
Ya tocamos este tema en el artículo «El alcance de los anatemas contra el liberalismo en la Iglesia preconciliar». El Magisterio era meridiano acerca de qué había de entenderse por «liberalismo» desde que Pío IX mentó por vez primera este vocablo en una frase pronunciada en su Alocución Jandudum cernimus dirigida a los Cardenales en el Consistorio Secreto de 18 de marzo de 1861, y que sería recogida posteriormente en la octogésima y última proposición condenada en el catálogo del Syllabus (1864): «El Pontífice Romano puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo, y la civilización moderna». Pero las directivas pastorales dadas a los fieles para su «acción social» en la vida pública, restringían en la práctica casi al máximo la posibilidad de tildar como «liberal» a los revolucionarios con máscara «católica», aun cuando pudieran reconocerse en ellos, por palabras u obras, los rasgos objetivos propios del liberalismo conforme a las enseñanzas teóricas de la Iglesia.
Uno de los documentos en que mejor se refleja esta disparidad entre la theoria y la praxis eclesiásticas, es la Carta Plures e Columbiae, escrita el 6 de abril de 1900 por el Secretario de Estado Cardenal Rampolla por mandato de León XIII, y que fue enviada al Arzobispo de Bogotá, Bernardo Herrera Restrepo, haciéndosela extensiva al resto del episcopado novogranadino. El Cardenal, a una consulta expuesta por varios de estos Prelados en torno a la correcta inteligencia de la doctrina católica acerca del liberalismo, contestaba con esta carta «para que el pueblo clara y completamente se instruya acerca de las cosas que deben ser calificadas de liberalismo y que como tales han sido reprobadas por la Santa Sede». (Citamos en todo momento de la traducción contenida en Conferencias Episcopales de Colombia, Tomo I (1908-1953), Editorial El Catolicismo, 1956, pp. 569-572. El subrayado es siempre del texto original).
Rampolla menciona como principal testimonio para conocer la mente de la Sede Apostólica la Encíclica Libertas praestantissimum (1888) de León XIII: «Allí enseña el Sumo Pontífice que el principio y fundamento del liberalismo es la repudiación de la ley divina». Cita a continuación las primeras oraciones de su parágrafo §12, en las que se resume la base ideológica de esta herejía; aunque más interesante hubiera sido traer a colación las frases siguientes, en que se manifiestan sus implicaciones sociopolíticas, y que rezan así (copiamos de la versión oficial de la Encíclica): «Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre sí superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política, no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber». Rampolla, en fin, concluye en su Carta que «éste es, a la verdad, el primero y más aterrador linaje de liberalismo, el cual, mientras por una parte rechaza y destruye por entero toda autoridad y ley divina, tanto natural como sobrenatural, por otra parte afirma que debe asentarse la constitución de la sociedad en la voluntad de los individuos, y el gobierno derivarse del pueblo como de fuente suprema».
Seguidamente, el Cardenal alude al «segundo grado» y «tercer grado» de liberalismo, así como a las llamadas «libertades modernas» (libertad de cultos, de palabra, de enseñanza, y de conciencia), todo lo cual no son sino simples derivaciones o repercusiones secundarias de aquel principio primordial anteriormente descrito. Y termina descendiendo al terreno pastoral, en donde fija las siguientes directrices: «debe tenerse presente, acerca del asunto de que se trata, lo que la Suprema Congregación del Santo Oficio advirtió a los Obispos del Canadá con fecha 29 de agosto de 1877, a saber: que la Iglesia, al condenar el liberalismo, no intentó condenar a todos y a cada uno de los partidos que acaso se apelliden “liberales” […]. Esto mismo fue declarado en la carta que escribí, por mandato del Pontífice, el 17 de febrero de 1891, al Obispo de Salamanca, imponiendo, eso sí, estas condiciones: que los católicos que se llamen “liberales”, sinceramente acepten, ante todo, las doctrinas todas enseñadas por la Iglesia; que se muestren dispuestos a recibir lo que la Iglesia enseñe en lo porvenir; que no admitan nada de lo que explícita o implícitamente ha sido condenado por la Iglesia; y, finalmente, que no tengan inconveniente, cuantas veces las circunstancias lo pidan, en manifestar que su mente está de acuerdo en todo con las enseñanzas de la Iglesia. En la misma carta se añadió también que es de desear que los católicos, para designar su propio partido político, escojan y tomen otra denominación, no sea que el nombre de “liberales” con que se apellidan dé a los fieles ocasión de equivocarse o asombrarse. Por lo demás, que no es lícito notar al liberalismo con censura teológica, y menos denunciarlo como herético, tomándolo en sentido diverso del que determinó la Iglesia al condenarlo, mientras ella no resuelva otra cosa».
La clave del problema está en este pasaje entero que acabamos de transcribir, el cual pasará a convertirse en el criterio oficial de Roma para los seglares, como lo demuestra el hecho de que se introdujera a la letra como Norma Cuarta dentro de las «Instrucciones Pontificias sobre la acción religioso-política en España» que fueron remitidas, en Carta de 20 de abril de 1911, por el Secretario de Estado Merry del Val al Primado de las Españas Cardenal Aguirre y García.
