
En tiempos de confusión conceptual, resulta imprescindible aclarar términos que, aunque puedan parecer próximos en la superficie, responden a fundamentos completamente distintos. Y más necesario se presenta en el comienzo del período estival en la Península, en que tendrá lugar numerosos encuentros «tradicionales» donde se expresen música, arte, cultura y gastronomía tradicionales, y no pocos, rojos declarados.
Uno de los errores más comunes —y a la vez más nocivos— en la comprensión del pensamiento contrarrevolucionario es identificar al tradicionalismo con el folklore, como si el primero no fuera más que una nostalgia pintoresca por trajes regionales, romerías, danzas y expresiones populares extintas o en proceso de extinción.
El folklorista estudia o celebra manifestaciones culturales del pasado con una actitud casi museística. Su enfoque es, por lo general, estético o sentimental. Su misión es preservar, reconstruir o divulgar costumbres, cantos o rituales tradicionales como piezas de una identidad cultural que se percibe en peligro. El tradicionalista, en cambio, no se limita a conservar el cascarón de lo antiguo, sino que se esfuerza en mantener viva la sustancia de la Tradición: un orden que remite a principios permanentes, fundados en la verdad religiosa, moral y social.
Como decía Francisco Elías de Tejada, «la tradición no es el pasado muerto, sino la continuidad viva de un principio que se transmite», una noción diametralmente opuesta a la idea de cultura como almacén de antigüedades. El tradicionalista no se embelesa con los uniformes de antaño, los tambores de Semana Santa ni los pendones reales como si fueran piezas de attrezzo. La venera en la medida en que expresan una visión del mundo jerárquica, sagrada y orgánica. No le interesa el pasado por sí mismo, sino como manifestación histórica de una Verdad permanente.
El folklorismo es, en muchos casos, inocuo o incluso funcional al sistema. Puede ser patrocinado por instituciones progresistas, museos, ayuntamientos o gobiernos «autonómicos» que celebran la diversidad cultural mientras dinamitan los fundamentos cristianos de la civilización. No es raro que el folklore sea instrumentalizado como herramienta de diferenciación política o secesionista, vaciándolo de su raíz religiosa y metafísica para convertirlo en una bandera identitaria opuesta al bien común y a la unidad. Así se explica que en no pocas regiones de España se glorifique lo vernáculo como arma contra la tradición católica y la monarquía histórica, en nombre de una supuesta autenticidad étnica o lingüística.
En palabras de Juan Manuel de Prada, «el tradicionalismo no es la conservación de las cenizas, sino la transmisión del fuego» (ABC, 2006), una cita que resume de forma contundente esta diferencia fundamental. El tradicionalista es, por tanto, un testigo, no un conservador de formas vacías; alguien que lucha por mantener vivo el principio espiritual y moral que dio vida a esas formas.
G. K. Chesterton, con su habitual agudeza, también supo ver este contraste: «La tradición significa dar el voto a la más oscura de todas las clases, a nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos» (Ortodoxia, 1908). No se trata de repetir ciegamente lo antiguo, sino de vivir en comunión con un orden recibido, que nos precede y nos trasciende.
Reducir el tradicionalismo a folklorismo es una forma más de neutralizarlo. Convertir la Tradición en folklore es desactivarla como fuerza viva. Por eso, el tradicionalista verdadero no puede contentarse con la mera nostalgia, ni con la evocación sentimental de lo que fue. Ha de ser custodio y transmisor de principios, combatiente en el presente, constructor de esperanza fundada en lo eterno.
La Tradición no es un decorado, una excentricidad, una antigualla, una nostalgia. Es una forma de vida, un principio de orden, una exigencia de coherencia. Y, ante todo, una fidelidad a la Verdad.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza
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