fernández Sarasola, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, que desde la dogmática constitucional se centra en la figura del masón somedano Álvaro Flórez Estrada, nada diremos más allá de constatar, como reconoce el autor, que su filiación revolucionaria le acerca por la izquierda a los doceañistas y, en cambio —lo decimos nosotros—, le aleja por completo de los junteros asturianos, no obstante su común defensa de la independencia frente al invasor. Si aquellos liberales gaditanos no asumieron del todo el constitucionalismo que proponía Flórez Estrada fue porque «Francia era en esos momentos el enemigo contra el que se estaba combatiendo, de forma que no parecía oportuno evidenciar que a pesar de ello se estaba imitando su constitucionalismo».
Nos interesa, en cambio, la intervención de Marta Friera, historiadora del Derecho de la misma Universidad de Oviedo, que constituye todo un autorizado testimonio contra la versión que sus mismos editores pretenden oficializar. No nos resistimos a citarlo extensamente, pues describe los dos conceptos de soberanía, tradicional y revolucionario, y los dos criterios de legitimidad, monárquico y liberal democrático, que distinguen a la Junta General del Principado, y con ella también a Jovellanos, de las Cortes de Cádiz y sus afrancesados doctrinarios (el subrayado es nuestro):
«La asunción de la soberanía manifestada entonces [el 25 de mayo de 1808] nos lleva ineludiblemente al análisis de este concepto, insisto no el nuestro sino el que tenían los hombres que así lo decidieron. Para el Derecho común, la soberanía se identificaba con la potestad legislativa del rey, a la que acabo de referirme, que era absoluta en cuanto que el rey estaba absuelto de las leyes; [pero que] no era un poder ilimitado, entre otras cosas porque la ley no se identificaba con el Derecho, ni siquiera era su principal fuente de formulación. […] Conforme a la original teoría de la traslatio imperii desarrollada por la escuela de la Segunda Escolástica española, esa potestad en su origen habría sido otorgada por dios, el único poder creador, al pueblo, que era la comunidad socio-política, la república cristiana, y este pueblo habría trasladado al rey el imperio, como cabeza, alma y guía del cuerpo común y majestad o mayoría cualitativa de las corporaciones de las que este se componía. En situaciones extraordinarias, como era el caso de abandono o cesión de la Corona, y de forma temporal hasta la restauración del orden legítimo, el pueblo podía recuperar dicha soberanía o potestad superior.
»No obstante, en 1808 la Revolución Francesa había ocurrido y la soberanía avanzaba hacia su concepción como poder originario e ilimitado, capaz de crear un nuevo Derecho —ahora sí identificado con las leyes que expresaban la voluntad de la nueva nación y sus representantes—, un Derecho estatal y legal capaz de desplazar a la costumbre y capaz de romper con la historia, que dejaba de ser Derecho.
»[…] No obstante, en mi opinión, el análisis de la documentación de la época lleva a concluir que la Junta se comportó conforme a los parámetros de legitimidad propios de la cultura del Antiguo Régimen que aún era la propia de aquellos asturianos. Entre otras muchas manifestaciones, solo cuatro meses después del levantamiento, en septiembre, se acordó conmemorar, el 25 de mayo de 1809, la asunción de la soberanía, en un acto que se haría coincidir con la proclamación de Fernando VII; entonces se afirma que la Junta declarada suprema un año antes, el 25 de mayo de 1808, había «jurado y proclamado y hecho saber al público el juramento y obediencia prestados a este solo soberano«, a Fernando VII. Esto lo dicen las actas de la Junta, conservadas, las de estos años, en el Archivo Histórico Nacional (Consejos, 11995, exp. 32). Es decir, como representante del pueblo —de Asturias, una corporación territorial de la Monarquía hispánica— la Junta asumió esa soberanía en circunstancias extraordinarias y de forma temporal para garantizársela a su legítimo titular; de soberanía interina también se habla en las actas».
El retrato del Veinticinco de Mayo que nos ofrece la distinguida profesora de la alma mater ovetense se aleja así de la grotesca caricatura que nos pintan hoy los falsos asturianistas escamoteando el elemento religioso y monárquico con los sinuosos trazos de soberanías nacionales y constituciones liberales. Y si de banderas se trata, el lector que haya llegado hasta aquí verá con claridad que la bandera que hoy agita el Gobierno del Principado de Asturias no es en realidad la asturiana Cruz de la Victoria de Jovellanos, sino la francesa tricolor de Lafayette. No es, en definitiva, la de los invadidos, sino la de los invasores. Los asturianos conscientes de serlo seguiremos ondeando la primera y protestando contra la manipulación de nuestra historia.
Manuel Rodrigo, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella
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