Hay que advertir que, si bien la parte que se dice tomada del documento del Santo Oficio destinado a los Obispos del Canadá constituye una exacta transcripción, no ocurre lo mismo con las expresiones aparentemente atribuidas a la Carta dirigida al Obispo de Salamanca, que representan más bien una paráfrasis, bastante ampliada además, de dicho texto (tal como cualquiera puede comprobar cotejándolas con el escrito original que aparece reproducido en el n.º de 15 de abril de 1891 del Boletín Eclesiástico del Obispado de Salamanca, pp. 127-130). Personalmente, creemos que las condiciones que Rampolla establece para aquellos «católicos» que se autodenominen «liberales» a fin de no incurrir en la reprobación de la Iglesia, hacen prácticamente imposible que alguno de ellos pueda ser jamás denunciado como «liberal». Precisamente esas condiciones son las que cumple a rajatabla todo buen «liberal-católico», pues obviamente ninguno va a tener óbice alguno en aceptar, «ante todo, las doctrinas todas enseñadas por la Iglesia»; en mostrarse «dispuestos a recibir lo que la Iglesia enseñe en lo porvenir»; en no admitir «nada de lo que explícita o implícitamente ha sido condenado por la Iglesia»; y, «cuantas veces las circunstancias lo pidan, en manifestar que su mente está de acuerdo en todo con las enseñanzas de las Iglesia». Esto equivale a hacer que la eficacia de toda prueba de cargo dependa, en última instancia, de la propia persona a la que se acusa, sin que se puedan alegar acciones o conductas objetivas de la misma que verifiquen su condición de «liberal», ya que ella podría en cualquier instante invalidarlas limitándose a profesar de boquilla, con una mera declaración formal, el cumplimiento de las susodichas condiciones.
Hemos visto antes que la esencia del «liberalismo» radica en la admisión de la «ley del número» o la voluntad general mayoritaria, en lugar de la ley divina, como fuente suprema de toda «verdad» o «derecho». Ahora bien, ¿cabe la posibilidad de un «cristiano» que, al tiempo que de palabra niega sostener ese principio de la soberanía nacional, demuestre sin embargo objetivamente a través de sus actos que en realidad sí abraza ese postulado anticatólico? Pongamos un símil ilustrativo de lo que queremos decir. Supongamos un anglicano que abandona su falsa confesión y se convierte a la Religión verdadera, adhiriéndose firmemente por completo a la doctrina ortodoxa y desechando todos los errores de su antiguo credo. ¿Podría considerársele como un genuino católico, si esa persona no obstante continuara estimando –a todos los efectos– como verdaderos «Obispos» o «Sacerdotes» a los sujetos civiles que en dicha secta se exhiben como tales? ¿No se podría juzgar este hecho como prueba objetiva de su, en definitiva y en el fondo, ininterrumpido carácter «anglicano»?
Mutatis mutandis, ¿existen actos objetivos que calificarían al hombre que los llevara a cabo como auténticamente liberal, aunque éste jurase y perjurase su cualidad de «católico» no dudando en suscribir cada una de las Encíclicas antiliberales de los Papas? Pensamos que el libre acatamiento a cualquiera de las Constituciones que se han venido concatenando en suelo español durante la Edad Contemporánea hasta nuestros días, sería razón suficiente para denotar como «liberal» a quien lo realizase, ya que conforman el instrumento «jurídico» en que se plasman las arbitrariedades emanadas de la soberanía nacional. Igualmente lo sería, a fortiori, la libre adhesión a cualesquiera de las cosas que se instituyesen en el seno de dichas «Leyes» (o «derecho» nuevo), tales como, por ejemplo, el régimen político implantado y la denominación que se le da, o los individuos previstos para encarnarlo o presidirlo y los títulos que se les atribuyen. Claro que esta última apreciación chocaría frontalmente con aquel otro primario consejo político-disciplinar de la Roma preconciliar que exhortaba a laicos y sacerdotes a adherirse a los regímenes nacidos de la Revolución y a los personajes que los encabezaban. Quizá el conflicto capital de la diplomacia preconciliar vaticana se halle justamente en este punto crucial, donde se muestra en su más alta expresión aquella dramática contradicción eclesial entre theoria y praxis de que hablábamos más arriba. A fin de cuentas, si la Iglesia preconciliar animaba a los católicos a admitir o acoger las Constituciones, ¿cómo se podría tachar de «liberal» al católico que se sometía a ellas, o incluso que contribuía a su formación? Y, sin embargo, no dejaban de ser fruto de la soberanía nacional, de la voluntad general autoerigida por encima de todo derecho divino y humano, anatematizada por el Magisterio con la etiqueta de «liberalismo».
Félix M.ª Martín Antoniano
Deje el primer comentario